La Iglesia: Sal de la tierra y luz del mundo

Domingo 24 de jul. de 22 | Álex Figueroa

Mateo 5:13-16

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Estamos ante uno de los pasajes más conocidos y significativos del Sermón del Monte. Por lo mismo, es también uno de los más malinterpretados. Así, algunos piensan que somos sal de la tierra y luz del mundo realizando obras sociales y atendiendo a los pobres y desvalidos de la sociedad. Otros, han propuesto alcanzar el poder político y así posicionar a la Iglesia en el gobierno. El falso evangelio de la prosperidad postula que somos sal y luz teniendo éxito laboral y financiero, destacando en nuestras profesiones y logrando acumular riquezas.

Hace unos años, un conocido pastor organizó un “festival cristiano”, para “demostrar la alegría de la juventud, hacerle saber a la ciudad que la música cristiana es de primera”.[1] En la misma línea, algunos famosos cantantes de “música cristiana” señalaban que recibir premios Grammy era parte de “hacer brillar nuestra luz ante los hombres”.

Pero, ¿Era esto lo que quiso decir Jesús al referirse a Sus discípulos como sal de la tierra y luz del mundo?

Luego de exponer la bienaventuranza de sus discípulos, el Señor ahora se refiere al impacto que ellos tienen en el mundo. “Una vez visto qué es el cristiano, ahora pasamos a considerar cómo el cristiano debería manifestar lo que es… pasamos, pues, de la contemplación del carácter del cristiano a la consideración de la función y el propósito del cristiano en este mundo según la mente y el propósito de Dios”.[2]

Para ello usa dos metáforas: sus discípulos son sal de la tierra y luz del mundo. Notemos que no dice: “uds. deben ser la sal de la tierra”, ni “es necesario que se conviertan en la luz del mundo”, sino que dice “ustedes son la sal de la tierra” y “la luz del mundo”. Por lo mismo, Jesús está describiendo a quienes verdaderamente son Su pueblo.

Además, ambas metáforas implican que el cristiano vive todavía en un mundo bajo el pecado, pero que nuestro llamado no es a escapar de esto y vivir en comunidades aisladas y exclusivas para cristianos, sino en medio de ese mundo, para impactarlo con nuestra predicación y nuestra vida.

En este mensaje, expondremos qué significa ser sal de la tierra y luz del mundo, terminando con la tragedia de una sal insípida y una luz que se esconde.

I.La sal de la tierra

Debemos tener cuidado con echar a volar la imaginación con muchas aplicaciones posibles de esta metáfora. Debemos buscar el mensaje central que quiso entregar el Señor con estas imágenes, considerando la connotación que tenía la sal entre quienes lo escuchaban en ese momento.

Esto porque hay usos que tenía la sal antiguamente y que ya no son cotidianos para nosotros. Por ejemplo, era usada para conservar alimentos como la carne, para que no se descompusiera. Esto hacía que fuera muy valiosa, tanto que se entregaba como remuneración, y de ahí viene nuestro concepto ‘salario’.

El uso más conocido por nosotros, es que la sal da sabor a las comidas, de manera que todos conocemos a alguien que necesita siempre un salero a mano para sazonar su plato.

Con esto, ya podemos concluir el mensaje central de Jesús al usar esta metáfora. Por un lado, nos dice algo sobre el mundo en que vivimos: es corrupto y tiende a corromperse aún más. Segundo, la iglesia es usada por el Señor como la sal, para preservar a una sociedad de una corrupción más profunda. Vivimos en un mundo bajo corrupción e incluso en la Iglesia hay presencia del pecado. Sin embargo, en aquella sociedad donde hay Iglesia de Cristo, la maldad es restringida.

Por lo mismo, esta metáfora tiene un énfasis negativo: la Iglesia restringe algo, que es la maldad del mundo.

Esto ocurre por la misericordia de Dios, quien guarda a Su pueblo e impide que los no creyentes desaten todo su potencial de maldad. Pero también porque allí donde hay discípulos de Cristo, se predica la Palabra de Dios, lo que implica denunciar el pecado, confrontarlo y exponerlo, para que quienes viven en su maldad vengan a los pies del Señor en arrepentimiento. Incluso aunque no lleguen a convertirse, la denuncia contra el pecado lleva a algunos a no practicarlo abiertamente, porque ya saben que hay un Dios que aborrece esas obras malas.

Tal como una pizca de sal se hace notar en una masa abundante, así también incluso unos pocos cristianos se harán notar en su contexto.

Los discípulos de Cristo no sólo proclaman la Palabra, sino que también viven conforme a ella. Esta vida piadosa es un testimonio poderoso que Dios usa para remover las conciencias de los no creyentes, lo que muchas veces provoca su reacción de odio y hostilidad hacia la Iglesia.

Este testimonio de la Iglesia en palabra y hecho, impacta esa sociedad trayendo consciencia del pecado allí donde antes no la había, y dando el ejemplo de una vida que agrada a Dios. Por tanto, no es lo mismo una sociedad donde no hay Iglesia, que una donde sí la hay.

Esto se puede apreciar en la historia: aquellas regiones no evangelizadas demuestran el amargo fruto de siglos y en algunos casos milenios bajo la perversión del paganismo, entregados a la maldad de sus pecados con estructuras de opresión, injusticia y degeneración muy arraigadas, tales como una esclavitud deshumanizante, la pedofilia, el infanticidio, la prostitución (incluso la “sagrada”), el ocultismo, el aborto, la práctica abierta de la homosexualidad, la idolatría, el sacrificio humano ritual, una visión retorcida del matrimonio e incluso prácticas como el canibalismo.

Allí donde llega la Iglesia, la proclamación de la Palabra va acompañada de una lucha concreta contra estas perversiones. Así, por ejemplo, en la cultura grecorromana era común la práctica del infanticidio, especialmente en caso de niñas y enfermos. Así, un antiguo llamado Hilarión escribió a su esposa Alis diciendo: “Si das a luz, consérvalo si es varón, y si es hembra, desembarázate de ella[3]. Esta mentalidad torcida llevó a que la población de mujeres fuera significativamente menor a la de hombres en ciudades como Roma. Incluso en el presente, esta práctica de eliminar a las niñas es común en países como China. Aquellas niñas que sobrevivían en la Roma antigua se casaban a muy temprana edad, algunas hasta antes de los doce años.

Un padre podía desconocer al hijo recién nacido, condenándolo así a la esclavitud o la muerte por abandono. Los enfermos eran también eliminados y el aborto era una práctica muy extendida. En contraste con esto, se dice que el cristiano Benigno de Dijón fue martirizado en el s. II porque sostuvo a una cantidad de niños deformados y lisiados, salvados de la muerte después de abortos y de estar abandonados a la intemperie[4]. Esto era una afrenta para los romanos: “asfixiamos los fetos monstruosos, y hasta ahogamos los niños si son débiles y deformes. No es ira, sino razón, separar las partes sanas de las que pueden corromperlas” (Séneca, De la Ira, I.XV).

El cristiano Atenágoras escribió en el s. II al emperador Marco Aurelio: “decimos a las mujeres que utilizan drogas para provocar un aborto que están cometiendo un asesinato, y que tendrán que dar cuentas a Dios por el aborto… contemplamos al feto que está en el vientre como un ser creado, y por lo tanto como un objeto del cuidado de Dios… y no abandonamos a nuestros niños, porque los que los exponen son culpables de asesinar niños[5].

El creyente Marco Minucio Félix escribía en el s. III: “Veo, en efecto que ustedes [los no cristianos] a los hijos que han engendrado los exponen a las fieras y a las aves, o los estrangulan, sometiéndolos a un género de muerte deplorable, hay incluso mujeres que, mediante la ingestión de brebajes, destruyen en sus mismas entrañas el origen del futuro hombre, cometiendo un parricidio antes de dar a luz. Y estas cosas, sin duda, provienen de la enseñanza de sus dioses” (Octavius, 30).

Así, la llegada y expansión del cristianismo fue dejando atrás varias prácticas perversas que estaban arraigadas en la cultura tanto de los romanos como de los bárbaros, que se consideraron aberrantes una vez que las naciones y pueblos comenzaron a identificarse con el cristianismo, incluso de forma sólo nominal.

Con la Reforma Protestante y su regreso a la Escritura, ésta comenzó a ser impresa y predicada en el idioma de cada nación. Con el tiempo, en los países en que la Reforma tuvo más alcance, esto generó lo que Max Weber llamó “la ética protestante del trabajo”. Este sociólogo notó que hubo un cambio de la visión del trabajo, desde el concepto católico romano que lo presentaba como una maldición, a una visión bíblica que lo considera una bendición de Dios y parte de nuestra misión en el mundo.[6]

Más adelante, encontramos a hombres como William Carey, denunciando a comienzos del s. XIX la quema de las viudas vivas junto con sus maridos fallecidos en la India, logrando su prohibición luego de años de insistencia. También William Wilberforce luchó durante más de tres décadas contra la esclavitud cruel y deshumanizante en el s. XIX, hasta que finalmente logró su abolición en Inglaterra.

El punto está hecho: no da lo mismo si en una sociedad hay Iglesia o no. Allí donde no la hay, la podredumbre hace estragos, hay corrupción desatada y una profunda perversión enquistada en todas las relaciones y estructuras de esa sociedad. Pero allí donde la Iglesia llega, se expande y crece en influencia, el pecado es notoriamente restringido, dando paso a una sociedad que tiende a adoptar principios y conceptos de justicia de la Ley de Dios.

Por eso es que el Apóstol ora por la conversión de los que están en autoridad, diciendo:

Exhorto, pues, ante todo que se hagan plegarias, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y sosegada con toda piedad y dignidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad” (1 Ti. 2:1-4).

Relacionado con esto, otra propiedad de la sal es que da sed. La presencia de los cristianos en la sociedad, debe llevar a los incrédulos a tener sed del agua viva que sólo se encuentra en Jesús. Por ello, debe caracterizarnos un mensaje lleno del Evangelio, para que el mundo sepa que hay un Salvador que puede darles vida y librarlos de su esclavitud del pecado, y que deben ir ante Él en arrepentimiento y fe.

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II.La luz del mundo

Jesús describe a la Iglesia también como “la luz del mundo”. Esto es significativo, pues el Señor dijo sobre sí mismo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la vida” (Juan 8:12, NBLA).

Esta presentación de Jesús como la Luz está muy presente en los escritos de Juan. Dice también: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 5La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella… Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (Juan 1:4–5, 9 RV60).

Cuando Cristo, quien es la Vida, viene a un mundo en el que reinan el pecado y la muerte, es Luz que resplandece en las tinieblas para la humanidad perdida, muerta en sus delitos y pecados. Por eso el Evangelio, el anuncio de la obra de Cristo, es luz para el mundo.

Muchos hoy aseguran que son “seres de luz”. Otros buscan su “luz interior”. Otros creen que la humanidad puede iluminarse con la luz universal de la propia razón. Varios otros van tras pseudo iluminados que supuestamente traen un nuevo camino hacia un mundo mejor. Pero según la Palabra somos tinieblas y vivimos en tinieblas, a menos que Dios mismo nos salve de esa desastrosa condición. Si buscas luces interiores sólo encontrarás oscuridad, se engaña quien quiera encontrar luz en sí mismo, en otros seres humanos o en su razón.

Por el pecado de nuestros padres Adán y Eva, nacemos en maldad y nos encontramos bajo la potestad de las tinieblas. Si la Palabra de Dios no venía, estábamos condenados al más completo silencio de la muerte. Si la luz verdadera no venía, estábamos condenados a la más completa oscuridad.

Así, esta luz verdadera, la vida que sólo se encuentra en Cristo, brilla en las tinieblas del pecado y de la muerte. Las tinieblas no podrán apagar la luz, sino que resplandecerá más y más hasta llenarlo todo.

Sólo podemos recibir luz y tener luz cuando tenemos a Cristo, cuando por medio de la fe somos unidos espiritualmente a Él en su muerte y resurrección, y así morimos a nosotros mismos para tener vida en Él, cuando su Espíritu nos hace pasar de muerte a vida.

Considera que Jesús dijo “ustedes son la luz del mundo” a las multitudes de gente sencilla que lo seguían (4:24-25). No eran los notables y poderosos de la tierra, sino aquellos pecadores débiles y necesitados que habían puesto su fe en Él. Y en esa misma multitud de discípulos estás tú, si has venido a los pies de Cristo poniendo tu esperanza en Él para salvación.

La Escritura resume esta hermosa verdad diciendo: “porque antes ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor; anden como hijos de luz.” (Efesios 5:8, NBLA). Nota que no te ordena seguir una serie de pasos para así lograr ser luz, sino que dice que si estás en el Señor, eres luz porque estás en Aquel que es la luz. Así, se nos manda vivir de acuerdo a lo que ya somos. Puesto que somos luz en Cristo, debemos andar como hijos de luz. Siempre en la Escritura es primero el ‘ser’ y luego el ‘hacer’. Por eso dice también:

Y éste es el mensaje que hemos oído de Él y que les anunciamos: Dios es Luz, y en Él no hay ninguna tiniebla. Si decimos que tenemos comunión con Él, pero andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad.” (1 Juan 1:5–6, NBLA).

Nunca debes olvidar esto: sólo puede ser luz aquél que está unido a Cristo por la fe, quien ha recibido la obra del Espíritu en su alma. Por tanto, la Iglesia sólo será luz del mundo mientras permanezca unida a Cristo por la fe y sostenga la antorcha del Evangelio. No somos "seres de luz" ni tenemos luz propia, sino que reflejamos esa luz que recibimos del Señor a un mundo que está bajo las tinieblas. En síntesis, “el cristiano es ‘la luz del mundo’ sólo por su relación con el que es ‘la luz del mundo’”.[7]

Así, esta metáfora tiene un énfasis positivo. Así como se enciende una vela y se ubica donde mejor alumbre para poder ver, la Iglesia no sólo es iluminada por el Señor, sino que también es usada por Él para llevar la luz a otros que se encuentran en las tinieblas de su condenación.

El propósito de la luz es que brille. Así también dice el Señor que la Iglesia como luz del mundo debe brillar delante de los hombres. Pero hay una aclaración fundamental: no es para que nos aplaudan ni para nuestra propia gloria. La imagen aquí no es la de una compañía de teatro que termina una obra y sale delante del público para ser ovacionada. Más bien, somos siervos llamados para glorificar a Dios y que reconocemos que no hay mérito ni bondad en nosotros mismos, sino que toda honra y gloria pertenecen al Señor. Por eso dice:

Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de Aquel que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable.” (1 Pedro 2:9, NBLA)

Cuando creemos en el Evangelio y obedecemos los mandatos del Señor, simplemente hemos hecho lo que debíamos hacer. Y ante esto, dijo el Señor: “»Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ha ordenado, digan: “Siervos inútiles somos; hemos hecho sólo lo que debíamos haber hecho”»” (Lucas 17:10, NBLA).

En consecuencia, no se trata de nuestra gloria, sino de la Suya. Por eso es que, delante del Trono de Dios, los veinticuatro ancianos echan sus coronas pues reconocen que sólo a Él pertenece toda la alabanza (Ap. 4:10).

Dicho esto, nuestra vida de obediencia al Señor debe ser notoria ante los hombres. Somos luz para que los no creyentes vean nuestras buenas acciones. Es decir, debe ser notorio que ya no vivimos según la corriente de este mundo, sino para el Dios que es perfecto en bondad, justicia y santidad. Por eso dice el Señor: “Santos serán porque Yo, el Señor su Dios, soy santo.” (Levítico 19:2, NBLA). Nuestra nacionalidad espiritual no es la de este mundo bajo el pecado, sino de la Nueva Jerusalén, que es la novia pura y santa de Dios.

En otras palabras, tu vida debe ser una recomendación para que los no creyentes quieran conocer a tu Salvador. Incluso aunque no se conviertan, ellos deben poder ver a la Iglesia y dar gloria a Dios, pues hay un Salvador que rescata del pecado y transforma vidas. Al verte, las personas deben poder ser movidas a decir: “¡Yo también quiero conocer a ese Dios que perdona y salva!”.

El Señor amplía esta metáfora con la ciudad situada sobre un monte. Hoy, no pensaríamos primero en un monte para construir una ciudad, sino en un valle. Pero en ese entonces, el lugar que uno preferiría es una colina o monte, ya que permitía mejor visibilidad en caso de recibir un ataque, y daba la posibilidad de fortificar y defender de mejor forma la ciudad. Por ello, una ciudad sobre un monte no se podría ocultar, sería un absurdo. En la oscuridad de la noche en la antigüedad, esa ciudad brillaba como una corona de luz sobre el monte.

Asimismo, la Iglesia no es una sociedad secreta donde entran unos pocos iniciados. No es un lugar exclusivo para unos pocos selectos que desean mantener su comunidad escondida de los demás, como si fuera una secta de millonarios, sino que es como una ciudad que no se puede esconder, una lámpara que se pone en lugar alto para que alumbre, no para apuntarse a sí misma, sino para mostrar al Señor que es la Luz a una humanidad sumida en sus tinieblas.

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III.La tragedia de una sal insípida y una luz escondida

Habiendo presentado a la Iglesia como sal de la tierra y luz del mundo, el Señor nos habla también de la tragedia de una Iglesia que desnaturaliza su misión y llamado en el mundo, y así pierde su razón de ser y abandona el propósito que Dios tiene para ella.

Las metáforas de la sal y la luz nos hablan del creyente como testigo ante el mundo, y esto es imposible hacerlo en privado. Implica que el creyente vive en medio del mundo e interactúa con él. Estas metáforas “muestran al mismo tiempo cuan diferentes del mundo y sin embargo cuán relacionados con el mundo están los creyentes. Aquí se condena la mundanalidad o la secularización, pero también se condena la indiferencia o el aislacionismo”. [8]

La iglesia que olvida su llamado es como sal que se vuelve insípida. Ya no sirve para preservar ni para dar sabor. Es decir, se volvió completamente inútil y desechable (v. 13), porque ya no se distingue de la tierra a la que es echada, no tiene nada especial que la haga valiosa y útil.

Asimismo, la iglesia que olvida su llamado a creer y proclamar fielmente la Palabra, vivir en santidad, andando en amor y en comunión unos con otros, de iglesia lleva ahora solo el nombre. Se volvió insípida, ya no sirve para restringir la maldad en su sociedad pues ya no la predica ni la practica, se diluyó en la sociedad perversa en la que vive. Es un pueblo que perdió su misión y su identidad, olvidó qué es, quién es y para qué fue apartado del mundo.

De la misma manera, el Señor usa la imagen de una luz que se esconde para ampliar esta idea de una iglesia que se desnaturaliza y se vuelve inútil. Hoy diríamos que nadie ubicaría una lámpara debajo de la cama. ¡Es un absurdo! Esa lámpara no serviría para nada allí. Además de la idea de algo inútil, esto nos comunica una iglesia desubicada, como una ciudad mal emplazada. Se trata de una iglesia fuera de su lugar, del propósito para el cual Dios la llamó. Se ha entregado a otra misión, otra tarea y probablemente, otra fe y otros dioses. No sirve para nada con lo que está haciendo allí donde está, no alumbra a nadie.

Sobre esto, tenemos el ejemplo preocupante de la iglesia de Éfeso, en Ap. 2:1-7. Esta era una iglesia que en un momento fue fiel, que contó incluso con Apóstoles entre sus pastores, y era guardiana de la fe bíblica. Incluso, hacían muchas buenas obras. Sin embargo, habían olvidado lo más importante y que da sentido a todo lo demás: habían dejado su amor al Señor sobre todas las cosas.

Ante esto, la exhortación del Señor Jesús a esta congregación fue categórica: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído y arrepiéntete, y haz las obras que hiciste al principio. Si no, vendré a ti y quitaré tu candelabro de su lugar, si no te arrepientes” (Apocalipsis 2:5, NBLA). Este juicio significa que no contaría más con la presencia de Dios, el Señor retiraría a su Espíritu Santo de ellos como congregación, y por consiguiente no habría vida en ellos. Como consecuencia, no alumbrarían más, pues como ya vimos, ninguna iglesia tiene luz propia, sino que alumbra con la que el Señor le da. No serían ya más un candelero, una lámpara que da luz para el mundo.

Por lo mismo, ¡Qué triste es considerar la realidad de la que profesa ser Iglesia en occidente! Con la Biblia en mano, me atrevo a decir que la mayoría de las que se hacen llamar iglesias son candelabros apagados, lámparas debajo de la cama, sal que se ha vuelto insípida y que no sirve más.

Si consideramos sólo la situación de Chile, tenemos megaiglesias y denominaciones presididas por pastores que son verdaderos depredadores, que no se someten a la Escritura en su predicación ni en la organización de sus iglesias. Buscan títulos cada vez más altos, tanto que algunos muy perdidos se hacen llamar apóstoles. No predican el Evangelio, sino mensajes motivacionales o que apuntan simplemente a las emociones y las sensaciones del momento. Oprimen a sus hermanos con medidas legalistas y con un liderazgo tiránico, siendo descarados en su maldad.

Si se llega a pedir la opinión de un pastor en televisión, invitan al más escandaloso e ignorante, no importando siquiera si pastorea efectivamente una iglesia o no. Lamentablemente, muchas veces son estos mismos pastores de megaiglesias los que tienen más notoriedad pública, y así los no creyentes han llegado a la conclusión de que todas las iglesias evangélicas no son más que negocios para hacer millonarios a sinvergüenzas y estafadores que se hacen llamar pastores.

Por otro lado, se han conocido no pocos casos de abusos sexuales, adulterio y homosexualidad en los pastores, muchas veces encubiertos por las mismas iglesias o los líderes de las denominaciones. Otros se han prostituido con los políticos, ofreciendo conseguir votos a cambio de lograr posiciones de poder, dinero o favores.

Todo esto ha generado una pésima fama entre los incrédulos, y lo peor es que no ha sido por engaños, sino motivada en hechos reales. “Porque tal como está escrito: «El nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de ustedes»” (Romanos 2:24, NBLA).

La lista de hechos lamentables podría ser interminable. Pero este no es un llamado a sentirnos mejores que estos pastores e iglesias que han caído. Ante toda esta situación tan lamentable, nuestra reacción no debe ser inflar el pecho diciendo “nosotros sí que somos de verdad”. Más bien, es un llamado a clamar y gemir ante el Señor, uniéndonos al salmista:

Acuérdate de esto, Señor: que el enemigo ha blasfemado, Y que un pueblo insensato ha despreciado Tu nombre. No entregues a las fieras el alma de Tu tórtola; No olvides para siempre la vida de Tus afligidos. Mira el pacto, Señor, Porque los lugares tenebrosos de la tierra están llenos de moradas de violencia.” (Salmo 74:18–20, NBLA).

¿Cómo, entonces, ser sal de la tierra y luz del mundo? Volvemos así al punto elemental de este mensaje: no hay una lista de mandatos y prohibiciones que nos convierta en sal y luz. La única forma es en unión con Cristo por la fe, permaneciendo en Él y Él en nosotros, pues separados de Él nada podemos hacer.

Se trata, por tanto, de vivir según lo que ya somos en Cristo. Si olvidamos esto, caemos en el absurdo y ya no servimos para nada. Esto debe mantenernos en humildad, sabiendo que en nosotros la tendencia natural es a volvernos insípidos y ser candeleros apagados. Sólo fortaleciéndonos en el poder del Espíritu es que podemos cumplir nuestro llamado y misión.

La Escritura nos manda ser “… irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación torcida y perversa, en medio de la cual ustedes resplandecen como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15, NBLA).

Vayamos a los pies de Jesús, quien siendo la luz, vino a rescatar a quienes estábamos en tinieblas, y soportó los tormentos del calvario para que nosotros muramos con Él, pero también resucitemos con Él y así no sólo seamos alumbrados, sino que seamos portadores de Su luz para salvación de quienes no le conocen.

Jesús les habló otra vez, diciendo: «Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la vida».” (Juan 8:12, NBLA).

  1. Ver https://youtu.be/XQJLsviKkbs?t=41

  2. Lloyd-Jones, Sermón del Monte, 199-200.

  3. Citado en César Vidal, La herencia del cristianismo, (TX: Editorial Jucum, 2014), 63. Todas las referencias históricas de esta sección fueron extraídas de este libro, mismo capítulo.

  4. https://apologetics-notes.comereason.org/2014/06/how-will-children-be-valued-if.html

  5. Vidal, Herencia del cristianismo, 73.

  6. Incluso un medio progresista como la BBC, identifica una diferencia en el manejo de la economía entre países de raíz protestante y aquellos con mayoría católico romana: https://www.bbc.com/mundo/noticias/2012/07/120719_cultura_division_historica_europa_bd

  7. Lloyd-Jones, Sermón del Monte, 219.

  8. Hendriksen, Mateo, 295.