La Bendición de los Peregrinos (Sal.134)

 

Por la gracia de Dios, hoy concluiremos la serie de Salmos peregrinos que hemos llevado adelante junto a nuestro hermano Víctor Cifuentes. Damos gracias al Señor por cada uno de estos Salmos que no han capacitado para nuestro peregrinaje hacia la Nueva Jerusalén. De forma especial, doy gracias a Dios por cada una de las herramientas que Dios dispuso para llevar a cabo esta serie y por la aprobación de nuestros ancianos para realizarla. No olvidemos que estos Salmos se denominan cánticos de ascenso, pues eran las oraciones que los peregrinos elevaban al Señor en medio de sus tres fiestas anuales: la pascua, la fiesta de los tabernáculos y pentecostés. Hoy subiremos el último escalón de este viaje, una ruta que inicio en el Salmo 120 y culmina en este Salmo, el 134, el salmo de las bendiciones.

 

1.Una Bendición a Dios (vv.1-2)

En nuestra actual cultura se ha transformado en una costumbre dar bendiciones, usando la energía del universo o las buenas vibras se busca transmitir buenos deseos, se envían todo tipo de stickers señalando bendiciones por WhatsApp, astrólogos enviando bendiciones en programas de radio y TV, la gente busca bendiciones en gurús, en sacerdotes católicos e incluso en pastores evangélicos. Dichas bendiciones solo son palabras al aire si no están sustentadas en un poder que lleve a cabo dichas bendiciones. Hoy, estudiaremos que la bendición que verdaderamente transforma sólo tiene su origen en el Dios Hijo, en nuestro Señor Jesucristo.

Este Salmo inicia de la misma manera que el Salmo 133 con la palabra “mirad”, en aquel Salmo se nos invitaba a contemplar lo bueno y delicioso de la comunión entre hermanos, pero ahora el Salmista utiliza esta misma palabra para introducir el diálogo entre dos grupos de personas, los peregrinos que iban a adorar al templo en Jerusalén y aquellos que habitaban la casa del Señor. Los peregrinos están a punto de partir de vuelta a sus hogares, pronto se hallarán fuera de las puertas de la ciudad, contemplan por última vez a los guardas del templo, observan como brillan las lámparas de las cámaras que rodean el santuario, conmovidos, cantan su canción de despedida estimulando a quienes debían atender el lugar de reposo del Señor. Llaman la atención de los servidores del templo a que consideren el magnífico privilegio que poseen al vivir en el lugar donde se desarrollaba la adoración del antiguo pacto. Recordemos que muchos peregrinos venían de lugares muy lejanos, como Mesec y Cedar (Sal.120:5), ciudades que son un “tipo” de este mundo, en donde viven los aborrecedores de paz (Sal.120:6), en contraste, quienes ministraban en el templo vivían en Jerusalén, la ciudad de paz, cerca de la presencia especial del Señor. Por esa razón es que los peregrinos con voz de alerta y ánimo los invitan a recordar su prioridad como siervos del Señor: “bendigan a Jehová” (v.1).

Los sacerdotes debían poner sus tareas cotidianas en perspectiva, a pesar de lo cansado de la rutina del templo, en donde debían supervisar los sacrificios, preparar el altar, conservar el orden, vigilar el acceso por las puertas, mantener el aceite para el fuego de las lámparas, todo ese arduo y necesario trabajo no debían opacar sus prioridades: su máxima ocupación era con Dios mismo, eso es adoración, eso es bendecir al Señor. Es meditar en la grandeza, dignidad y obras del Altísimo derramando el alma en expresiones de reverencia.

Nosotros los peregrinos del nuevo pacto también tenemos la misma prioridad: bendecir y adorar a Dios. Esa es la actividad más alta a la que podemos aspirar en este siglo y en el venidero, ser adoradores del Dios verdadero es el oficio más excelso que podemos ostentar, pero, a diferencia de los adoradores del antiguo pacto, experimentamos mejores condiciones en nuestra adoración: “vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe.2:5)

Los creyentes del antiguo pacto requerían de una ciudad y un templo físico para bendecir a Dios, pero en el nuevo pacto, cada creyente es una piedra viva, que al reunirse con “otras” piedras vivas en cada la Iglesia local conforman el templo del Señor donde se adora en Espíritu y en verdad (Jn. 4:23). Esto es posible porque el arca de la presencia de Dios, su trono, su santo Espíritu, está en medio de nosotros. En el antiguo pacto los peregrinos no eran sacerdotes ni los sacerdotes eran peregrinos, pero los creyentes del nuevo pacto somos peregrinos (1 Pe.2:11) y sacerdotes (1 Pe.2:5), pues caminamos juntos a la nueva Jerusalén como un pueblo de sacerdotes. Los peregrinos del antiguo pacto ofrecían su alabanza por medio del sacrificio de animales (Heb.13:9-12), pero Jesucristo, nuestro sacrificio, único e irrepetible, ya ha sido ofrecido, por medio de él es que podemos ofrecer un sacrificio de alabanza que este en sintonía con Su sacrificio.

Es porque Cristo murió, resucitó y ahora vive en gloria intercediendo por nosotros que podemos ministrar como sacerdotes santos, él es la única y exclusiva causa que nuestras bendiciones asciendan al trono celestial. Sin él nuestras mejores obras de justicia son como trapo de inmundicia (Is.64:6), él purifica, perfuma y perfecciona nuestras bendiciones. Jesús, según Heb.13:15 es la razón de poder “ofrecer (ofrezcamos) siempre a Dios (por medio de él) sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre. Bendecir a Dios es el fruto de una transformación interior, es la evidencia de que la semilla incorruptible del evangelio (1 Pe.1:23) implantada en nuestros corazones por el Espíritu Santo ha germinado, revela nuestra identidad como árboles del Señor, manifiesta la autenticidad de nuestra fe, porque cuando en el corazón hay amor verdadero hacia Dios la alabanza aflora en nuestros labios sea cual sean las circunstancias, es cosa de mirar a Pablo y Silas, quienes como sacerdotes del Dios vivo, en medio de profundas aflicciones levantaron un altar de adoración en medio de la cárcel (Hch.16:25).

Es importante hacer la siguiente mención. Cuando las Escrituras nos muestran que Dios “bendice” a los hombres, éstos, son asistidos, fortalecidos o mejorados. Pero cuando nosotros bendecimos a Dios él no es ayudado, ni fortalecido ni mejorado. Nuestro Dios no es como los dioses de la mitología griega que si necesitaban la ayuda de la humanidad. Nuestro Dios nunca ha mejorado ni empeorado, él es inmutable, él en sí mismo es bendito. Pero si Dios, hipotéticamente necesitara algo, como, por ejemplo, saciar su hambre, como dice el Salmo 50:12 no le pediría nada al hombre, pues de él es el mundo y su plenitud. Cuando encontramos estos pasajes como el Salmo 134 o 103, que nos impulsan a bendecir a Dios, éstos, no designan un proceso que busca el aumento de la fuerza de Dios, sino que es una exclamación de gratitud y admiración, pues si él es la fuente de toda bendición lo más natural que debe brotar de nuestros labios es: ¡Eres bendito!

En la segunda parte del verso 1 se nos dice que los siervos del templo debían bendecir al Señor aún por las noches. Probablemente, era la instancia en donde la tentación de dejar de cumplir las respectivas obligaciones surgía con más fuerza. Durante las noches el cansancio se hace más palpable, los ojos pesan más, las energías decaen, pero el servicio dentro y fuera del templo era esencial. Lv. 6:8-12 muestra que el fuego encendido en el altar no se debía apagar durante las noches, en la mañana debía estar encendido y todo preparado para los sacrificios matutinos. Según Lv.9:24, dicho fuego fue encendido por el mismo Señor, por lo que era un símbolo de la santidad activa de Dios en medio de su pueblo, ese fuego no sería observado desde lejos como en el desierto, en la cima de una montaña o en una nube, sino que estaría en el altar en medio de la comunidad y la llama se mantendría viva para simbolizar la cercanía de Dios con su pueblo. Ningún sacerdote podía despreciar esta tarea como si fuera una nimiedad, el humilde rol de quitar las cenizas, poner madera nueva no era algo que denotara inferioridad, debían cumplir con su tarea diligentemente.

En el exterior también tenían mucho trabajo. Durante la noche los levitas debían montar guardia para impedir, en lo posible, que entrara lo impuro. Los centinelas eran puestos en grupos de 10 levitas al exterior y 3 sacerdotes al interior, en 24 puestos diferentes, por lo que en total habían 240 levitas y cerca de 30 sacerdotes al cuidado nocturno del templo. Cualquier vigilante que fuese descubierto durmiendo era azotado o sus vestidos eran quemados, por esta razón es que Ap.16:15 dice: “Bienaventurado el que vela y guarda sus ropas”. Debían estar atentos a cualquier evento nocturno que amenazara la integridad y pureza del templo.

De la misma forma, cuando se encumbra la noche sobre la Iglesia, el Señor siempre tiene a sus centinelas guardadores de su verdad alertas avivando el fuego de su presencia, con oraciones y alabanzas, bendiciendo al Señor. En las horas más oscuras, cuando el poder de las tinieblas se hace presente, el Señor siempre tiene a una porción de su pueblo vigilando. Él muchas veces hace que suframos santos insomnios por la casa del Señor, con el objetivo de verla plena, resplandeciente y santa. Esto no significa que haya un llamado a que no duermas exigiéndote vigilias esclavizantes, sino que, por diversas causas como una enfermedad, la atención de un familiar enfermo, una aflicción o el simple hecho de no poder dormir, el Señor te invita a transitar esas horas bendiciendo su nombre. No permitas que el tiempo de vigilia sea perdido u ocioso, sino que cuando otros esten durmiendo, por amor a Cristo y su reino puedas velar, teniendo la convicción del Apóstol Pablo “gastarnos por amor al pueblo de Cristo” (2 Co.12:15), ese es uno de los más grandes servicios que podemos hacer en esta vida. El Salmo 63:5-6 dice: “con labios de júbilo te alabará mi boca, cuando me acuerde de ti en mi lecho, cuando medite en ti en las vigilias de la noche”. El destino de la búsqueda del peregrino siempre termina en la presencia de Dios, esa es la vida de los bienaventurados: “en su ley medita de día y de noche” (Sal.1:2). No olvides esto, eres casa del Señor, y su casa sería llamada “casa de oración” (Lc.19:46), tanto de día como de noche eres sacerdote del Señor, no uses el tiempo nocturno para avivar tus pecados, vive avivando el fuego de su presencia. Y recuerda esto, siempre hay uno que vive, tanto de día como de noche vigilando e intercediendo por tí, velando para que seas conformado a su imagen, Jesús, nuestro sumo sacerdote quien “no se adormecerá ni se dormirá” (Sal.121:4) guardando a su Iglesia. Nuestros desvelos son por aquel que vela por nosotros.

En el verso 2 los peregrinos animan a los servidores del templo a bendecir al Señor alzando sus manos hacia el santuario, hacia la presencia de Dios, similar a como oraba Daniel abriendo sus ventanas que daban hacia Jerusalén estando en Babilonia (Dan.6:10). Era una señal corporal de gratitud, pero también, un poderoso símbolo de rendición, dependencia y esperanza en el Señor. Al levantar las manos estamos diciendo que no estamos aferrados a esta tierra, sino que nuestro lugar de pertenencia está en las cuidadosas manos de nuestro buen Dios. Es una señal corporal de lo que pasa en nuestro espíritu, ofrecemos nuestro corazón al Señor, Lam.3:41 lo dice de una forma muy hermosa en la versión LBLA: “alcemos nuestro corazón en nuestras manos hacia Dios en los cielos”. Dios, a través del Salmista, está instalando un modelo de adoración a través de los sacerdotes, debían bendecir a Dios en sus cuerpos y en sus espíritus, los cuales son del Señor (1 Co.6:20), nosotros tenemos la misma consigna. En nuestros cuerpos se exteriorizan los deseos pecaminosos de nuestro corazón, pero también, con nuestro cuerpo servimos al Dios vivo (Rom.12:1), en nuestros miembros libramos una batalla contra los deseos de la carne (1 Pe.2:11) y el deseo de nuestro Señor es que todo lo que haga nuestro cuerpo, sea digno de él, ese es un culto racional (Ro.12:1).

Quizás en el pasado cantaste la famosa canción: “levanto mis manos”. En donde prácticamente toda la congregación caía en un trance, la canción declaraba que al levantar las manos las cargas se irían, pero tristemente esto se prometía sin la acción de la Palabra de Dios, la única que nos puede fortalecer. El problema de ese tipo de canciones es que están centrados en el “yo”, son demasiados antropocéntricas. Esos malos ejemplos, no deben impedir que elevemos nuestras manos al cielo en medio de las alabanzas, tampoco estoy sugiriendo que obligatoriamente debamos levantar nuestras manos cuando bendecimos al Señor, sino que es un acto legítimo de adoración, pero que inicia en nuestros corazones. El Apóstol Pablo en 1 Tim.2:8 dice: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda”. Pablo no centra la adoración en un lugar específico o en una postura en particular, está interesado en dar instrucciones sobre la disposición correcta del corazón. Está describiendo a un pueblo sin ira ni contienda, que ha hallado la paz, que ha sido reconciliado con Dios y los hombres por medio de Cristo, ese es el pueblo que bendice a su Dios.

Los sacerdotes del antiguo pacto levantaban sus manos en adoración bajo la dirección del sumo sacerdote, nosotros lo hacemos unidos bajo la guía del perfecto sumo sacerdote Jesucristo, quien traspasó los cielos abriéndonos paso al lugar Santísimo, a un templo más amplio, más perfecto, no hecho de manos, no de esta creación, para que podamos ofrecer una mejor adoración. Los animales sacrificados del antiguo pacto eran víctimas involuntarias, pero Jesucristo se ofreció a sí mismo voluntariamente, sufriendo torturas indecibles para venir a ser nuestro Sumo Sacerdote y él ser el medio por el cual podemos bendecir a Dios.

 

2.La Bendición de Dios (v.3)

Ahora, se invierten los papeles, toman la palabra los sacerdotes bendiciendo a los peregrinos antes de su partida. Es un acto apropiado para dar conclusión a esta colección de 15 salmos, es un final glorioso para el fin de este viaje. Esta bendición viene de Sión, el lugar de la presencia de Dios, fuente de toda bendición, de donde emana vida eterna (Sal.133:3). Esta bendición es una condensación, un resumen de la bendición sacerdotal: “Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz”. (Núm. 6:24-26). Los peregrinos estimularon a los sacerdotes a levantar sus manos en adoración hacia el santuario, pero ahora, los sacerdotes levantan sus manos bendiciendo a los peregrinos.

Estos servidores eran conscientes que eran simples heraldos del Señor que pronunciaban la bendición, pero no podían otorgarla. Dios, el ser supremamente bendito, era el benefactor de esta bendición, quien prometía suplir las necesidades físicas de los peregrinos, guardarlos de regreso a casa en medio de los diferentes peligros del camino, tendrían la bendición de contemplar el rostro iluminado de aprobación del Señor, experimentando diariamente su presencia, teniendo perdón de pecados y paz. Meses más tarde tendrían que volver a subir a Jerusalén, nuevamente ofrecerían un animal sin defectos por sus pecados y recibirían nuevamente esta bendición, la cual era real pero condicional, porque el peregrino debía cumplir ciertos requisitos para ser bendecidos: debían oír, guardar y poner por obra los decretos del Señor (Dt.7:12-13, 28).

Pero nosotros, los peregrinos del nuevo pacto, ¿Qué tipo de bendición hemos recibido? Efesios 1:3 dice: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”. El bendito Padre, envió a su bendito Hijo para bendecirnos con toda bendición espiritual. ¿Cuáles son estos vastos beneficios que han recibido todos aquellos que están en Cristo? Sin duda, son cientos de bendiciones, pero principalmente el haber sido escogidos en el Amado, obteniendo redención, perdón, gracia, ser sellados su Espíritu siendo declarados hijos y coherederos de las promesas (Rom.8:17), ¿acaso no es esa la bendición más extraordinaria que hemos recibido? Medita en lo siguiente, bendecir a Dios es reconocer agradecidos lo que Él es, pero para que él nos bendijera tuvo que convertir y rehacer lo que éramos, nosotros estábamos muertos en delitos y pecados (Ef.2:1), pero Cristo por medio de su Espíritu Santo nos revivió concediéndonos la bendición de la cual carecíamos: conocer su bendito Evangelio. En Cristo nuestro mayor problema ha sido resuelto, el problema del pecado y la condenación, por eso es que él es nuestra más grande bendición, pero para que esto se hiciera realidad era necesario que él nos redimiera de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición para que en él la bendición de Abraham nos alcanzase por medio de la Fe (Gál. 3:13-14). Somos bendecidos por Dios porque Cristo se hizo maldito en la Cruz cargando sobre sí nuestros pecados, en el calvario nuestro Señor tomo la copa amarga de maldición de la ira de Dios para que nosotros recibamos la copa de la salvación, la copa de bendición que es su perfecta justicia (Sal.23:5; 1 Co.10:16). Así, la bendición dada a Abraham se establece como un río de gracia que continua su curso sin fin hasta hoy y que continuara fluyendo por los siglos de los siglos en la eternidad, es un río abundante, refrescante, fructífero, profundo, gratuito y libre para todos.

A diferencia de la bendición sacerdotal del antiguo pacto la bendición de Cristo no es condicional, es incondicional, pues depende del impecable desempeño del perfecto Hijo de Dios, no del nuestro, ¡GLORIA A DIOS POR ESO! Por el poder redentor de Cristo esta bendición ha sido derramada en nuestros corazones y no es una bendición superficial o pasajera como la que el mundo y los hombres dan, sino que es una bendición transformadora, que ahora yace arraigada en lo más profundo de nuestro ser, es inalterable, cimentada en la inmutable gracia de Dios. Por lo tanto, (esto es maravilloso) Cristo se constituye como el punto neurálgico en el universo por quien fluyen todas las bendiciones, pues sólo “por medio de él” podemos bendecir a Dios, y sólo “en el” podemos ser bendecidos por Dios, nuestras bendiciones suben al trono de la gracia por los méritos de Cristo y bendiciones descienden a nuestras vidas por sus méritos, eso es glorioso, pues en su persona se están reconciliando todas las cosas (Col.1:20).

La bendición que recibimos no es la del cualquiera, es la bendición del creador de los cielos y la tierra (v.3). ¿Somos conscientes del poder que nos bendice? Cristo, en quien fueron creadas todas las cosas (Co.1:16) se ha empeñado en bendecir tu vida no con “alguna” bendición, no con una bendición “parcial”, sino con “toda” bendición espiritual. Su bendición es completa, suficiente y poderosa, la efectividad de su bendición está cimentada en la infinita capacidad del Dios creador. Contempla el mundo, mira a la creación, es un espejo en donde podemos ver el poder ilimitado de nuestro Señor. Te has preguntado alguna vez ¿Por qué es que el universo es tan grande? Es para mostrarnos su grandeza, poder y sabiduría, por lo tanto, un Dios que es lo suficientemente grande para crear este mundo, y aún hacer que funcione, es lo suficientemente capaz de bendecirte hoy.

Es verdad, nosotros no contamos con la bendición del estado, no poseemos la bendición de benefactores como Elon Musk, Bill Gates o Farkas, no tenemos la bendición papal del vaticano con su urbi et orbi, donde se “bendice” a la ciudad de Roma y al mundo, ni la de un superapóstol, ni un astrólogo, tampoco somos favorecidos con la bendición de tantas ideologías que prometen cielo nuevo y tierra nueva, pero quien nos bendice si tiene el poder para recrear todas las cosas y hacerlas nuevas, él como Padre amoroso ha prometido que nunca te dejará ni desamparará (Sal.94:14). El que tiene el poder para crear el universo también tiene el poder para bendecirte guardándote sin caída hasta el día final (Jud.1:24).

La bendición de Cristo es recibida por fe, pero es preciso recordar lo siguiente, algo que aprendimos de nuestro Ps. Álex hace unos meses acerca de la lucha de Jacob con el ángel en Peniel. Has sido bendecido en Cristo con toda bendición espiritual, pero también has sido capacitado para luchar y perseverar en la búsqueda de las bendiciones de Dios. Con reverente osadía lucha legítimamente por la bendición del triunfo sobre el pecado, por la bendición de ser limpiado más y más por su Palabra y la acción de su Espíritu de Gracia, lucha por la bendición de ser conformado más y más a la imagen de Cristo, lucha por la bendición de bendecir más a tus hermanos con un más excelente servicio, lucha por bendecir a tu Señor con una mejor adoración. No luchamos simplemente por tener más bendiciones, sino para que el bendecidor, el benefactor de nuestras almas esté en el centro de nuestras vidas. Este Dios bendecidor ha prometido galardonar a los que le buscan (Heb.11:6), por la fe creemos que en el futuro todas las bendiciones prometidas serán consumidas y nuestro Señor dirá: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” (Mt. 25:34).

Al terminar cada culto nosotros no recibimos la bendición sacerdotal como sucedía Antiguo Pacto, pero sí recibimos la bendición apostólica: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén” (2 Co.13:14)

Es una mejor bendición, pues es dada en un mejor pacto, donde se revela en plenitud la obra de Cristo y su evangelio. Debido a su fórmula trinitaria, esta es la más rica bendición que podemos hallar en todo el Nuevo Testamento. Inicia hablándonos de la gracia de nuestro Señor Jesucristo, quien se humanó para bendecirnos con su perfecta vida de obediencia, cumpliendo la ley para comprar la gracia para su pueblo. En segundo lugar, se nos bendice con el amor de Dios Padre, quien por amor a nosotros puso a su Hijo en el Calvario, para que por medio de su muerte conozcamos el tipo de amor que habita en la trinidad, este amor ha sido derramado en nuestros corazones (Rom.5:5) y nos declara hijos de Dios (1 Juan 3:1). Finalmente, se nos bendice con la “comunión del Espíritu”, que nos recuerda la bendición de que su Espíritu vive en nosotros, el sello de nuestra redención, dicha comunión espiritual es solo fruto de la resurrección y ascensión de nuestro Señor, pues él nos dejó un consolador de su mismo tipo para experimentar la comunión con la trinidad y su pueblo.

No menospreciemos ni ignoremos los tesoros de esta bendición, pues en ella se condensa el nacimiento, obra, muerte, resurrección y ascensión de nuestro Señor Jesucristo, pues esa es la bendición que necesitamos escuchar día a día para vivir en este mundo, en esta bendición alcanzamos mejores promesas.

 

3.La bendición eterna  

Los peregrinos han terminado su travesía hasta Jerusalén, empiezan a despedirse del templo, de los sacerdotes, pero también de sus hermanos. Pasarían meses para volver a reencontrarse en la siguiente fiesta. Nosotros los peregrinos del nuevo pacto tenemos la bendición de reunirnos como mínimo 52 veces al año en el día del Señor, es algo que deberíamos valorar con suma urgencia, pues es lo más parecido que podemos experimentar en la tierra con relación al cielo, porque el cielo es un eterno día del Señor. La Nueva Jerusalén aún no ha descendido, pero en este día, en la reunión del santo sacerdocio de Dios nos unimos al coro que adora ante el trono celestial, al cual tenemos acceso por el camino nuevo y vivo, abierto por Jesucristo. Para experimentar esta preciosa bendición no es preciso que tomemos rutas peligrosas, ni invertir días en un peregrinaje. A diferencia de cristianos de otras naciones, donde la fe es perseguida, tenemos el privilegio de ofrecer culto a Dios en libertad, incluso aquí, en un parque medio escondido de la comuna de la Florida. Pero al final de cada culto, al concluir cada día del Señor, nos separamos para adorar a Dios en medio de nuestra cotidianeidad semanal, pero llegará un día en que ya no nos separaremos más y seremos objetos de la bendición eterna de Dios, donde le diremos adiós a las despedidas.

Al igual que estos peregrinos del antiguo pacto, un día, nuestro peregrinaje acabará, llegaremos a la Nueva Jerusalén, la ciudad celestial, la ciudad de Dios, en donde la prioridad del pueblo de Dios seguirá siendo el mismo que a lo largo de toda su historia, adorar y bendecir al rey eterno: La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y la honra y el poder y la fortaleza, sean a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén” (Ap.7:12)

Actualmente, nuestra bendición a Dios es obstaculizada por el pecado, pero en el cielo, nuestra adoración no será afectada por el lastre del pecado, bendeciremos al Señor en una unidad perfecta. Ahora mismo, sentimos los efectos del pecado remanente en nuestras vidas, nos cansamos, tenemos hambre, sed, quizás te sientes incomodo por el arduo calor, pero allá tendremos cuerpos bendecidos por Dios, seremos perfectos como Cristo es perfecto (1 Juan 3:2), la batalla en nuestros miembros habrá acabado. Dios mismo se convertirá en el fin de todos nuestros deseos, lo contemplaremos eternamente, lo amaremos y bendeciremos sin posibilidad de cansarnos. En esta vida deambulamos, de hecho, mientras digo alguna de estas palabras más de alguno está divagando en sus corazones dejando de adorar al escuchar la Palabra, sin embargo, toda actividad que hagamos en el cielo será un perfecto acto de adoración, la comunión será completa e ininterrumpida con el Padre, el Hijo, el Espíritu y con el pueblo del Cordero.

Ya no precisaremos ser exhortados para bendecir a Dios o a levantar nuestras manos, nadie nos rogará o amenazará para adorarle, porque precisamente seremos hechos para proclamar bendiciones eternas al Cordero. La adoración no estará restringida por un horario, condiciones políticas ni sociales, sino que la adoración impregnará nuestras vidas, siendo estimulados a servir al Rey Siervo por los siglos de los siglos. No tendrás jamás que pedir perdón a Dios o a tus hermanos, serás impecable, nada arruinara la comunión de la bendición eterna.

El Salmo nos invitaba a velar bendiciendo a Dios en medio de las noches, pero en la Nueva Jerusalén no habrá más noche (Ap.21:25), pues Cristo habrá vencido todo lo que se oponga a su luz admirable, allá no será necesario vigilar las puertas del templo, porque allá: “No entrará cosa inmunda, abominación o mentira, sino solamente los (redimidos) los que están escritos en el libro de la vida del Cordero (Ap.21:27). La muerte no volverá a separar al pueblo de Dios en uno triunfante y en otro militante, la barrera de la muerte nunca más existirá pues será arrojada en el lago de fuego (Ap. 20:14), y cantaremos la canción de victoria: ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Co.15:55). Como un animal que ha perdido su aguijón, la muerte ya no tendrá efecto sobre nosotros, cumpliéndose que ni la muerte nos podrá separar del amor de Dios (Rom.8:38-39).

Debemos dejar de pensar o vivir como si el cielo fuera un mito, un ideal imposible o una reunión fatalmente aburrida. Debemos contemplar la ciudad de Dios como lo que es: el reino para el cual hemos sido hechos. Si vivimos de esa manera, estaremos preparándonos para la vida venidera con un gozo y expectación contagiosa.

Fil.3:20 nos dice que ya somos ciudadanos de la nueva Jerusalén, ya pertenecemos a esa ciudad, pero aún vivimos en Mesec y en Cedar, aún somos peregrinos aquí en Babilonia a la espera de que el Señor nos llame a nuestra patria Celestial. Mientras tanto, la bendición que entonamos a Dios es un anticipo de la bendición eterna que por gracia aprendemos a entonar y que en gloria seguiremos proclamando. Un día llegaremos a la ciudad de Dios y nunca más nos volveremos a ir de allí, nunca más nos volveremos a separar, pero lo que hará que el cielo sea la bendición eterna no son solamente estas preciosas cosas, sino la presencia misma del Cordero, de nuestro bendito Salvador, imagínate estar con él para siempre, contemplarlo cara a cara, hablar con él, bendecirlo, abrazarlo, comer y reír con él, esa es la verdadera bendición de los siglos.