Domingo 9 de julio de 2023
Texto base: Mt. 6:9-13 (v. 9).
Probablemente la oración más conocida no sólo de la Biblia, sino de entre todas las religiones. Es mencionada en libros y canciones, para bien o para mal, y es aprendida por muchos en el mundo, incluso desde niños, aun cuando luego terminan viviendo muy apartados del cristianismo. Tan popular es esta oración, que en el tiempo previo a la masificación de los relojes, muchos la usaban como una medida de tiempo para cocinar (por ej., “debe hervir durante 3 padrenuestros”).
Tristemente, el hecho de que sea tan popular no implica que sea bien entendida y utilizada. Muchos repiten sus palabras sin saber realmente lo que significan. Aun así, sigue siendo la oración fundamental de la fe cristiana, transversal a toda denominación y confesión. El Señor quiso enseñarla en uno de sus sermones más célebres, lo que nos debe incentivar a conocerla y entenderla en profundidad, para luego poder orarla correctamente.
Para ello, veremos i) cómo debemos orar, ii) cuál era nuestra condición natural, iii) qué significa “Padre nuestro” y iv) qué implica “que estás en los cielos”.
Al considerar la oración que nos enseña Jesús, debemos tener en cuenta el contexto, en el que se encontraba enseñando sobre la oración hipócrita de los escribas y fariseos, y la manera en que los paganos pretenden impresionar a sus dioses.
En ese sentido, la oración cristiana no es una conexión con un absoluto o una fuerza impersonal, como en las religiones orientales. Tampoco se dirige a un ídolo que se puede manipular, al que se puede reducir a una imagen. No es una oración que se usa como excusa para exaltarse a uno mismo. Lejos de eso, se dirige al Padre que está en los cielos, al Dios vivo y verdadero. A Él, sólo una oración viva y de corazón le resultará aceptable.
A diferencia de la oración mecánica e inconsciente de los paganos, esta es una oración que se eleva sinceramente, con entendimiento. Mientras la oración hipócrita de los fariseos estaba centrada en quien ora, la oración que Jesús enseñó nos lleva a centrarnos primero en Dios y la gloria de Su Nombre. Es distinta a todo lo que pueda concebir el hombre desde su pecado, así como los caminos de Dios no son nuestros caminos.
“Mientras la oración de los fariseos era hipócrita y la de los paganos era mecánica, la oración de los cristianos debe ser real: sincera como opuesta a hipócrita, y con entendimiento en oposición a mecánica. Jesús quiere que nuestras mentes y corazones estén involucradas en lo que estamos diciendo”.[1]
Esta es la oración modelo, son las palabras de Jesús: “Así como la ley moral fue escrita con el dedo de Dios, así esta oración salió de los labios del Hijo de Dios” (Thomas Watson). Esto es muy significativo, porque “Aquel que nos dio la vida, con la misma benignidad también nos enseñó como orar… Que el Padre reconozca las palabras de Su Hijo cuando oramos, y que Aquel que mora en nuestra alma more también en nuestra voz”.[2]
Por un lado, en Mateo se resalta esta oración como un patrón o modelo: “oren de esta manera”. Es decir, Jesús no está diciendo que siempre debemos repetir cada palabra así como Él la enseñó, sino que esta oración es el referente para la nuestra. Nuestras oraciones a Dios deben estar en plena armonía con la enseñanza de Jesús en esta oración.
Por otro lado, en Lucas se resalta que Jesús enseñó también esta oración como las palabras que debemos decir ante Dios: “Aconteció que estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de Sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó también a sus discípulos». 2 Y Él les dijo: «Cuando oren, digan»” (Lc. 11:1-4). Esto, a su vez, nos dice que esta oración debió ser una enseñanza permanente de Jesús, ya que se registra en dos momentos distintos de Su ministerio.
Es cierto que muchos han utilizado mal esta oración, como si el hecho de repetir mecánicamente estas palabras nos concediera algún favor de Dios. Es conocido el uso del rosario, donde se debe repetir esta oración un número determinado de veces, lo que se termina haciendo mecánicamente. En el romanismo, también se usa esta oración como método de penitencia, la que debe repetirse las veces que indique el sacerdote para poder ser perdonado de los pecados cometidos.
Sin embargo, aunque muchos la utilizan de mala manera, debemos tenerla en alta estima: “Toda la Palabra de Dios es útil para dirigir nos en el deber de la oración; pero la regla especial para dirigirnos, es aquella forma de oración que Cristo nuestro Salvador enseñó a sus discípulos… ”, y no sólo sirve como un patrón a tener en cuenta, sino que “puede también usarse como una oración si se hace con entendimiento, fe, reverencia y otras gracias necesarias para el cumplimiento recto del deber de la oración” (Catecismo Mayor de Westminster, PP. 186-187).
De manera similar a lo que ocurre con los Diez Mandamientos, lo que encontramos en esta oración modelo son algo así como encabezados o categorías generales, un bosquejo que engloba todos los beneficios tanto espirituales como físicos.[3] Una verdadera oración puede incluir toda clase de gratitudes y peticiones más específicas, pero toda oración verdadera se encontrará en armonía con esta oración dada por Jesús.
Al adoptar esta oración que vino de la misma boca del Señor, nos aseguramos de evitar el error, y de pedir conforme a Su voluntad: “Esta es la confianza que tenemos delante de Él, que si pedimos cualquier cosa conforme a Su voluntad, Él nos oye” (1 Jn. 5:14). Está dentro de todo lo que Jesús nos mandó, y por tanto debe ser enseñada por la iglesia perpetuamente como parte de la gran comisión (Mt. 28:18-20). “No hay nada en esta oración que no sea adecuado para el cristiano el día de hoy, quien necesita todo lo que hay en ella”.[4]
La oración del “Padre nuestro” se puede dividir en: invocación, seis peticiones y conclusión. La invocación nos dice a quién nos dirigimos: “Padre nuestro, que estás en los cielos”, y dispone así cómo debe ser el resto de la oración. Las peticiones se ordenan dando la prioridad a la adoración y honra a Dios, para luego pasar a nuestras necesidades:
Una buena forma de probar si nuestra fe es genuina, es si podemos orar sinceramente estas peticiones. Por tanto, al considerarla regularmente estaremos animando a nuestro corazón a presentarse de forma sincera ante Dios y a que nuestra alma se encuentre en buen estado ante Él.
Antes de continuar con la exposición del texto, es necesario considerar cuál es la condición en que nacemos. Sabemos por la misma Escritura que fuimos creados a la imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:26-27), y que disfrutábamos de una comunión sin estorbo con Dios, tanto así que Dios se paseaba en el huerto mientras Adán y Eva se encontraban en Él (Gn. 3:8).
Sin embargo, con la desobediencia de Adán y Eva, por primera vez surgió la culpa en nosotros, y nos escondimos de Dios, separándonos de Él en nuestro corazón (Gn. 3:10). Esta separación se hizo definitiva con el hecho de que Dios expulsó a la humanidad del huerto (Gn. 3:24), haciéndonos imposible volver a Él por nuestros propios medios, con lo cual nos dejaba privados de la comunión con Él y entregados a la miseria de la muerte espiritual y física, separados de su amor y su favor. En ese sentido, ya no pudimos disfrutar ni de la condición ni de la bendición de ser hijos de Dios en el pleno sentido.
Algunos textos de la Escritura presentan esta realidad claramente:
“Pero las iniquidades de ustedes han hecho separación entre ustedes y su Dios, Y los pecados le han hecho esconder Su rostro para no escucharlos” (Is. 59:2).
“por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23, RVR60).
“recuerden que en ese tiempo [cuando eran incrédulos] ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, extraños a los pactos de la promesa, sin tener esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef. 2:11).
En esa condición nos encontrábamos, y merecíamos permanecer en ella. Pero Dios, únicamente por misericordia, quiso rescatarnos de esta miseria, y para ello envió a su propio Hijo Unigénito, para que pudiéramos ser salvos por medio de Él. Dice la Escritura: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?” (Ro. 8:32).
Pero esto no fue una improvisación de Dios, sino su plan eterno. Dice también: “Porque Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor 5 nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad” (Ef. 1:4-5).
Sabemos, por tanto, que esto correspondió a la voluntad de Dios desde antes de la fundación del mundo, y que hubo un momento en la historia en que Jesucristo el Hijo de Dios vino al mundo para salvar a aquellos escogidos por Dios desde la eternidad. Pero, ¿Cómo se aplica esto a nosotros? La misma Escritura responde:
“Pero a todos los que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su nombre” (Jn. 1:12).
“Pues todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús” (Gá. 3:26).
Es decir, habiendo sido antes sus enemigos, somos adoptados por Dios como sus hijos en Cristo, su Hijo eterno, y esto por medio de la fe. Por el hecho de creer en que Jesús es el Hijo de Dios que vino al mundo para rescatar a los pecadores, como el Cordero que quita el pecado del mundo, somos hechos hijos de Dios.
Y esto sólo es posible por una obra que Dios hace llamada “nuevo nacimiento”, o “regeneración”. Es allí que cambia nuestros corazones de muerte a vida, y nos capacita para venir a Él en fe. Esta obra la hace Su Santo Espíritu, quien derrama en nosotros personalmente la vida y el amor de Dios (Ro. 5:5). Dice también la Escritura: “han recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!». 16 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Ro. 8:15-16). Así, es el Espíritu el que hace vida esa condición de hijos de Dios en nosotros.
En resumen, fuimos predestinados desde la eternidad por el Padre para ser adoptados como hijos en Cristo; luego, en la historia, el Hijo eterno de Dios vino para ser entregado por nosotros y que así pudiéramos ser salvos, y por último, en una dimensión personal, experimentamos esa condición y la bendición de ser hijos, por medio del Espíritu en nosotros.
Así, pasamos de estar sin esperanza y sin Dios en el mundo, muertos en nuestros delitos y pecados, a ser recibidos como hijos en Cristo, teniendo en nosotros el Espíritu de adopción. Por tanto, para que podamos llamar a Dios “Padre”, debió ocurrir un milagro, una obra de misericordia sobrenatural de parte de Dios Trino.
Por otro lado, ¿En qué sentido es nuestro Padre? Lo es como nuestro Creador (Mal. 2:10; Hch. 17:28). Pero más especialmente, por gracia especial al adoptarnos en Cristo: “Miren cuán gran amor nos ha otorgado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1). Sólo los salvos pueden decir en todo el sentido “Padre nuestro, que estás en los cielos”.
A su vez, se debe tener claro que únicamente Jesús es Hijo en el sentido más exaltado de la Palabra, pues es el Hijo eterno que comparte la misma esencia y perfecciones del Padre. Nosotros somos hijos adoptados en Él, y estamos siendo transformados a Su imagen. Pero es por esa adopción en Cristo que podemos llamar a Dios “Padre”, así que la obra salvadora de Cristo y del Espíritu Santo están implícitas en esta oración.
Al comenzar la oración de esta forma, Jesús nos lleva a considerar a quién nos estamos dirigiendo. No se trata de llegar y hablar. A veces, cuando hablamos apresuradamente a las personas sin antes haberlas tratado de forma apropiada, ellos responde algo así como: “al menos saluda primero”. Con mucha mayor razón, cuando vas ante el Señor debes hacer una pausa para reconocer ante quién te acercas y quién eres tú ante Él. Debes invocar Su Nombre sinceramente, dándole la debida honra y respeto.
Por otro lado, Jesús deja claro que debes dirigirte sólo a Dios. Echa por tierra oración a los ángeles, a la virgen o los santos. Jamás encontraremos un ejemplo en la Escritura de una oración que no se dirija a Dios.
¿Debemos dirigirnos sólo al Padre? La verdad es que aquí, aunque menciona al Padre, se refiere en Él a la deidad completa. “Aunque el Padre solo es nombrado en la oración del Señor, las otras dos Personas no están excluidas. Se menciona al Padre porque es el primero en orden; pero el Hijo y el Espíritu Santo están incluidos porque son lo mismo en esencia. Como las tres Personas subsisten en una Deidad. Entonces, en nuestras oraciones, aunque mencionemos a una sola Persona, debemos orar a todos” (Thomas Watson).
De otro lado, es llamativo que, aunque Dios pudo haber escogido presentarse en esta oración usando términos como “El Rey Todopoderoso”, o “el Señor Altísimo” y habría sido correcto, Él quiso presentarse intencionalmente como nuestro Padre, para así resaltar el vínculo que nos une a Él, la relación en la que nos encontramos y que nos permite venir ante Su presencia. Es una invitación a venir a Él en oración.
El concepto “Padre” debe inspirar tanto reverencia como confianza. Ambas actitudes deben encontrarse en nuestro corazón al acercarnos a Dios. Aunque se ha popularizado en nuestros días la idea de que el papá debe ser como un amigo del hijo, lo cierto es que el padre no es un amigo, sino una autoridad a la que debemos reverenciar dándole un lugar único en esta tierra, pero al mismo tiempo, es a quien nos podemos acercar con confianza y abrir nuestro corazón, sabiendo que desea nuestro bien y nos ama con un amor incomparable. Si esto se puede decir de los padres terrenales y pecadores, aunque con muy tristes excepciones, mucho más se puede decir del Padre Celestial.
Este es, de hecho, el razonamiento de Jesús cuando dice más adelante en este sermón: “Pues si ustedes, siendo malos, saben dar buenas dádivas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?” (Mt. 7:11)
Contrastando con la manera pagana de orar, Stott afirma: “Él no es ni un ignorante, al que necesitamos instruir, ni un vacilante, a quien necesitamos persuadir. Él es nuestro Padre, un Padre que ama a sus hijos y conoce todas sus necesidades”.[5]
Algo tremendamente llamativo, a la luz de lo visto, es que “quien es rey del reino de los cielos es al mismo tiempo el Padre de todos sus ciudadanos. Los ciudadanos son sus hijos. El reino es la familia del Padre”.[6]
Los hijos de un gran rey no necesitan pedir audiencia para venir ante su trono como lo haría un simple súbdito. El hijo del rey puede jugar y cantar frente al trono de su padre. El Señor nos está diciendo que podemos venir ante Él con la intimidad y confianza que lo puede hacer el hijo del gran Rey, pero al mismo tiempo sabiendo eso, que nuestro Padre es el Rey.
El llamar a Dios “Padre” nos da nuestra verdadera identidad, define quien somos ante la creación y ante Él: somos los hijos de Dios, y la Escritura dice que Jesús no se avergüenza de llamarnos hermanos (He. 2:11). Pero esto no sólo influye en cómo nos acercamos a Dios, sino que debe impactar toda la manera en que vivimos, pues nuestra identidad ya no es ser pecadores muertos en su desobediencia, sino hijos de Dios adoptados en Cristo:
“... debemos recordar y ser conscientes de que, al llamar a Dios Padre, nos obligamos a actuar como hijos de Dios, de modo que, así como nos complacemos nosotros de tener a Dios por Padre, así también se complazca Él en nosotros. Comportémonos como templos de Dios, para poner de manifiesto que Dios habita en nosotros”.[7]
Por otro lado, al decir “Padre nuestro”, llama la atención que Jesús quiso situarnos primero en medio de un pueblo, en el que todos somos hermanos, adoptados por el mismo Padre por medio del mismo Salvador: Jesucristo. Considera esto, sobre todo hoy, cuando abundan los que quieren vivir su fe en el aislamiento y la soledad, centrados en su propia relación con Dios. Al enseñarnos a orar, Jesús nos enseña a hacerlo en medio de nuestros hermanos.
Al orar diciendo “Padre nuestro” somos llamados al mismo sentir, a estar unánimes, ya que estamos en un vínculo espiritual y eterno con el mismo Padre que está en los Cielos, lo que nos convierte en hermanos en el sentido más profundo y genuino de la Palabra. ¿Cómo podríamos estar divididos y enemistados, si debemos orar diciendo “Padre nuestro”? ¿Qué padre responsable, incluso siendo pecador, puede ser indiferente ante el conflicto entre sus hijos?
Al orar diciendo “Padre nuestro”, somos hechos responsables de interceder por nuestros hermanos y de ocuparnos en sus necesidades. Somos una familia de la fe, y Jesús te llama a recordar esto cada vez que te diriges a Dios en oración.
Esta frase no está aquí como un simple adorno, sino que debe mentalizarnos al acercarnos a Dios, “[p]ara que no nos formemos un concepto bajo ni terrenal de la majestad celestial de Dios, y para que también busquemos y esperemos de Su omnipotencia todo lo necesario para nuestra alma y nuestro cuerpo”.[8]
Esto enfatiza la reverencia que debería acompañar (y podríamos decir, “moderar”) la confianza con que nos acercamos al Señor. Dice también la Escritura: “Guarda tus pasos cuando vas a la casa de Dios… 2 No te des prisa en hablar, Ni se apresure tu corazón a proferir palabra delante de Dios. Porque Dios está en el cielo y tú en la tierra; Por tanto sean pocas tus palabras” (Ec. 5:1-2). Nota cómo el hecho de que nuestro Padre está en los cielos, debería echar de nosotros lo profano y superficial al acercarnos a Dios.
Este pensamiento debe motivar en ti un sometimiento a la majestad y grandeza de Dios. Debes poder decir con el salmista: “A Ti levanto mis ojos, ¡Oh Tú que reinas en los cielos!” (Sal. 123:1); y con el profeta: “Alcemos nuestro corazón en nuestras manos Hacia Dios en los cielos” (Lm. 3:41). Debe hacer que tu corazón se postre ante Dios, y al mismo tiempo, que se eleve hacia Él, con la fe de que estás ante Su presencia en oración.
Debe hacer que puedas rogar al Señor: “Mira desde el cielo, y ve desde Tu santa y gloriosa morada” (Is. 63:15). ¡Sí! Porque el hecho de que Él está en el cielo, no significa que es indiferente o que está ajeno a lo que ocurre en la tierra, ¡sino que Él lo gobierna todo, lo llena todo, lo sabe todo y lo puede todo! Precisamente porque está en el Cielo, es que puede recibir nuestra oración y respondernos en Su misericordia y según Su poder.
Si Su presencia se limitara a este mundo, no podría ayudarnos, pero como es nuestro Padre que está en los cielos, puede rescatarnos y socorrernos. Eso es lo que dice la Escritura: “Nuestro Dios está en los cielos; Él hace lo que le place” (Sal. 115:3).
Nos recuerda que desde allí Él nos conoce y ve hasta lo más profundo de nuestro corazón. No se le puede engañar, porque ni siquiera nuestro suspiro le es oculto, y él sabe lo que deseamos (Sal. 38:9). Dice: “El Señor está en Su santo templo, el trono del Señor está en los cielos; Sus ojos contemplan, Sus párpados examinan a los hijos de los hombres” (Sal. 11:4). Por eso, no sólo debemos orar con nuestra voz, sino desde lo profundo del corazón, derramar nuestra alma ante Él (1 S. 1:13).
“... hay que acercarse a él con un espíritu de devota y humilde reverencia. La camaradería o familiaridad barata que caracteriza a cierto tipo de “religión” moderna es definitivamente antibíblica. Los que practican este mal hábito parecen no haber leído jamás Ex. 3:5; Is. 6:1–5; o Hch. 4:24”.[9]
En consecuencia, “… mientras las palabras “Padre nuestro” indican la disposición de Dios y su anhelo de prestar oído a las alabanzas y peticiones de sus hijos, la adición de las palabras “que estás en los cielos” muestra su poder y derecho soberano de responder a las peticiones, disponiendo de ellas según su infinita sabiduría”.
A su vez, estas palabras nos recuerdan que somos extranjeros y peregrinos aquí. Nuestro Padre está en los cielos, y a Él debemos buscar, así como a las cosas que son celestiales, no las terrenales. Nos hace conscientes de algo fundamental: siempre le llamaremos “Padre nuestro”, pero un día dejaremos de decir “que estás en los Cielos”, porque estaremos en la gloria, ya sin separación, sino ante Su misma presencia disfrutando de Su amor por siempre. Al decir esta frase, por tanto, nos llama a anhelar ese momento y a caminar en este mundo bajo el pecado sabiendo que este no es nuestro hogar definitivo.
Por lo mismo, esta forma de iniciar la oración nos ayuda a poner la mira en las cosas de arriba y esperar la vida que será manifestada con Cristo (Col. 3:1-4). Donde sea que nos encontremos, podemos rogar: “Padre nuestro que estás en los cielos”, y elevar nuestra alma a Dios en oración, incluso desde lo profundo de una celda o desde el horno de la aflicción.
“La prueba definitiva para evaluar la profesión de fe de todo hombre es si puede decir con confianza y seguridad, ‘Mi Padre’, ‘Mi Dios’. ¿Es Dios tu Dios? ¿Realmente lo conoces como tu Padre?”.[10]
Si crees que no has conocido realmente a Dios como tu Padre, no dejes pasar más tiempo, hoy es el día de salvación. Quien invoca el Nombre del Señor será salvo, y Él no rechazará a quienes sinceramente ruegan Su misericordia. Pon tu fe en Jesús, aunque sea aferrándote al borde de Su manto, y serás recibido como hijo en la familia de Dios.
Para quienes ya han puesto su fe en Jesús, vengan en confianza y reverencia ante Su Padre que está en los Cielos, que esta misma forma en que Él nos enseñó a buscarle es una invitación a venir ante Su presencia y ser maravillados con Su dulce comunión. No menosprecies esta entrada ante el mismo Trono del Todopoderoso, quien ha querido llamarse tu Padre, y todo esto por el sacrificio de Cristo y por la obra de Su Espíritu.
“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él” (Ro. 8:16-17).
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John R. W. Stott y John R. W. Stott, The message of the Sermon on the mount (Matthew 5-7): Christian counter-culture, The Bible Speaks Today (Leicester; Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1985), 145. ↑
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Cyprian of Carthage, «On the Lord’s Prayer», en Fathers of the Third Century: Hippolytus, Cyprian, Novatian, Appendix, ed. Alexander Roberts, James Donaldson, y A. Cleveland Coxe, trad. Robert Ernest Wallis, vol. 5, The Ante-Nicene Fathers (Buffalo, NY: Christian Literature Company, 1886), 448. ↑
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Hercules Collins, Un Catecismo Ortodoxo, Pr. 142. ↑
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Arthur W. Pink, La oración del Señor: Padrenuestro, ed. Juan Terranova y Guillermo Powell, trad. Cynthia Canales (Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico, 2015). ↑
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Stott, Sermon on the mount, 144–145. ↑
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William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Mateo (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 341. ↑
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Cyprian, Lord’s Prayer, 450. ↑
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Collins, Catecismo, Pr. 144. ↑
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Hendriksen, Comentario a Mateo, 342. ↑
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D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon on the Mount, Second edition (England: Inter-Varsity Press, 1976), 370. ↑