El vivir en el Espíritu

 

Texto base: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne Gá. 5:16.

50 días después del sábado de la pascua, es decir, un domingo, en la fiesta llamada “Pentecostés”, ocurrió un evento tan trascendental como la crucifixión y la resurrección de Cristo. Ese día, se cumplió la promesa que había hecho Jesús en su última enseñanza a los discípulos. Venía el Espíritu Santo con poder sobre los discípulos que se encontraban reunidos orando, y así cambiaría el mundo para siempre, siendo nosotros mismos, quienes estamos aquí reunidos, una consecuencia de ese día.

Por un lado, debemos recordar que el Espíritu Santo estaba en todos los creyentes que vivieron en los días del Antiguo Testamento, desde el principio. Ningún ser humano ha sido salvo del poder del pecado alguna vez ni ha sido hecho santo, salvo por la renovación del Espíritu Santo… Por el otro lado, nunca debemos olvidar que, luego de la ascensión de Cristo, el Espíritu Santo fue derramado en los hombres como individuos con mucho más poder, y con una influencia mucho más amplia en las naciones del mundo, y esto como nunca antes. Es este mayor poder e influencia el que tiene en mente nuestro Señor en este pasaje. Se refiere a que luego de su propia ascensión, el Espíritu Santo ‘vendrá’ al mundo con tanta mayor fuerza, que parecerá como si hubiese ‘venido’ por primera vez, y como si no hubiese estado en el mundo antes” (J.C. Ryle).

Ya que el Espíritu ha venido al pueblo de Dios, resulta fundamental entender qué significa vivir en el Espíritu, sobre todo cuando por un lado nos vemos asolados por una ola de escepticismo aun en medio de la iglesia, y, por otro lado, debido al ascenso del pentecostalismo y el movimiento carismático, hay un auge de un misticismo que en algunos casos llega a ser esotérico, ajeno a la Escritura.

Generalmente, cuando hablamos de la vida en el Espíritu, nos concentramos en el resultado que vemos en la conducta de los cristianos. Pero me parece que para comprender mejor lo que eso significa, debemos meditar primero en el ministerio del Espíritu Santo, su presencia en su pueblo y la obra que éste hace en el creyente.

     I.        El ministerio del Espíritu

(Jn. 14:16-17,26) Desde los caps. 13 al 16 del Evangelio según Juan, el Señor entrega su última enseñanza a sus discípulos en el lugar conocido como aposento alto. Allí, Él les comunica una vez más que pasará de este mundo al Padre, lo que entristece y confunde en gran manera a sus discípulos. Como Jesús estaba plenamente consciente de esto, les enseñó también sobre quién es Él, y les comunicó que vendría otro Consolador para que estuviera con ellos.

¿Quién es ese Espíritu del que Jesús habla? Dice que el Padre dará a otro Consolador. Es decir, es distinguible de Jesús, pero a la vez, es uno como Jesús. Y el título de “Consolador”, es una traducción del griego parakletos, que se puede traducir también como ayudador, abogado, uno que conforta, que fortalece, que intercede, que defiende, que está de pie junto a otro.

En su primera venida, Cristo no venía para quedarse físicamente con nosotros, Él sólo venía por un tiempo determinado, a cumplir su glorioso ministerio como Salvador. Sin embargo, Él no dejó huérfanos a los suyos. Antes de ascender a los Cielos, Él prometió a su Iglesia: “y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede seguir con nosotros si dice que se irá de este mundo?

Lo que está diciendo el Señor, es que Él sigue con nosotros en su Espíritu Santo. Muchas veces pensamos cuán hermoso sería que Jesús esté físicamente entre nosotros, cuánto seríamos fortalecidos y enseñados por Él. Sin duda todo eso sería hermoso, pero lo que el mismo Señor nos está diciendo aquí, es que hoy no tenemos una manifestación menor del Señor que la que disfrutaron sus discípulos en ese entonces. El Espíritu no es un Jesús de calidad inferior. No es una simple idea, ni es sólo un poder que nos fortalece; sino que es el mismo Dios que viene a nosotros. Tal como Cristo vino al mundo a cumplir su ministerio, el Espíritu también vino enviado por el Padre al mundo a estar con quienes aman a Cristo, y no sólo por un tiempo, sino que para siempre.

 “… [E]n lugar de empobrecerse, los discípulos de hecho se van a hacer más ricos. Desde luego, un ayudador se va, pero lo hace con el propósito de enviar a otro. Además, el primer Ayudador, aunque físicamente ausente, seguirá siendo Ayudador. Será su Ayudador en el cielo. El otro será su Ayudador en la tierra. El primero intercede por los discípulos. Además, este segundo Ayudador, una vez que llegue (En Pentecostés), nunca se apartará de la iglesia en ningún sentido. Por ello, Pentecostés nunca se repite” (William Hendriksen).

    II.        La presencia de Dios en nosotros

El Espíritu es quien manifiesta la presencia del Dios Trino. En el momento de la creación, dice que “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gn. 1:2). El Padre decretó la creación de todas las cosas, y lo hizo por medio de su Hijo, quien cumplió esa voluntad; mientras que el Espíritu es quien hace manifiesta su presencia en la creación.

En cuanto a la salvación, también el Dios Trino obra en esta lógica: el Padre decretó la salvación de sus escogidos y envió a su Hijo para que ninguno de ellos se pierda. El Hijo vino al mundo y cumplió la voluntad de su Padre, siendo obediente hasta la muerte; y el Espíritu es el que aplica esa salvación de manera concreta y personal, revelando al Padre y al Hijo en los corazones de sus discípulos, transformándolos para que pasen de muerte a vida. Y hace manifiesta la presencia de Dios en sus discípulos, viniendo a habitar en nosotros, haciendo de nosotros su templo.

El Espíritu es el que permite que Dios sea real en nuestros corazones, que su presencia sea verdadera en nuestro día a día, que Dios esté ‘con’ nosotros y ‘en’ nosotros. No podríamos disfrutar de la salvación y la obra de Dios en nosotros si no fuera porque el Espíritu mismo la aplica a nuestras vidas personalmente.

¿Podemos dimensionar esto? Dios mismo habita en su pueblo. Los que estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, llenos de maldad y corrupción, hemos sido transformados por Dios para ser su templo. Eso nos dice la Escritura: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co. 3:16 NVI). Es maravilloso pensar que una vez que ya estamos en Cristo, nunca dejamos de estar en la presencia de Dios, porque Él ha hecho una habitación en nosotros aquí en la tierra, y preparó también habitaciones en el Cielo para nosotros, para que estemos por siempre con Él. No nos deja solos en ningún momento.

Medita en este privilegio: al estar de manera especial y única en sus hijos, Él quiso manifestar su presencia en el mundo a través de nosotros. Estar en la Iglesia, en la asamblea de los redimidos, es estar en la presencia de Dios, en el ámbito donde se manifiesta el Señor. Por eso es que somos llamados “Casa de Dios”, y por eso es que podemos ser luz del mundo, porque el Señor proyecta su luz a través de su presencia en nosotros. Y por eso también es que la disciplina de la Iglesia equivale a “entregar a satanás” (1 Co. 5:5), ya que el excomulgado sale del ámbito de la gracia y la presencia de Dios en el mundo, y es echada fuera, al mundo espiritualmente gobernado por el maligno. Por lo mismo el Credo Apostólico dice “Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Universal, en la comunión de los santos…”. Debemos meditar mucho más en esto y maravillarnos de lo que significa.

Como iglesia debemos entender que no estamos solos. Cuando adoramos juntos, el Espíritu está obrando, poniendo pensamientos y afectos santos en nosotros. Cuando oramos, el Espíritu está llevando nuestras oraciones como incienso fragante ante el Padre, intercediendo por nosotros con gemidos indecibles. Cuando alabamos a Dios, el Espíritu nos une a la eterna adoración en el Cielo, donde los ángeles y las almas de los santos exaltan a Dios por los siglos de los siglos. Cuando evangelizamos, el Espíritu llama a través nuestro a los incrédulos para que crean y se arrepientan. Cuando compartimos en comunión, el Espíritu nos hace estar unánimes y nos permite servirnos y edificarnos unos a otros. El Espíritu es el motor y la vida de la Iglesia. No hay Iglesia posible sin la presencia y la obra del Espíritu.

Mientras más consciente seas de que realmente eres templo del Espíritu y más dependiente seas de esta verdad, más podrás disfrutar de la presencia real de Dios en tu vida, una presencia real y viva; y más fruto darás como creyente. Recordemos que sin fe es imposible agradar a Dios, si dudas de su Palabra sólo lograrás apagar al Espíritu y frustrar tu vida como creyente.

   III.        La obra del Espíritu en el creyente

Habiendo ya hablado algo sobre la venida del Espíritu y su presencia en la Iglesia, es bueno también considerar los aspectos centrales de su obra personal en el cristiano:

  • Nos hace nacer de nuevo (Jn. 3:5-8): en el idioma original, “nacer de nuevo” también implica la idea de “nacer de lo alto”. Jesús está dejando claro que para tener vida espiritual es necesaria una obra del Espíritu, un cambio radical, una renovación tal, que se describe como nacer de nuevo, un nacimiento del Espíritu.

Agrega: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Podemos decirlo en otras palabras: lo que es nacido de la naturaleza humana pecadora, es también naturaleza humana pecadora. Pero lo que es nacido del Espíritu Santo, es espiritual, es santo. Ningún ser humano puede ser santo si no es por la obra del Espíritu, si no ha sido nacido del Espíritu. Aparte del Espíritu, sólo somos una masa aberrante de pecado y maldad. En el libro de Job dice: “¿Quién hará algo limpio de lo inmundo? ¡Nadie!” (14:4) ¿Qué ser humano puede limpiarse a sí mismo o a otro, haciendo que de la naturaleza pecaminosa salga algo espiritual y santo? Ninguno, es imposible, tan imposible como que una persona programe su propio nacimiento.

Se trata de nuestra naturaleza, de lo que somos. De una ortiga no saldrá un clavel o una rosa, sino otra ortiga. Nosotros, seres humanos pecadores, no podemos producir lo que se necesita para ser salvos, para ver el reino de Dios. No hay nada que podamos hacer que logre darnos vida espiritual, vida verdadera, vida eterna. Eso sólo puede hacerlo el Espíritu.

  • Nos da entendimiento para comprender la verdad: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo sino el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos lo que por su gracia él nos ha concedido. Esto es precisamente de lo que hablamos, no con las palabras que enseña la sabiduría humana sino con las que enseña el Espíritu, de modo que expresamos verdades espirituales en términos espirituales. El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente. En cambio, el que es espiritual lo juzga todo, aunque él mismo no está sujeto al juicio de nadie, porque «¿quién ha conocido la mente del Señor para que pueda instruirlo?» Nosotros, por nuestra parte, tenemos la mente de Cristo” (1 Co. 2:12-16 NVI).

Esto es realmente poderoso. El Espíritu de Dios, Aquél que escudriña sus profundidades y conoce sus pensamientos, es el que el Padre nos ha dado para que entendamos lo que Él nos ha concedido por su gracia. El mismo Espíritu que inspiró a los autores bíblicos para escribir la Palabra de Dios, es el que el Señor nos ha dado para entender su Palabra y discernirla espiritualmente. Por eso Cristo también le llama “el Espíritu de verdad” (Jn. 16:13), ya que “es su oficio especial el aplicar la verdad a los corazones de los cristianos, guiarlos a toda verdad, y santificarlos por la verdad” (J.C. Ryle).

  • Transforma nuestro corazón: Y la afirmación maravillosa que corona toda esta verdad, es que tenemos la mente de Cristo. Por lo mismo Cristo decía que nos convenía que Él pasara de este mundo al Padre; ya que el Espíritu no sólo está junto a nosotros, sino en nosotros; y nos enseña personalmente de parte de Dios, directamente a nuestro interior, dándonos ojos para ver, oídos para oír, dándonos un nuevo corazón.

El Espíritu aplica la Palabra a nuestro corazón por completo, lo que envuelve no sólo el intelecto, sino también la voluntad y nuestros afectos, es el que hace viva esa Palabra en nosotros para la obediencia, para una vida transformada, que resulta en un sacrificio vivo a nuestro Dios.

Por eso dice la Escritura al anunciar la obra de Dios en el nuevo pacto: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. 27 Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:26-27).

Así, por la obra del Espíritu ahora puedes pensar de acuerdo con los pensamientos de Cristo, hablar conforme a sus Palabras, sentir conforme a sus afectos, vivir de acuerdo a sus obras, caminar en sus pisadas y andar como Él anduvo; de tal manera que puedes decir junto con el Apóstol Pablo: “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gá. 2:20 NVI).

  • Hace llegar la vida y el amor de Dios a nuestros corazones: Esto dice la Escritura: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5). Se trata de ese mismo amor eterno que está en la esencia de Dios, porque el amor es parte de su Ser, de tal manera que la Escritura dice que “Dios es amor” (1 Jn. 4:8).

Debemos entender también que hemos recibido el mismo Espíritu por el que Cristo fue levantado de los muertos, y esta es la garantía de que nosotros mismos viviremos eternamente, como dice la Escritura: “Y si el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos vive en ustedes, el mismo que levantó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que vive en ustedes” (Ro. 8:11 NVI).

Y esa vida del Espíritu en nosotros es la vida en abundancia que prometió Jesús. Por eso también la Escritura dice: “De aquel que cree en mí, como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva. Con esto se refería al Espíritu que habrían de recibir más tarde los que creyeran en él” (Jn. 7:38-39 NVI).

Toda esta obra del Espíritu no es algo que se da por separado, sino que es un trabajo integral y sobrenatural que hace en nuestros corazones.

  IV.        El andar en el Espíritu

Quizá alguno hasta este momento piense que hemos hablado sólo de cosas abstractas, sólo de teoría, pero la verdad es que el conocimiento de estas preciosas verdades bíblicas, y el meditar profundamente en ellas, es lo que transformará verdaderamente nuestra vida y nos hará ver todo con una perspectiva renovada. Es en el marco de todo lo que hemos dicho sobre el ministerio del Espíritu, sobre su presencia en su pueblo y su obra en los creyentes, que debemos entender las Palabras del Apóstol cuando dice: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. 17 Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gá. 5:16-17).

Vemos que aquí el Apóstol está escribiendo a una iglesia, es decir, a creyentes; sin embargo, los llama a no satisfacer los deseos de la carne, que es la naturaleza pecaminosa que hay en nosotros, y que se opone a Dios: “los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Ro. 8:7). Es decir, está diciendo que la carne todavía está presente en los creyentes, y que dará la batalla contra el Señor mientras estemos de este lado de la gloria.

La Escritura da una lista de obras de la carne (Gá. 5:19-21), que en ningún caso menciona todas y cada una de las cosas que nacen de la carne, pero sí nos da aquellos pecados característicos que a su vez agrupan a otros pecados. Son “tipos” de pecado. Lo que vemos en las obras de la carne es al hombre viviendo según sus deseos desordenados, buscando agradarse a sí mismo y su propia gloria, haciendo lo que quiere con su cuerpo, adorando y pensando como quiere, y dominando o deseando enseñorearse sobre otros ilegítimamente. Los que se caracterizan por vivir así, dice la Escritura, no heredarán el reino de Dios.

Si el Espíritu habita en una persona, entonces esa persona será impactada hasta lo más profundo, y llevará impreso en su vida el carácter de Dios. Es imposible que Dios viva en una persona, y que esa persona no sea transformada a su imagen. Algunos son más maduros que otros, algunos han sido más diligentes que otros en consagrarse y obedecer, pero todo verdadero cristiano exhibirá la obra del Espíritu en su vida, se caracterizará por una vida transformada por Dios, y eso es lo que se conoce como fruto del Espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza, y contra estas cosas no hay ley, ya que ellas mismas son la ley de Cristo impresa en el corazón de sus discípulos.

Ahora, ¿Se imaginan si Lázaro, después de que Cristo lo resucitó, hubiera salido del sepulcro solamente para saludar, y luego se hubiera vuelto a poner sus vendas inmundas y hubiera entrado de nuevo al sepulcro? Bueno, así de ridículo es recibir vida por el Espíritu, para luego satisfacer los deseos de la carne.

Por eso la Escritura advierte: “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz… y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8:5-6,8-9).

Es decir, pese a que la carne aún está presente en nosotros, el discípulo de Cristo no se caracteriza por vivir según esos deseos pecaminosos, sino por vivir de acuerdo con su nueva naturaleza, que ha sido creada en Él por el Espíritu Santo. El Apóstol se preocupa de que quede muy claro: si el Espíritu Santo habita en Uds., entonces Uds. no viven según la carne, sino según ese Espíritu. Esto concuerda con el testimonio de la Escritura: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

Por lo mismo, cuando la Escritura nos llama a ser llenos del Espíritu, no se refiere a revolcarse en el piso con los ojos blancos y emitiendo ruidos inentendibles, sino estar empapados de la Palabra de Dios, y que ella colme todo lo que somos; nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y emociones, nuestra voluntad y nuestras obras. Eso es tener la mente de Cristo.

Por tanto, vemos que la Escritura no nos expone a una visión derrotista, como si debiésemos resignarnos a andar en el barro del pecado debido a que la carne aún está presente en nosotros. Todo lo contrario, nos exhorta a andar en el Espíritu, lo que significa que no sólo ‘podemos’ vencer sobre la carne, sino que ‘debemos’ vencer. Tal es la guerra del discípulo de Cristo contra su carne, que la Escritura dice: “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gá. 5:24). El cristiano ejecutó su carne, y los frutos podridos que surgen de ella.

Nos anima a reaccionar con esta verdad: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (v. 25). Es decir, si el Espíritu fue el que te dio vida, entonces anda también en Él. De manera similar exhorta Romanos: “Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; 13 porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (vv. 12-13).

Entonces, tenemos que i) la carne aún mora en nosotros, pero ii) en el Espíritu tenemos el poder para hacer morir esa naturaleza de pecado, por tanto iii) no sólo podemos vencer sobre ella, sino que debemos vencer, y iv) el cristiano se caracteriza por esta vida de victoria sobre su carne, por medio del Espíritu, es decir, una muestra de lo que dice la Escritura: “Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 18 Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:17-18).

Imagino que tu mente en este momento debe estar llena de dudas, “¿Cómo puede ser esto así?, ¿De verdad es esto posible?, No creo que sea para tanto”. ¡Sacúdete esas dudas como si fueran cucarachas inmundas sobre ti! ¡Esto es para los que creen! Esto es para quienes se aferran a la Palabra de Dios y las atesoran más que al oro y la plata, toma esta Palabra y guárdala en tu corazón, afírmate a ella como se afirmaría un náufrago a las rocas, ¡Cree en las promesas de Dios, Él es poderoso y fiel para hacer conforme a lo que ha dicho!

¿Qué puedes decir para excusar tu vida de pecado? Si hemos recibido el Espíritu con que Cristo se levantó de los muertos, ¿Cómo seguir viviendo de la misma manera que los que están en tinieblas y ajenos a la vida de Dios? ¿Conoces a este Espíritu de Dios?, ¿Has sido transformado por su obra, de tal manera que puedes decir como el hombre de Juan cap. 9, “Lo único que sé es que yo era ciego y ahora veo” (Jn. 9:25)? ¿Has recibido ese Espíritu que te cambia de tal forma que ahora amas lo que Dios ama, y aborreces lo que Dios aborrece? ¿Qué domina en ti, la luz o las tinieblas, la vida o la muerte, la verdad o la mentira?

¡El Señor nos ha dado a un Ayudador que nos consuela y nos fortalece, sería un insulto rechazarlo y buscar algo que lo reemplace, ya que no hay consuelo, ni fortaleza, ni paz como la que el Espíritu puede darnos! ¿Dónde acudes para encontrar la fuerza para vivir cada día? Separados de Él nada podemos hacer, no podemos esperar vivir siquiera un minuto como debemos vivirlo, si no es por el poder que sólo el Espíritu nos puede dar.

¿Por qué hay tantos cristianos que parecen no tener vida, a los que hay que arrastrar como a sacos de cemento para que se muevan, que en su interior hay un silencio de muerte donde debería haber alabanzas al Dios del Cielo, en los que pareciera haber solo la oscuridad y el frío de una caverna donde debería brillar Cristo, y debería estar vivo el fuego de la presencia de Dios? La respuesta más obvia es que están muertos, no tienen el Espíritu, no reaccionan a la Palabra, no escuchan las exhortaciones ni los consejos, no elevan alabanzas ni oraciones al Señor, sino que recitan palabras muertas con la misma reverencia que escupirían una pelusa de sus bocas. ¡No hay vida en ellos!

Pero también puede ser que hayas apagado al Espíritu (1 Tes. 5:19). Es decir, lo tienes, pero has endurecido tu corazón por el pecado, te has permitido vivir en desobediencia y ser dominado por ella, de tal manera que el Espíritu está apagado, está allí, pero por un tiempo es como si no estuviera, estás vivo, pero languideces como un muerto.

¡Despierta, necesitas al Espíritu, no puedes vivir sin Él, sin su llenura! Es terrible ver a tantos cristianos derrotados ante su pecado, que a cada momento dicen: “yo sé que está mal, pero no puedo, es que Dios todavía no me cambia”. Hablan como si estuvieran solos en su lucha, como si Dios simplemente se dedicara a ser espectador y como si tuvieran que enfrentarse por sus propios medios contra el pecado. ¡Cuidado! ¿Estás acusando a Dios de ser mentiroso? ¿Estás culpándolo a Él de tu pecado? La Escritura dice: “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder” (2 P. 2:3). ¿Estás diciendo que esto no es verdad? ¿No nos ha dado su Espíritu para que por Él hagamos morir las obras de la carne? ¿Estás insinuando que su Espíritu es inútil? ¿No te ha dado Él los medios necesarios para que los uses y puedas vencer?

Hay dos opciones: o Dios se equivoca, o tú estás mal. Adivina cuál es la correcta. Si no tienes, es porque no pides. Si no encuentras, es porque no has buscado, si no se te ha abierto la puerta, es porque no has llamado. No me digas que estás preocupado por tu vida espiritual, si pasas horas y horas en redes sociales, viendo series en Netflix o en conversaciones sin sentido. No te quejes con el Señor, si no lo has buscado de veras.

No descansemos nunca hasta que sintamos y sepamos que [el Espíritu] habita en nosotros” J.C. Ryle. Si has creído en Cristo, alégrate y celebra, porque tienes un Ayudador que te consuela, te fortalece y te provee todo lo que necesitas para vivir en abundancia para el Señor. Es la presencia de Dios en ti, que estará contigo para siempre, de tal manera que puedes declarar por fe y confiado en la autoridad de la Palabra de Dios: “Cristo vive en mí”.