La fe del Nuevo Pacto
“Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros”
(He.11.39-40).
Con la ayuda del Señor, hemos podido ver a lo largo de la serie cómo la fe fue el medio por el que los creyentes en el Antiguo Testamento alcanzaron un testimonio aprobado delante de Dios. Algunos debieron confiar en que Dios haría verdaderos milagros con ellos, como Abraham, al que se le prometió un hijo a avanzada edad, como al pueblo de Israel, quienes confiaron que esas paredes de agua del mar rojo no se cerrarían hasta que pasara el último de ellos, o como a Josué, que vio caer las murallas de Jericó por el sólo tronar de las bocinas. Otros, alcanzaron una fuerza sobrehumana para batallar con grandes y experimentados ejércitos, como Gedeón contra los madianitas, como Sansón contra los filisteos, o como David frente al gigante Goliat. Otros vieron cómo sus seres queridos fallecidos volvieron a la vida, como la viuda de Sarepta que abrazó a su pequeño resucitado.
Sin embargo, no debemos pensar que la fe nos garantiza obtener todo lo que queremos en esta vida, sino que la fe es una herramienta para que Dios, no nosotros, sea glorificado. Cierto es que muchos hombres de fe fueron librados de la muerte, pero no es menos cierto que la mayoría de los creyentes del Antiguo Testamento sufrieron tribulaciones y crueles tormentos, y en el mayor de los casos, la misma muerte. Si queremos encontrar algo en común que tienen todos los nombres mencionados en este capítulo esto es que todos mantuvieron la fe en medio de pruebas, dificultades y persecuciones. Lo veíamos en la última prédica, cómo la historia de la Iglesia del Antiguo Testamento estuvo regada con la sangre de los mártires, profetas que fueron objeto de toda clase de vejámenes, torturas y persecuciones, con tal de no negar al Señor que les había llamado. Muy ciertas son las palabras del pastor Juan Calvino cuando dijo “estos santos encontraron más clemencia entre las fieras salvajes, que entre los hombres”.
El recordar la fe de estos varones fue una inyección de ánimo para quienes recibían esta carta, porque también estaban siendo afligidos con el cruel azote de la persecución. En nuestra mentalidad humana, cuando queremos sentirnos de mejor ánimo, no insistimos en aquello que nos está produciendo angustia o tristeza, sino por el contrario, buscamos despejarnos, pensar en otra cosa, “salir a tomar aire", evitar aquello que reconocemos como fuente de nuestro dolor y preocupación. Sin embargo, y contrario al instinto humano, Dios anima a sus hijos a considerar el testimonio de otros de sus hijos, que padecieron de maneras similares. Y esto último no es porque desee vernos sufrir sin causa, sino para que consideremos que esos sufrimientos son el método de Dios para hacer más puro el oro de nuestra fe. El apóstol Pedro dijo que de la misma manera como la pureza del oro se prueba con fuego, así la fe debe ser probada con aflicciones (1 Pe.1.6-7). Las pruebas, dificultades, contratiempos y persecuciones, jamás han destruido a los creyentes verdaderos, por el contrario, han sido los inmejorables medios por los que Dios ha preparado a sus hijos para la misma gloria.
Y volviendo a nuestro texto, nos dice que “todos estos - creyentes del Antiguo Testamento, porque a ellos se refiere el contexto - aunque alcanzaron un buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido”. Y quiero que nos concentremos en esta profunda verdad que también nos la menciona el versículo 2 del mismo capítulo: “Por la fe alcanzaron buen testimonio los antiguos”. Todos ellos, alcanzaron un buen testimonio mediante la fe. Ellos no alcanzaron ese buen testimonio por sus virtudes, capacidades o preparación. Ellos dieron ese testimonio por medio de la fe, no había ninguna otra forma de alcanzarlo.
Cuando hablamos de un buen testimonio, ¿qué se le viene a la mente? Usualmente lo asociamos con mantener una determinada conducta delante de los hombres. Si uno de nosotros llega reiteradamente tarde a su trabajo podemos decir que está dando un pésimo testimonio. Pero si cumple con sus obligaciones decimos que deja un buen testimonio del evangelio. Como podemos darnos cuenta, muy internamente asociamos el buen testimonio con la impresión que se lleven los hombres de nuestra conducta.
Y no está mal pensar que las obras de una persona dan testimonio de sí misma, porque según la calidad de los frutos será la calidad del árbol. Pero cuidado debemos tener con reducir los frutos de una persona solo a su piedad pública, no vaya a ser que sus supuestas buenas obras provengan de un corazón que permanece muerto y sin Dios. Recuerden cómo nuestro Señor trató a los fariseos, les dijo sepulcros blanqueados, por fuera se mostraban muy celosos y correctos, pero por dentro estaban llenos de huesos muertos y de toda inmundicia (...). Por fuera un hombre puede dar un excelente testimonio, sin embargo, una sola mirada a las habitaciones más recónditas de su interior bastaría para cambiar completamente de opinión.
Lo anterior es muy evidente en los funerales de los incrédulos. Aún los delincuentes más experimentados tienen largas caravanas de cortejo y honras fúnebres. Nunca ha faltado el discurso alabando las supuestas virtudes del difunto. Usted conoce el dicho: “en el funeral, todos los muertos son buenos”. Sin embargo, sabemos que si una persona no ha puesto su fe en el Salvador, los excelentes halagos que esté recibiendo su cuerpo dentro del ataúd, a esa misma hora serán desmentidos delante de los ángeles, cuando se encuentre lleno de terror cara a cara frente a la justicia de Dios.
Y esto no sólo ocurre en el mundo que no conoce a Dios, también puede ocurrir entre los que se llaman cristianos. Puedes comportarte como un cristiano, te vistes como ellos, hablas su lenguaje, asistes a la iglesia, colaboras en todo lo que puedas, incluso puede que llegues a enseñar o liderar, pero si tu corazón está alejado de Cristo, si tu mente no está en su Palabra, si tu ser no está profundamente afectado y conmovido por el evangelio, tus obras sólo son el engañoso envoltorio de un interior amargo y corrupto. El Señor nos advirtió: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos” (Mt.6.1). Cuando te entregas a la aprobación de los hombres terminarás sometiéndote a sus moldes. Que triste fue lo que ocurrió con aquellos que sintieron simpatía por Cristo “pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Jn.12.42-43).
Podemos engañar a todo el mundo respecto de quiénes somos, pero Dios no puede ser burlado. Aunque ante los hombres te muestres perseverante, servicial, amable, honesto y confiable, sólo Dios sabe lo que los demás no logran ver de ti en tu soledad. Él sabe los cuerpos sobre los que has posado tus ojos, la inmundicia que han tocado tus manos, el odio o envidia que has sentido en lo privado, la confianza que tienes en las obras de tus manos, lo que codicias y anhelas con todo tu ser, el mal que has planificado en secreto. ¿Cómo te ocultarás ante un Dios que ve todas las cosas? Como decía el salmista: “Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; Has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, Y todos mis caminos te son conocidos” (Sal.139.1-3). Preocúpate por dar un buen testimonio ante el que conoce toda tu vida. Asegúrate que Dios sea el que califique tu testimonio como bueno, antes que los hombres. La opinión de Dios es la que importa.
Y si el Espíritu Santo dijo en esta carta que estos varones alcanzaron un buen testimonio, es porque para Dios, en primer lugar, eso fue realmente así. A los ojos de Dios estos humildes creyentes tenían una conducta intachable. Sin embargo, cuando nos adentramos en los pormenores de las vidas de los santos antiguos, poco a poco se nos hará más difícil defender a cabalidad el testimonio de ellos. Abraham, de manera cobarde, expuso a su propia esposa a dos hombres para salvar su propio pellejo (…), ¿cómo podríamos decir que obtuvo buen testimonio? Jacob se disfrazó de su hermano Esaú para engañar a su padre y así obtener la bendición, ¿cómo podríamos pensar que su testimonio fue bueno? Y ¿acaso algún abogado de esta tierra representará ante el juzgado a David, el que no sólo adulteró con la esposa de otro hombre, sino que fue el autor intelectual de su homicidio? ¿Cómo podemos defender sus testimonios y decir que fueron buenos?
Y ante este serio dilema, lo primero que debemos decir, es que la Biblia no intenta ocultar ninguno de los pecados de estos hombres para hacerles parecer rectos, por el contrario, deja registro de sus más oscuros y horrendos pecados. Todo esto tiene el propósito que sea evidente a todos que si un hombre se presenta como justo delante del Trono de Dios ha de ser sólo por su Bendita Gracia. Como nos dice el apóstol: “Por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef.2.8-9).
En segundo lugar, se nos declara que esa justicia, que ese buen testimonio, lo recibieron por la fe, no venía de ellos, sino que lo heredaron, lo obtuvieron, lo recibieron. Por ejemplo, en el versículo 4 se nos dice que por la fe Abel “alcanzó testimonio de que era justo”. Abel, al igual que todos nosotros, en maldad fue formado y en pecado lo concibió su madre (Sal.51.5). No era inocente, mucho menos perfecto, era un pecador de nacimiento. ¿Cómo es que la Escritura puede decir que alcanzó el buen testimonio de ser llamado justo? Y la respuesta no la encontramos en las obras de Abel, sino en su fe. La fe fue el motivo por el que Abel alcanzó la justicia, y fue visto por Dios como un hombre recto ante su presencia.
Otro ejemplo lo encontramos en el versículo 7, donde nos dice que Noé fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe. Nuevamente, Noé nació pecador, era parte de esa humanidad corrupta y violenta que le rodeaba, pero Dios vio con gracia a Noé, y le constituyó heredero de la justicia que viene por la fe. No es muy distinto con Abraham, nos dice la Escritura que creyó a Dios y fue contado como justo. De David nos dice el apóstol Pablo, que en sus salmos habló de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras (Ro.4.6). Y así vemos en toda la Escritura, que todos los que se presentan ante Dios como justos, reciben esa justicia sólo por la fe. No viene de ellos, sino que la heredan, la reciben, la obtienen por la fe.
Y en tercer lugar, lo más precioso de todo esto, es que nadie puede ser declarado justo a menos que crea en Jesucristo, a quien Dios hizo pecado para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él (2 Co.5.21). Lo dice la Escritura: "no hay otro nombre, bajo el cielo, dado a los hombres, en quien podamos ser salvos” (…), sólo Jesucristo. En aquella cruz de Cristo no sólo fueron clavados los pecados de Pedro, de Juan y de Pablo, también fueron clavados los pecados de Abel, de Noé, de Abraham, de Moisés, de David, y de todos los creyentes antiguos. Sólo hay una vía para que un hombre pueda alcanzar testimonio de ser llamado justo, y esa es por aquella fe que descansa en Jesucristo. Todos estos obstinados transgresores de la ley, encontraron en el Mesías profetizado el abogado que podía representar sus perdidas causas ante el Estrado de Dios. Aunque todos nos negaríamos a defender el testimonio de Abraham, Jacob, Moisés, David o cualquier otro pecador de la Biblia, Jesucristo no rehusó llevar sus querellas, anulando el acta de los decretos que había contra ellos y clavándolas en su cruz. “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? - dice el apóstol - Dios es el que justifica” (Ro.8.33).
¡Qué precioso es saber que fueron vistos por Dios como de buen testimonio, mediante la fe en el Cristo anunciado! Sin embargo, aunque alcanzaron ese testimonio, nos dice que no recibieron lo prometido. Esto es curioso, porque, si revisamos las vidas de ellos, no sólo recibieron la justicia que viene por la fe, sino también fueron testigos de cómo Dios cumplió sus promesas. Noé, por ejemplo, fue testigo de cómo Dios cumplió la promesa de preservar su vida y la de su familia en aquel Gran Diluvio. Abraham vio cómo Dios le concedió el hijo de la promesa a una avanzada edad. Moisés fue testigo de cómo Dios, mediante grandes maravillas libró al pueblo de Israel de la opresión egipcia. Josué, junto a la caravana hebrea, vieron cómo al son de las bocinas, cayeron las impenetrables murallas de Jericó. Todas estas cosas Dios las había prometido, y ellos fueron testigos de su cumplimiento. Entonces, ¿por qué razón la Escritura nos dice que ellos no recibieron lo prometido?
La misma Escritura nos lo aclara en este mismo capítulo, versículo 13, cuando se habla de Abraham, Isaac y Jacob: “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (He.11.13-16). Esto que leímos es conmovedor, nos está diciendo que Abraham, el padre de los que son de fe, estaba perfectamente consciente que Canaán era sólo un anticipo de una ciudad mucho mejor, una perfecta, una hecha por Dios mismo. Él confesó que era un peregrino y extranjero en la tierra prometida, porque, al ser de fe, su ciudad permanente sería la Jerusalén Celestial. Y aunque murió sólo pisando la arenosa tierra palestina, nos dice que miraba de lejos a esa ciudad celestial, y creía en esa promesa y la saludaba. En otras versiones, la esperaba con gusto.
Los creyentes del Antiguo Testamento sabían que mientras el Mesías no haya llegado, todo lo que recibieron eran anticipos, figuras, sombras, símbolos de algo definitivo y eterno. Noé, aunque vio que Dios cumplió la promesa de un diluvio, no alcanzó a ver cómo Dios resolvería definitivamente el problema del pecado humano, y murió esperándolo. Abraham, no vio satisfecha la promesa en aquel animal atrapado en el arbusto, sino que sabía que Dios proveería un Cordero que quitaría el pecado del mundo. Y el tiempo nos faltaría para hablar de cada uno de los jueces, reyes y profetas de Dios, que con ansias esperaban a ese Señor que vendría a rescatar a su pueblo de sus pecados. Como dijo nuestro Señor Jesucristo: “os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron” (Lc.10.24).
Por esto podríamos llegar a pensar que fue decepcionante para ellos no haber recibido la promesa, sino sólo anticipos. Pero quiero que me acompañe al capítulo 1 de la primera carta del apóstol Pedro, los versículos 10 al 12, y veamos cuál fue la actitud con la que los creyentes antiguos esperaron esas promesas. Nos dice: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pe.1.10-12). Los profetas, profetizaron de la gracia destinada a nosotros, examinaron cuidadosamente sobre la salvación futura que vendría de mano de Cristo. Todos ellos, desde Abel hasta Juan el Bautista, buscaban a Cristo en cada una de las promesas del Antiguo Testamento.
Cuando una persona empieza a tener problemas de visión acude al oftalmólogo para que le recete anteojos. Cuando está en la consulta el médico le pregunta si logra ver las letras que aparecen en un pizarrón lejano, y si el paciente tiene su vista muy dañada, le responde que logra ver unas figuras o manchas, pero no sabe a qué letras corresponden. El médico le pone anteojos y poco a poco va sobreponiendo unos lentes de mayor aumento. Uno tras otro el paciente va mejorando su vista, hasta que llega a aquel lente que le permite ver de manera perfecta. De la misma forma, los creyentes del Antiguo Testamento veían a Cristo de una manera difusa, tratando de entender los tiempos y la persona a la que apuntaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos.
En un inicio, lograban ver nebulosamente a un Salvador que era necesario, que tenía que aplastar la cabeza de la serpiente, que tenía que redimir el corazón corrupto de los hombres, que tenía que derramar su sangre perfecta. Y a medida que avanzamos en la historia sagrada, los profetas iban sumando características de ese Mesías: sería un León, un Cordero, un Varón Perfecto y experimentado en quebranto, un profeta, un rey, un sumo sacerdote. Poco a poco, su vista fue mejorando hasta que la humanidad pudo ver sin estorbos, sin problemas, sin velos, a Jesucristo, el Hijo de Dios, revelado a los hombres. El velo del templo se rasgó. El que se había reservado en secreto, ahora se ha dado conocer. Nos dice el apóstol Juan que “A Dios nadie le vio jamás, el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn.1.18).
La carta del apóstol Pedro nos decía que a los profetas “se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo”. Los profetas no se sintieron utilizados por Dios y decepcionados por no haber visto al Mesías, por el contrario, ellos estaban plenamente conscientes de que no eran los beneficiados finales de su trabajo, sino que otros, en el futuro tendrían el privilegio de ver al Señor. De la misma manera como muchos cristianos han partido de este mundo esperando con gozo la segunda venida de Jesucristo, los creyentes del Antiguo Testamento murieron esperando la primera venida de Cristo, y la esperaron con todo gusto.
Nuestro texto nos decía que Dios proveyó algo mejor para nosotros, algo mejor que lo entregado a los creyentes del Antiguo Testamento. ¿Qué será aquello mejor que no fue entregado a los del Antiguo Testamento, y fue provisto a los creyentes del Nuevo? La misma carta a los Hebreos nos lo aclara. Hebreos 8.6 nos dice: “Pero ahora Él (Jesús) ha obtenido un ministerio tanto mejor, por cuanto es también el mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (He.8.6). El Nuevo Pacto es aquello mejor que hemos recibido, y que los creyentes del Antiguo Testamento no alcanzaron a presenciar.
Ellos vivieron bajo el Antiguo Pacto, bajo el cual el hombre conoció el significado de lo imposible. Imposible es que pueda alcanzar la justicia mediante sus obras. Las bendiciones de ese Antiguo Pacto se reclamaban sólo si se tenía una obediencia perfecta a la ley, mientras que su condenación se cobraba a todos aquellos que se desviaban un sólo metro de sus estatutos. El resultado final de ello es que la ley nos ha encerrado a todos bajo pecado.
Sin embargo, ese Antiguo Pacto ha sido nuestro profesor exigente para que dirijamos nuestra mirada al Nuevo Pacto. Como decía Charles Spurgeon: “La ley (...) es el perro negro que sirve para llevar a las ovejas al pastor”. El Antiguo Pacto ha sido ese sol fatigador que nos hace sedientos del Nuevo Pacto. Y aunque los creyentes del Antiguo Pacto no vivieron para presenciar el establecimiento del Nuevo, sí lo esperaban. De los labios del profeta Jeremías el Señor dijo: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá… este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jer.31.31-34). Aunque no alcanzaron a vivir para presenciarlo, los creyentes de la antigüedad estaban sedientos del Nuevo Pacto, lo esperaban y creían en sus promesas.
El texto decía que Dios proveyó eso mejor para nosotros. La Biblia reconoce que los que hemos creído luego de la venida de Cristo estamos en una mejor posición. No lo estamos porque seamos mejores que los creyentes antiguos, sino que por gracia se nos consideró así. Así lo reconoció el apóstol Pedro, cuando dijo que Jesucristo fue predestinado para derramar su sangre, pero fue revelado en los postreros tiempos por amor de nosotros (1 Pe.1.20). Los creyentes del Antiguo Testamento son de las generaciones del velo del templo extendido, nosotros somos de las generaciones del velo rasgado. Ellos tuvieron que dilucidar de entre las figuras y sombras la necesidad de un Nuevo Pacto y el ministerio de un Mesías. Nosotros ahora tenemos toda la luz del evangelio y a Jesucristo revelado. Ellos veían nebulosamente la cruz de Cristo, mientras que el Nuevo Pacto nos ha entregado los anteojos perfectos para ver al Hijo de Dios sin estorbo alguno. Estamos sin duda en una posición mucho más privilegiada.
Sin embargo, junto con un gran privilegio hay una gran responsabilidad, como nos dijo nuestro Señor: “porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Lc.12.48). Tenemos todo el Consejo de Dios en las Escrituras. Lo que los profetas anhelaban conocer, nosotros lo tenemos a la mano. Pero ello nos hace más deudores de Dios, porque conocemos la verdad de Cristo y por ella seremos juzgados. Como nos dijo el Señor: “El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero” (Jn.12.48). ¿Dónde se encuentran las palabras de nuestro Señor? ¿En nuestra imaginación, en nuestros recuerdos, en una iglesia, en los labios de un pastor o predicador? No, se encuentran en las Escrituras. Si rechazas las Escrituras, si no buscas al Señor por medio de su Palabra tú le estás rechazando, aunque digas que crees en Él y le amas, lo que determinará que en verdad quieres buscarle será el lugar que en tu vida le concedas a la Palabra de Dios.
Ese Nuevo Pacto es mejor, porque todo lo que contiene es mejor. El Antiguo Pacto fue establecido con sacrificios de animales que, aunque cumplían los requisitos de consagración, no eran eficaces para purificar a los que venían al Señor por medio de ellos. Acompáñeme al capítulo 10, los versículos 11 al 14: “Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He.10.11-14). Mediante el mejor sacrificio de Cristo, Dios hizo perfectos, para siempre a los santificados. ¿Quiénes son los santificados? ¿A quiénes Dios llama santos en la Escritura? ¿Sólo a los del Nuevo Testamento? ¿Sólo a los del Antiguo? No, la Escritura trata como santos a todos los creyentes, tanto en el Antiguo como Nuevo Testamento.
El sacrificio único de Cristo es el epicentro de la salvación de todos los creyentes que han pisado la tierra, desde Abel hasta el último escogido que se salvará antes de su segunda venida. Por esto es que nuestro texto nos dice que Dios proveyó el Nuevo Pacto delante de nosotros, los creyentes del Nuevo Testamento, “para que no fuesen ellos - los creyentes del Antiguo - perfeccionados aparte de nosotros”. Ellos no tenían otra forma de ser perfectos, sólo somos perfectos cuando somos vistos a través de Jesucristo en los términos del Nuevo Pacto.
Ese Nuevo Pacto lo trajó el mismo Cristo. Su sello es su sangre. Él es su intermediario. Su condición de ingreso es la sola fe. Y tiene la cláusula más bella que el hombre pudo oír jamás: “perdonaré su maldad, y no me acordaré más de su pecado” (Jer.31.34). Ningún hombre en verdad podrá llegar al cielo sino es por los términos de este Nuevo Pacto. Y si los creyentes del Antiguo Testamento estarán allá arriba también, es porque creyeron de esta misma forma.
Y ya finalizando, quiero hacerte algunas preguntas de rigor. Los profetas, con lo poco que se les reveló, inquirían y diligentemente indagaban acerca de la salvación que Dios les prometió. Con tan pocos recursos revelados, se esforzaban en conocer al Señor. Y tú, que tienes toda la Biblia, que tienes las palabras de Jesucristo, que tienes la enseñanza de sus apóstoles, que tienes los misterios antiguos explicados y revelados, que tienes a Jesucristo presentado, ¿cómo aún perderás tiempo en entretenciones si Dios nos lo ha concedido todo? Como decía el pastor Juan Calvino: “Una pequeña chispa de Dios los guió hasta el cielo; ahora que el sol de la justicia brilla sobre nosotros, ¿con qué argumento nos disculparemos si todavía nos aferramos a la tierra?” (Juan Calvino, Hebreos).
Los profetas, aunque sabían que labraban un campo cuyos frutos no alcanzarían a ver, con gozo trabajaban en ese campo, sabiendo que futuros creyentes cosecharían los frutos. La pregunta que te hago es, ¿estás trabajando para la posteridad? ¿Estás edificando una obra que otros podrán continuar? Como dijo el apóstol Pablo: “Y no nos cansemos de hacer el bien, pues a su tiempo, si no nos cansamos, segaremos” (Gá.6.9). En el cielo es la cosecha. Como dijo nuestro Señor: No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt.6.19-21). Si tu corazón está en esta tierra, todo lo que harás será para ti, pero si tu corazón está en el reino, partirás sabiendo que otros creyentes se verán beneficiados de tu fidelidad.
Reflexiona un momento. ¿Pensaría acaso Martín Lutero que el redescubrimiento que hizo de la suficiencia de la Escritura habría impactado a un continente que ni siquiera sabía dónde estaba y a personas que faltaban 500 años para que nacieran? ¿Habría imaginado Casiodoro de Reina, que sus traducciones de la Biblia al español serían aún disfrutadas por hermanos en Latinoamérica? ¿Se habrá imaginado John Bunyan que su alegoría de la vida cristiana sería de ánimo a muchos cristianos en el mundo? ¿Habrá imaginado el autor de Hebreos, que hasta hoy una congregación de cristianos en un remoto lugar llamado Santiago de Chile, leería sus palabras y se animaría con ellas? Posiblemente los frutos de nuestro servicio no los veremos en vida, pero qué grato es trabajar para el Señor sabiendo que será de provecho para sus hijos.
Tú que luchas contra el pecado como yo, tú que has perdido batallas y te deprimes al ver cómo tu carne te ha vencido. Aunque tus deseos profundos eran glorificar al Señor, te viste sumergido en el fango de tu inmundicia y tus lágrimas cayeron por la decepción de haber fallado a tu Señor. Tú y yo sabemos cuánto nos odiamos luego de pecar, y si la decisión pasara por nosotros, no habría necesidad de que Dios me envíe al infierno, yo mismo brincaría de piquero al lago de fuego diciendo “estoy de acuerdo contigo Dios, soy el peor de todos, lo merezco”. Pero qué gloriosa gracia, que aunque ni yo mismo sería capaz de perdonarme, Jesucristo vino a la cruz, para que su perfecto testimonio sea mi testimonio. Si has caído en pecado, alza tus ojos y mira a tu Abogado Celestial, y descansa en su inquebrantable y poderosa defensa. Él te representa en aquella divina corte, si confías en Él no serás avergonzado. Tardaré toda la eternidad en entender la inmerecida gracia de Dios, pero no me tardaré un sólo segundo en creerlo y entregarme por entero a Él.
Tú que no tienes un buen testimonio, tú que no te atreves a alzar tus ojos al cielo, la justicia de Cristo está disponible. Ven a Él, no te echará fuera.