Ríos de agua viva
Domingo 2 de octubre de 2016
Texto base: Juan 7:37-52.
En el mensaje anterior, vimos que el Apóstol Juan nos lleva nuevamente a revisar una situación ocurrida en una fiesta, esta vez la de los tabernáculos.
En primer lugar pudimos ver la trágica incredulidad del hombre, demostrada de varias formas. Una manifestación especialmente triste de esta incredulidad estuvo en los hermanos de Jesús, quienes lo desafiaron burlonamente a darse a conocer en la fiesta, insinuando que ansiaba popularidad y poder. Ellos estaban en una posición privilegiada, desde pequeños habían visto a Jesús en el ambiente más íntimo, el de la familia. Allí habían podido ver cómo Jesús era incomparable, la gracia de Dios se manifestaba de manera poderosa en Él, y era perfecto y santo en todo lo que hacía. Pero con un tono que nos recordó a los hermanos envidiosos de José, demostraron que no creían en Él.
También se destacó la trágica incredulidad del pueblo. Pese a que Jesús había venido para darles vida y salvación, ellos no pudieron reconocerlo. Su única esperanza, y su único camino al Padre estaba frente a sus ojos, y no lo reconocieron. A lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron, ya que amaron más las tinieblas que la luz.
Y una tercera muestra de la trágica incredulidad del hombre se vio en los líderes religiosos. Ellos eran los encargados de guiar al pueblo hacia Dios, de pastorear sus almas, pero lo único que hacían era dominarlos a través del miedo, y hacer todo lo posible para conservar el poder que tenían, y conseguir más. Ni siquiera les interesaba realmente si Jesús era el Cristo, ellos sólo querían gloria y honor para sí mismos, y eliminar cualquier amenaza que pudiera poner en riesgo su posición. Por eso querían matar a Jesús.
Estos líderes religiosos creían saber muy bien quién era Jesús, pero la verdad es que no sabían quién era, de dónde había venido, quién lo había enviado, por qué y para qué había venido, e ignoraban a dónde iría. En resumen, no sabían nada de Cristo.
Cristo una vez más es presentado como el enviado del Padre, y su obediencia fue perfecta en todo, hasta en los más mínimos detalles. Hizo todo en el tiempo justo en que debía hacerlo, Cristo no vino al mundo ni un segundo antes ni uno después de cuando tenía que venir. No dijo ni una palabra más ni una menos de la que tenía que decir, entregó su vida justo cuando debía hacerlo, y resucitó cuando estaba señalado que debía suceder. Todo el ministerio de Cristo es perfecto incluso si lo tuviéramos que medir con un reloj.
Además todo lo que enseñó es lo que el Padre le dio, su doctrina, su enseñanza, sus Palabras, todo lo que dijo fue aquello que el Padre le mandó que dijera. Había venido al mundo para exaltar el nombre de su Padre, y volvería a su gloria una vez que cumpliera todo lo que su Padre le había ordenado.
En esta oportunidad continuaremos revisando lo que enseñó Jesús en esa fiesta de los tabernáculos, y cómo reaccionó la gente ante su enseñanza. Sus palabras causarían impacto como ninguna otra dicha antes, y quedaría claro una vez más que Él es el enviado del Padre para dar vida al mundo.
I. La sed y la fuente
Se trataba del último y gran día de la fiesta. Como dijimos en el mensaje anterior, esta festividad se celebraba aprox. en lo que hoy es el mes de octubre, y que recordaba el tiempo en que los israelitas realizaron su viaje por el desierto siendo sostenidos por Dios.
Pero hay un dato que nos va a aclarar por qué Jesús dice lo que dice en este pasaje. Esta fiesta de los tabernáculos, con el tiempo, fue tomando una connotación especial, que no está específicamente ordenada en la ley de Moisés, donde se estableció esta fiesta. En el tiempo de Jesús, los judíos hacían énfasis en que el Señor les había provisto de agua en el desierto, y aprovechaban de agradecer por la provisión de agua (lluvia) para sus cosechas.
Entonces, esta fiesta era conocida por un rito especial que se hacía con agua: Se tomaba una jarra de oro, y se llenaba con agua del estanque de Siloé. El sumo sacerdote la llevaba, liderando una procesión hacia el templo, al que entraba por uno de los pórticos mientras se tocaban las trompetas shofar. Luego rodeaba el altar llevando la jarra con agua, mientras se cantaba el Hallel (Salmos 113 al 118). Después todos gritaban “¡Den gracias al Señor!” 3 veces, y el agua era ofrecida al Señor al momento del sacrificio de la mañana, siendo derramada junto con un recipiente con vino. Este rito con agua llegó a ser tan importante para los judíos, que pensaron en muchos detalles para embellecer la procesión, tanto así que es descrito por rabinos como una de las fiestas más bellas, y el rito de agua se transformó en lo más distintivo de la fiesta de los tabernáculos.
Toda esta ceremonia con agua tenía un significado doble para los judíos: por una parte, agradecían al Señor por la provisión de agua, y por otra recordaban la promesa de la venida del Espíritu en los últimos días. Con esto esperaban la era del Mesías, donde el agua fluiría de la roca sagrada.
Es en este contexto, en el último y gran día de la fiesta, donde Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Sin duda estas palabras nos recuerdan la conversación que el Señor Jesús sostuvo con la mujer samaritana, y es un buen momento para recordar lo que se explicó en esa oportunidad: no se trata de cualquier sed. Como seres humanos, naturalmente ansiamos cosas. Tenemos necesidades físicas que si no satisfacemos adecuadamente, podemos enfermarnos gravemente o morir. Pero nuestra alma también tiene sed, desea fervientemente que sus deseos sean satisfechos.
Lamentablemente, el pecado que hay en nosotros contamina nuestros deseos, y se ven teñidos de maldad. No deseamos sanamente, ni buscamos la fuente que debemos buscar, sino que codiciamos, no estamos contentos con lo que tenemos y ardemos de deseos por cosas materiales, por personas o por placeres buscando que calmen la sed de nuestra alma. Tenemos sed de muchas cosas: sed de ser exitosos, de ser prósperos, sed de bienestar material, sed de placeres, sed de momentos agradables, sed de reconocimiento, sed de aprobación social; en fin, sed de muchas cosas que si son buscadas como el objetivo máximo, sólo esconden vanidad y destrucción.
Pero en este pasaje no se habla de cualquier sed. No se trata simplemente de querer algo, de querer cualquier cosa. En estos pasajes se nos habla de la sed del Señor, de la única sed que puede ser satisfecha realmente, de la única sed que nos conduce a la vida verdadera, que nos empuja con desesperación hacia esta fuente de vida eterna. No es sólo ansiar algo bueno: es ansiar a Cristo. No es sólo querer estar bien, sino querer ser encontrados en Él, cubiertos por su manto de justicia, saciados de su misericordia, alumbrados por su perdón. No es sólo querer paz, es querer SU paz, la paz que Él vino a traer, la reconciliación con el Señor.
La sed de la que habla Cristo “significa ansiedad del alma, convicción de pecado, deseo de perdón, de tener la conciencia en paz. Cuando un hombre siente sus pecados y anhela perdón, es profundamente sensible de la necesidad de su alma y desea fuertemente auxilio y alivio” (J.C. Ryle). La persona que se encuentra en esta situación, tiene un estado mental que puede llamarse sed de Cristo, y es una obra sobrenatural del Espíritu Santo, que es quien convence de pecado. Es esa sed la que lleva a la vida eterna.
Y que el Señor ejemplifique nuestra necesidad de Él con la sed no es casualidad. La sed es una necesidad apremiante, urge por ser satisfecha, comienza a molestarnos hasta que no podemos hacer otra cosa sino darle atención, si permanece por mucho tiempo comienza a estorbar nuestros pensamientos y en lo único que podemos pensar es en agua fresca.
El peor estado en que se puede encontrar nuestra alma es no tener sed de Cristo, y buscar ser saciados en otra fuente. Una prueba clara de la caída del hombre es su indiferencia y su descuido sobre el estado de su alma. La mayoría de la gente vive inconsciente, sin reflexionar sobre su relación con Dios, sobre la vida que están llevando, sin preocuparse de agradar a nadie más que a sí mismos y de satisfacer sus necesidades físicas y sus instintos. La frivolidad es un mal muy extendido en nuestros días, las personas son superficiales y se jactan de ser livianos en sus pensamientos y de ser simplones en su visión de la vida. Para ellos sólo existe lo que agrade sus sentidos, se evaden de la realidad con alcohol, drogas, pornografía, sobredosis de entretenimiento, televisión, películas, salidas recreacionales, en fin, se llenan de cosas que los hacen pensar que están viviendo, pero en realidad los están distrayendo de la verdadera vida, que sólo se encuentra en Cristo.
“El principio del cristianismo es descubrir que somos pecadores culpables, vacíos y necesitados. Para ser salvo, necesitamos darnos cuenta de que estábamos perdidos. El primer paso para el Cielo es creer que necesitábamos el infierno” (J.C. Ryle).
Y muchas veces no nos damos cuenta, pero ansiamos lo que sólo el Señor puede darnos. Como dijo Agustín de Hipona, “nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti”. Él ha puesto la eternidad en nuestros corazones, buscamos ser saciados, buscamos aquello que sólo el Señor puede darnos, pero lo buscamos en lugares incorrectos, en aquello que no sacia. Por eso el alma puede estar en esta búsqueda sin saber bien qué busca, hasta que es confrontada con la Palabra viva del Señor, y allí se da cuenta que es eso lo que estaba buscando, ansiando con todo su ser.
Esa agua viva es Cristo mismo, es la salvación que encontramos en Él, es la vida verdadera que sólo Él puede darnos, es la comunión con Él, su presencia, su amor en nuestra vida; Él es esa fuente de agua fresca que nunca se agota, que puede saciar nuestra sed. Si lo encontramos a Él, si bebemos de esa agua viva, fresca, que salta para vida eterna, sabremos que no debemos seguir buscando, sabremos que no debemos ir a otras fuentes, ya que sólo en Él está el agua viva, sólo en Él podemos estar saciados, podemos estar satisfechos y no hay nada más que pueda calmar nuestra sed verdaderamente.
Los judíos, entonces, estaban celebrando esta fiesta de los tabernáculos en la que agradecían al Señor por el agua que Él había provisto, y le pedían que siguiera proveyendo para la cosecha. Ellos habían hecho el rito del agua cada día, y era quizá la imagen más potente que esta fiesta dejaba en sus mentes. Pero Jesús les estaba haciendo saber que esa agua no era más que una sombra. Les estaba aclarando que es Él el agua que necesitan, que es Él la fuente donde pueden saciar todas sus necesidades espirituales, y que en ninguna otra parte su sed podrá ser apagada.
Hoy se alzan muchas voces hablando de la necesidad de cuidar el agua, anuncian catástrofes relacionadas con la escasez de este líquido, e incluso se atreven a afirmar que las próximas guerras mundiales serán por el agua. Pero Cristo es la fuente de agua viva inagotable, puede aliviar a todo aquel que venga, y no se agota, sino que puede aliviar a incontables multitudes más. Es una fuente de agua viva que salta para vida eterna, y que fluye constantemente sin enturbiarse ni acabarse jamás.
Él es la fuente de vida, que alivia nuestras almas sedientas. Venir a Él para beber es creer, y creer en Él es venir. Las dos acciones son hermanas, no se puede entender una sin la otra.
¿Adónde vas cuando tienes sed? ¿Dónde buscas ser saciado? ¿A qué fuente acudes para satisfacer tu necesidad? Cuando te sientes solo, cuando estás angustiado, cuando te ves en aprietos, cuando quieres escapar del vacío y del sinsentido de la vida, ¿Adónde vas? ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a Cristo sediento de estar con Él, de disfrutar su comunión, de ser aliviado de tus cargas y de tu pecado? Sólo el Señor puede saciarte, sólo Él es la fuente de agua de vida, sólo Él puede darte esa agua que te saciará verdaderamente, una vez que la bebas encontrarás la verdadera paz para tu alma. ¿Tienes sed del Señor? ¿Ansías su presencia, ansías sus favores, su mano, su rostro resplandeciendo sobre tu vida? ¿Anhelas su mano misericordiosa, su perdón, su consuelo, su paz; o prefieres la que el mundo ofrece?
No seas como el pueblo rebelde de Israel, de quien el Señor dijo: “Dos son los pecados que ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jer. 2:13). Si cavas tu propia cisterna, tu sed permanecerá, sólo en el Señor está la fuente de agua viva, sólo allí puedes encontrar esa agua fresca, ese manantial que salta a borbotones para vida eterna.
Los santos de todas las edades son los que han venido a beber de esta fuente sedientos, y han sido aliviados. Hicieron a un lado su confianza en sí mismos, reconocieron su necesidad, escucharon las buenas nuevas y vinieron a Cristo. Estos dos pasos son los primeros en el camino al Cielo: 1) sentir la culpa del pecado y tener sed, y 2) venir a Cristo en fe y arrepentimiento.
Cualquier otra fuente que ofrezca calmar nuestra sed, que ofrezca dejar a nuestra alma saciada y satisfecha, no es más que veneno mortal. ¡No bebas esa agua! Sólo Cristo y nada más que Cristo es esa agua viva que llenará nuestro ser, que saciará nuestra sed para siempre, que dejará nuestra alma satisfecha. Él es la fuente de la vida eterna, y si nos acercamos a esta fuente a beber de su agua fresca, en nosotros mismos vivirá Cristo, brotará esa fuente de agua viva.
II. Ríos de agua viva
A esta hermosa invitación que Jesús hace a los sedientos, agrega una promesa: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (v. 38). Aquí se da una hermosa paradoja: los que vienen sedientos y con fe a beber de Cristo, la fuente de agua viva; luego ellos mismos se convierten en fuentes de las que brotan ríos de agua viva. Sólo Él puede hacer que un valle de huesos secos se transforme en un ejército vivo que proclame su nombre.
Quien venga a Cristo no sólo será abundantemente saciado, sino que se transformará en una fuente de bendición para que otros puedan ir a Cristo y ser aliviados. Y la palabra que aparece en el griego para decir “de su interior”, se refiere a lo más profundo de nuestro ser.
Y con todo esto el Señor se estaba refiriendo al Espíritu que iban a recibir quienes creyeran en Él. Ese Espíritu no realiza un lavado simplemente externo. No se ocupa sólo de lo de afuera. Si nuestro problema fuera externo, el Espíritu simplemente podría habernos limpiado el cuerpo, o nos podría haber embellecido. Pero nuestro problema es nuestra naturaleza de pecado, lo que está incrustado en lo más profundo de nuestro ser. Por tanto, el Espíritu nos impacta hasta lo más hondo, nos cambia desde dentro, desde el núcleo mismo de lo que somos.
El Espíritu Santo obra un cambio radical en nosotros, que nada ni nadie más puede hacer: hace que el pantano podrido de nuestro corazón, lleno de monstruos y de fetidez, oscuro y sombrío, se transforme por completo, de tal manera que ahora no es un pantano sino una fuente de la que fluyen ríos de agua viva.
Todas las religiones humanas nos hablan de cómo el hombre trata de reformarse y de lavarse a sí mismo. Todas tienen ritos de purificación, donde la gente se lava en el agua física y se dice que con eso quedan limpios espiritualmente. Otros se autoflagelan, se hacen heridas de distinta gravedad, podemos verlos sangrando y con caras llenas de expresiones terribles, y piensan que con eso se están haciendo puros o más aceptables delante de Dios.
También tenemos formas modernas en que la gente intenta purificarse y reformarse. Pero no lo hacen para ellos mismos, porque se adoran, ellos mismos son su dios. Y se purifican con pensamientos positivos, confesando que son fuertes, que ahora vivirán distinto simplemente porque se lo proponen y cambian su forma de pensar. Se convencen de que son fuertes y de que su felicidad es una decisión que ellos mismos deben tomar, pero sólo encuentran una sonrisa falsa, una felicidad hueca y superficial, y vidas completamente vacías, sólo que ahora tienen la obligación de declarar todos los días que son unos ganadores y que son felices.
Pero ninguna cosa, ningún ser, absolutamente nada creado puede transformarnos. Sólo el Espíritu de Dios puede cambiarnos radicalmente, hacer que pasemos de muerte a vida y que nuestro pantano podrido se transforme en una fuente de la que fluyen ríos de agua viva.
Cristo dijo: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. 20 Estas cosas son las que contaminan al hombre” (Mt. 15:19-20). Eso es lo que brota naturalmente de nuestro corazón. Sin el Espíritu Santo, eso es lo que fluye del interior del ser humano. En ese grupo de corazones en tinieblas también nos encontrábamos nosotros, como dice la Escritura: “Porque nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros” (Tit. 3:3).
Sólo una obra sobrenatural del Espíritu, un milagro del Todopoderoso puede hacer que de ese corazón, ahora broten ríos de agua viva. Sólo el Espíritu puede hacer que los sedientos miserables y desesperados se transformen en fuentes de alivio para otros. Y esta obra sobrenatural es comparable al poder que fue ejercido en la creación: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6). Por esto se dice que quien está en Cristo, es una nueva creación.
Y este Espíritu que obra este milagro, es el que reciben quienes creen en Cristo. El texto dice que aún no había venido, porque Jesús no había sido aún glorificado. Esto no significa que el Espíritu no estuviera presente antes de la glorificación de Jesús. El Espíritu está presente desde el instante de la creación, cuando se movía sobre la faz de las aguas. También ha estado presente en el pueblo de Dios desde siempre, ya que no hay salvación posible sin el Espíritu Santo.
A lo que se refiere, es que luego de la glorificación de Cristo, en la era del Mesías, es claro que este Espíritu vendría de una manera especial y se manifestaría en una manera que antes no lo había hecho. En la era de Cristo, luego de su exaltación en gloria, el Espíritu Santo reveló la verdad tal como era, ya sin símbolos y sombras, sino según es en realidad, al cumplirse todas las profecías en Cristo. Y ese Espíritu ya no salvaría sólo a la descendencia sanguínea de Abraham, es decir, a los judíos, sino que su salvación se extendería a toda tribu, pueblo, lengua y nación, dando a conocer el Evangelio de forma universal. Y con eso los verdaderos hijos de Abraham ya no serían su descendencia sanguínea, sino sus hijos espirituales, aquellos que tienen fe en Cristo.
Y esto lo hace el Espíritu utilizando a los mismos pecadores que ha salvado. Todos nosotros hemos conocido el Evangelio por la obra de otro cristiano. Aún si te convertiste leyendo la Biblia solo, sin que nadie estuviera al lado predicándote, alguien tuvo que traducir esa Biblia, y alguien tuvo que traer el Evangelio a la tierra en la que vives, y hacer llegar esa copia de la Biblia que leíste.
Fue el plan eterno de Dios salvar a los pecadores usando a otros pecadores para alcanzarlos. Por eso es un tremendo milagro que aquellos que antes aborrecían a Dios y tenían sus corazones en tinieblas, ahora desde su interior fluyan ríos de agua viva. De la misma boca que antes sólo manaban blasfemias y palabras sin propósito, ahora fluye el Evangelio y alabanzas a Cristo. La misma persona que antes vivía para sí misma y para sus deleites, ahora vive para Cristo y para servir a otros. La misma persona que antes sólo se preocupaba de sus necesidades y de cumplir sus metas, ahora busca primero el reino de Dios y su justicia. La misma persona que antes era orgullosa y se amaba antes que todo, ahora ama a sus hermanos y podría dar su vida por ellos.
El Apóstol Pablo es un poderoso ejemplo de esto: antes era un perseguidor de cristianos y los aborrecía con todo su ser. Pero luego de la obra del Espíritu en su vida, fue capaz de declarar: “todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna” (2 Ti. 2:10). ¡Ríos de agua viva fluyendo desde Pablo!
Sin duda es un milagro increíble que cuando Moisés golpeó la roca, salió de ella agua. Pero aún más increíble es que cuando el Espíritu transforma a un pecador que estaba en tinieblas, ahora de lo más profundo de su ser fluyan ríos de agua viva. Siendo antes hijos de ira y malditos, el Espíritu hace que seamos de bendición para otros, hace que seamos canales por los que el Espíritu obra, se manifiesta, salva, vivifica y transforma, Él permite que podamos ser fuentes de ese río de agua viva que trae salvación al mundo.
III. El impacto de las palabras de Jesús
Una vez más vemos que las Palabras de Cristo, y su persona misma, generan distintas reacciones entre quienes escucharon. Lo que llama la atención es que, a pesar de sus inquietudes, ninguno de ellos demostró interés real en saber quién era Jesús. Algunos sostenían que el profeta debía ser de Belén, pero no hicieron el esfuerzo de preguntar a Jesús realmente cuál era su origen.
Así vemos una vez más que el conocimiento de la Escritura sin gracia en el corazón, es inútil. Ellos estaban familiarizados con los textos, pero no pudieron reconocer al Mesías que estaba ante sus ojos. Su fe no era mejor que la fe de los demonios, de la que habla la carta de Santiago. Otra vez el Salvador del mundo estaba ante sus ojos y se estaba revelando claramente ante ellos, pero no podían reconocerlo con seguridad. Así de profunda es nuestra maldad y las tinieblas de nuestro corazón.
Lo cierto es que la revelación de Cristo ante la humanidad, siempre causa división entre la gente. A esto se refería el Señor cuando dijo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada” (Mt. 10:34). Cristo, su persona, sus palabras y su obra; causan polémica y disensiones, no porque Él sea problemático, sino porque nuestro pecado se rebela ante su majestad y su gloria. La división que produce Cristo entre sus discípulos y sus opositores, es la misma que existe entre los vivos y los muertos.
Los líderes religiosos una vez más demostraron que tampoco tenían un interés real en saber quién era Jesús, ellos sólo querían mantener su posición y su poder, y como Jesús representaba una amenaza para ellos, pensaban en eliminarlo. Se jactaban de su posición y de su supuesto conocimiento, y menospreciaban a las personas sencillas y a quienes estaban bajo su cuidado. Para ellos, el hecho de que ningún gobernante o fariseo hubiera creído en Cristo, era suficiente para afirmar que Él no era más que un hombrecillo que agitaba los ánimos del populacho ignorante.
Pero uno de ellos, Nicodemo, quien había ido a hablar de noche con Cristo y que daba señales de estar creyendo en Él, los avergonzó demostrándoles que en ellos había injusticia y deshonestidad, y que no practicaban la ley que ellos creían conocer tan bien (v. 51). Un mínimo de justicia que incluso se observa en cualquier sistema judicial, es que se debe escuchar a quien se está acusando. Se debe dar la posibilidad de exponer su caso y se le debe escuchar con atención. Pero no estaban cumpliendo con este mínimo, que estaba claramente establecido en la ley de Moisés.
Pero sus planes contra Cristo resultaron frustrados, ya que los hombres que mandaron para que lo apresaran, quedaron maravillados con sus Palabras, y no pudieron echarle mano. Cuando los judíos les pidieron explicaciones indignados, su declaración fue categórica: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (v. 46).
La forma de expresarse de Cristo, sus gestos, su fuerza, su elocuencia y sus palabras deben haber sido impresionantes. En otro pasaje la Escritura dice que “la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mt. 7:28-29).
Y no es de extrañarse, porque Él no era un simple hombre. Fue un verdadero hombre, pero es Dios hecho hombre. Y es la Palabra de Dios hecha hombre. Por eso sus palabras fueron únicas, porque todo lo que Él decía era Palabra pura de Dios, era el mismo Señor y Creador de todo hablando su enseñanza eterna ante ellos.
Y por su voluntad, esa Palabra de Dios ha llegado hasta nosotros, que estamos en este rincón al fin del mundo. Y la pregunta final es, ¿Qué reacción han producido en ti estas palabras? ¿Sigues viendo a Cristo como de lejos, sin atreverte a venir definitivamente? ¿Lo tienes ahí como una muy buena opción, mientras intentas saciar tu sed en otras fuentes que sólo contienen agua putrefacta?
Debes entender que sólo en Cristo hay vida, todo lo que esté fuera de Él es ruina y muerte. Sólo en Él está la fuente del agua que saciará tu sed. Debes comprender que necesitas a Cristo para vivir, que ante Dios eres culpable de pecado, que es un crimen eterno que merece la destrucción eterna. Y ese Cristo que vemos aquí presentándose con toda su majestad, fue el que vino a morir para llevar sobre sí las culpas de quienes creerían en Él.
Ven a beber de esta agua, sin Cristo sólo somos pantanos de aguas negras y fétidas, pero en Él seremos canales de bendición, de lo más profundo de nuestro ser ya no saldrá agua estancada y llena de alimañas, sino que correrán ríos de agua viva.
Sólo en Él nuestro ser puede ser transformado desde dentro, sólo en Él podemos nacer de nuevo, ser una nueva creación, ser milagros vivientes, pecadores inmundos que han pasado de muerte a vida. Ven a beber de esta agua, ven a convertirte en una fuente de agua viva, ven a experimentar el poder transformador del Espíritu Santo. Tenemos un Dios que salva, un Dios que transforma, un Dios que da vida, porque Cristo es la vida, Él vive y reina por siempre. Amén.