La Fe de la Familia de Abraham
“Por la fe bendijo Isaac a Jacob y a Esaú respecto a cosas venideras. Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón. Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos”
(He. 11.20-22).
El Señor hasta el momento nos ha permitido estudiar la fe de Abel, Enoc, Noé, Abraham y Sara, y siguiendo con el orden que el mismo Espíritu Santo nos dejó, el día de hoy nos encontramos con la fe de Isaac, Jacob y José. Isaac fue hijo de Abraham, Jacob fue nieto de Abraham y José fue bisnieto de Abraham.
Hemos visto cómo el Espíritu Santo resaltó la fe de Abraham al ser llamado de la casa de su padre a una tierra desconocida, la fe al prometérsele un hijo a avanzada edad, y la fe al pedírsele ese hijo, a quien amaba, en sacrificio. Aunque Abraham pecó a lo largo de su vida, como todos nosotros, su fe, aunque pequeña y sencilla, le llevó a ser llamado nada más y nada menos que el padre de la fe y amigo de Dios (Stgo.2.23). Dice la Palabra de Dios que por el sólo hecho de creer en la promesa que sería padre, Abraham fue considerado justo por Dios, no por sus obras, sino sólo por haber creído en la promesa.
Retomamos la figura de Abraham porque es central a todo lo que podemos hablar, no sólo porque es el padre de la gran nación de Israel, sino porque recibió una promesa de parte de Dios que fue traspasada de generación en generación a través de Isaac, Jacob y José. El hilo conductor, por tanto, que une la historia de estos varones fue la promesa que Dios le dio a Abraham. En Gn.12, encontramos esta promesa, cuando Dios le dijo: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn.12.1-3).
Canaán, la tierra que Dios mostró a Abraham, no era una tierra tan fértil como Egipto o Sodoma, pero sería la tierra en la que Dios bendeciría con una descendencia tan numerosa que sólo podría compararse con las estrellas del firmamento y con la arena del mar. Sin embargo, el número de la descendencia no es lo más importante dentro de la promesa. Lo más importante es el cómo esta descendencia se convertiría en el canal por medio del cual Dios bendeciría a todas las familias de la tierra. De acuerdo a esto, los descendientes de Abraham no son un fin en sí mismos, sino que son los medios por los cuales Dios traería esta bendición.
Fue precisamente en los inicios de esta gran descendencia que el Espíritu Santo quiso destacar la fe con la cual los sucesores de Abraham recibían la promesa de sus padres y la heredaban a sus hijos. Esta incontable descendencia partiría con Isaac, nombre que significa “risa”. Tanto Abraham como Sara, al recibir la promesa de que les nacería un hijo, se rieron. Esta insolente forma de recibir la promesa sería castigada en su conciencia, cada vez que llamaran a su hijo recordarían que de Dios nadie se burla.
Dios le dijo a Abraham: “En Isaac te será llamada descendencia” (Gn.21.12). Isaac era el hijo elegido por Dios para perpetuar aquella promesa dada a Abraham. Ya siendo adulto, cuando Isaac tuvo la intención de ir a Egipto a causa del hambre que asolaba a la tierra prometida, Dios le detuvo diciendo: “No desciendas a Egipto; habita en la tierra que yo te diré. Habita como forastero en esta tierra, y estaré contigo, y te bendeciré; porque a ti y a tu descendencia daré todas estas tierras, y confirmaré el juramento que hice a Abraham tu padre. Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, y daré a tu descendencia todas estas tierras; y todas las naciones de la tierra serán benditas en tu simiente” (Gn.26.2-4). Isaac recibió la misma promesa que su padre Abraham, que su descendencia se convertiría en el canal por el cual Dios bendeciría a todas las familias de la tierra.
Por su parte a Jacob, el hijo menor de Isaac, mientras dormía en Bet-el Dios le dijo: “Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en la que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente” (Gn.28.13-14). Por lo que vemos, la promesa de Dios pasó de cada varón recordando lo mismo, una descendencia que sería como un río que empujaría una bendición con un alcance mundial.
Por este motivo, en el versículo 9 del capítulo que estamos estudiando, nos dice que por la fe Abraham “habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa” (He.11.9).
Todo el que haya leído acerca de las vidas de estos hombres podría afirmar conmigo que el éxito de la promesa no pudo haber descansado en ellos. Si el Señor depositara en manos de los hombres el destino de sus planes, uno a uno fracasarían penosamente. Sin embargo, como el fin de todas las cosas fueron dispuestas por Él mismo, sabemos que, si ha prometido algo, lo cumplirá.
Una buena manera de dejárselos en claro a estos varones fue que sus amadas esposas eran estériles. Sara, la esposa de Abraham; Rebeca, la esposa de Isaac; y Raquel, la esposa amada de Jacob, todas ellas, amadas por sus maridos, no tenían la capacidad biológica para dar a luz un hijo. La promesa consistía en una descendencia, tan numerosa como la arena del mar, y resulta que sus mujeres no podían aportar ni un sólo grano. Dios se encargó, por tanto, de demostrarles que, si Él dio la promesa, Él la llevará adelante, incluso contra lo que consideraban imposible.
Aquí es donde la fe entra en juego, porque como dijo nuestro Señor Jesucristo: “Al que cree todo es posible” (Mr.9.23). La respuesta a la risa de Sara cuando se le avisó que tendría un hijo a avanzada edad, fue reprendida por el Dios del cielo diciendo: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil?” (Gn.18.13-14). Es necesario, que la única respuesta que tengamos ante las promesas de Dios sea la fe.
Otro aspecto en común es que fueron escogidos por Dios contra toda expectativa humana. Recordemos que en los tiempos bíblicos existía el derecho de la primogenitura, un privilegio que permitía al primer hijo varón heredar una doble porción de los bienes de su padre, convertirse en el líder de la familia y administrar sus negocios. Los primogénitos se caracterizaban por ser fuertes cazadores, hábiles con las armas y el liderazgo, como lo fue Ismael, Esaú y los primeros hijos de Jacob.
Sin embargo, Isaac no era el primogénito, sino su hermano mayor Ismael. Jacob no era el primogénito, sino Esaú. José no era el primogénito, por el contrario, era el onceavo de doce hermanos. Efraín, uno de los hijos de José, no era el primogénito, sino Manasés. Y este patrón no es algo de esta familia, recordemos a Abel, el hermano menor de Caín, y a David, el séptimo y último de los hijos de Isaí. Todos estos varones fueron elegidos por Dios contra todos los estándares de la cultura. Como le dijo Dios a su profeta Samuel al mirar a los fuertes hijos de Isaí: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Sa.16.7). Esto nos muestra una manera continua en que Dios quiso hacer las cosas en la historia sagrada, y fue escogiendo a aquellos de los cuales nada se esperaba. Esto es claro en las palabras del apóstol Pablo cuando dijo que “Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo, para avergonzar a lo fuerte” (1 Co.1.27).
Isaac no era como su hermano Ismael, hábil para la caza y el tiro con arco. Jacob no era como su hermano Esaú, hombre fornido y ganadero. Ambos gozaban más bien de la tranquilidad del hogar. Sin embargo, cuando a Moisés se le presentó el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza, no fueron los nombres de Ismael y Esaú los que resonaron, sino que Dios se presentó como el “Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob” (Éx.3.6). Cuando Moisés intercede por el pueblo de Israel a causa de su pecado en Horeb, le dice al Señor: “Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac y Jacob” (Deut.9.27). Cuando el profeta Elías oró fervorosamente a Dios pidiéndole que respondiera con fuego desde el cielo, comenzó su oración diciendo: “Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (1 Re.18.36). Incluso nuestro Señor Jesucristo dijo “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt.8.11). Como ya hemos dicho, no se esperaba nada de ellos, por su bajo carácter y por no ser primogénitos, sin embargo, se les dio estos títulos magníficos en el reino de Dios, no porque fueran grandes o fuertes, sino para engrandecer el nombre de Dios. Como nos dijo nuestro Señor: “cualquiera que se humille como un niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mt.18.4).
La fe de Isaac
Si volvemos a nuestro texto, el versículo 20 nos dice que “Por la fe bendijo Isaac a Jacob y Esaú respecto de cosas venideras”.
En los versículos 17 al 19, se nos menciona que Abraham cuando fue probado por Dios al exigírsele su hijo amado en sacrificio, tuvo fe en que Dios tendría que obrar un milagro en ese momento, porque la promesa era que en Isaac se perpetuaría su descendencia. Si en aquella terrible jornada Isaac resultase muerto por su propio padre, Abraham sabía que Dios tendría que resucitar a su hijo, porque Dios debía ser fiel a su promesa. Se alaba la fe de Abraham al alzar el cuchillo con determinación, pero poco pensamos en la fe del muchacho que recibiría esa estocada mortal.
En ese entonces, Isaac era posiblemente un adolescente, y su padre un anciano de cien años. Este muchacho perfectamente pudo desatarse de las amarras y evitar su propio holocausto, sin embargo, recordaba las palabras que su padre le acababa de decir: “Dios se proveerá de cordero” (Gn.22.8). Al acostarle sobre la pila de madera y atar sus manos, Isaac comprendía por fe que era el cordero elegido, como también entendía que, si la promesa de la numerosa descendencia tenía que pasar por él, Dios tendría que preservar su vida. Es por ello que en dicha prueba difícil podemos ver a un padre obrando activamente su fe, pero también a un hijo entregándose con la misma fe.
Su fe también se hizo evidente a sus sesenta años cuando, luego de veinte años intentando tener hijos, rogó Isaac por su esposa Rebeca, para que Dios abriera su matriz, a lo cual Dios respondió no con uno, sino con gemelos (Gn.25.19-21). Se dio cuenta su esposa Rebeca que mientras aún estaba embarazada, los gemelos luchaban entre sí en el mismo vientre (v.22), a lo cual fue a consultar a Dios qué sucedía y el Señor les respondió diciendo: “Dos naciones hay en tu seno, Y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; El un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, Y el mayor servirá al menor” (v.23). Antes que nacieran estos gemelos, Isaac y Rebeca ya sabían de parte de Dios que el mayor serviría al menor.
Al tiempo del parto, Esaú fue el primero en salir, por lo que se constituyó en el mayor por diferencia de segundos, pero muy de cerca, su hermano Jacob se agarraba del talón de Esaú. Por este motivo le pusieron Jacob, nombre que tiene dos significados: el que toma por el calcañar y el que suplanta.
Crecidos estos niños, Isaac tenía favoritismo por Esaú, quien siguiendo la tradición de los primogénitos era diestro en la caza (Gn.25.27-28), mientras que Jacob era el preferido de su madre, y Jacob era varón quieto y amante del hogar. Resultó que en una oportunidad Jacob cocinó un potaje rojizo, que era un guiso de verduras y legumbres, algunos hablamos de un plato de lentejas. Esaú llegó cansado de cazar, y sin ningún dominio propio exigió a su hermano un plato del apetitoso guiso. Sin embargo, Jacob aprovechó la oportunidad para decirle que se lo daría a cambio de su primogenitura. Esaú dijo: “He aquí yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?” (Gn.25.32). Mathew Henry dice respecto de esta última afirmación de Esaú “parece decir: “Yo nunca viviré para heredar Canaán o ninguna de estas supuestas bendiciones futuras y lo que signifiquen para quien las tenga cuando yo esté muerto y haya partido”. Y jurando a su hermano, vendió tal derecho y así, dice la Escritura, menospreció Esaú su primogenitura (Gn.25.34).
A través de esto, Esaú mostró el poco interés que tenía en la promesa de Dios, y también Dios iba mostrando que su elegido era Jacob, el menor, tal como lo señaló antes que nacieran: “el mayor servirá al menor”. El nombre de Esaú podía haber resonado en las canciones y en las enseñanzas de la nación de Israel, sin embargo, no se nos dice “Dios de Abraham, Isaac y Esaú”, sino Dios de Jacob. Cuando Esaú renunció a su primogenitura renunció al título honorable de ser uno de los primeros padres de la fe.
El texto que leímos decía que Isaac por fe bendijo a Jacob y Esaú respecto de cosas venideras. Esta bendición se las dio cuando era de avanzada edad, y por causa de dicha vejez, casi ciego. Ya preocupado por su pronta muerte, quiso realizar el acto solemne de bendecir al hijo que perpetuaría la bendición de su padre Abraham, lideraría a la familia y sería bendecido con sus bienes.
Recordemos que Dios ya había dicho: “el mayor servirá al menor”, sin embargo, en lugar de llamar a Jacob, el menor, llamó a su amado Esaú, pidiéndole que cazara un animal y lo cocinara como a él le gustaba, a fin de bendecirle. Su esposa Rebeca oyó esto, y concertó uno de los mayores engaños registrados en la Biblia. Cocinó para su marido como a él le gustaba y llamó a su hijo Jacob, lo vistió con pieles de animal para simular los velludos pechos y brazos de Esaú, y le dijo que se hiciera pasar por él para recibir la bendición. Todo el que lea este episodio podrá darse cuenta que, aunque Isaac estaba ciego, no se convenció de inmediato que se trataba de Esaú, por el contrario, decía que la comida y el cuerpo era de Esaú, pero la voz era de Jacob (Gn.27.22). Tuvo que preguntar dos veces si era su hijo Esaú, sin embargo, Jacob, algo nervioso mentía sobre su identidad y decía que él era Esaú.
Esto es terrible, es una novela de engaños y mentiras desmesurada. En ambas partes vemos una intención de salirse con la suya. Isaac desobedeciendo el mandato de Dios al querer bendecir a Esaú; Rebeca engañando a su propio marido disfrazando a Jacob, y Jacob bastante nervioso pero decidido en obtener la bendición a base de engaño. Sin embargo, y a pesar de toda esta telaraña de trampas, debajo corría un río fuerte y limpio, el propósito de Dios que no fracasaría, el de dejar a Jacob a la cabeza y hacer de él un canal de bendición para todas las familias de la tierra.
Una vez que Isaac se cercioró que se trataba del hijo al que quería bendecir, lo bendijo de la siguiente manera: “Dios, pues, te dé del rocío del cielo, Y de las grosuras de la tierra, Y abundancia de trigo y de mosto. Sírvante pueblos, Y naciones se inclinen a ti; Sé señor de tus hermanos, Y se inclinen ante ti los hijos de tu madre. Malditos los que te maldijeren, Y benditos los que te bendijeren” (Gn.27.27-29). Con esta promesa, muy similar a la que dio Dios a Abraham, Isaac, aunque engañado, hizo heredar a Jacob la promesa de Dios.
Resultó que apenas Jacob se retiraba, Esaú venía llegando con el guisado hecho. Al notar todo lo sucedido, Esaú se enfureció de gran manera, y en tres ocasiones le rogó a su padre con lágrimas en los ojos que le bendijera. Isaac no podía dar marcha atrás a la bendición, su respuesta fue: “Yo le bendije, y será bendito” (Gn.27.33). Quizás en nuestro tiempo esto es difícil de entender, porque vivimos en una era en la que nada tomamos en serio. Pero la bendición de un padre a un hijo era un acto tan solemne que era irrevocable.
Este es el momento exacto en que Esaú se está haciendo cargo de su menosprecio. El apetitoso plato de lentejas que con tanto gusto comió Esaú, aquel precio tan ínfimo con que valoró su primogenitura, ahora le estaba produciendo la indigesta sensación de perderlo todo. Su clamor está lleno de desesperación. Es terrible ver a este fornido y fuerte hombre, acurrucado a los pies de su padre, derramando su alma en abundantes lágrimas.
A pesar de los sollozos de Esaú, Isaac le dio el siguiente aviso: “Por tu espada vivirás, y a tu hermano servirás; Y sucederá cuando te fortalezcas, que descargarás su yugo de tu cerviz” (Gn.27.39-40). Recordemos que la promesa de Dios consistía en que de los gemelos nacerían dos pueblos que serían enemigos, pero el pueblo que descendería del mayor, serviría al que viene del menor. De Jacob, el menor, nacieron sus doce hijos, que después de convirtieron en las doce tribus de Israel. Mientras que de Esaú, nació un pueblo que curiosamente se llama Edom, nombre que significa “rojizo”, por lo rojizas que son las tierras de esa región, y que hacía alusión al rojizo plato de lentejas con que Esaú vendió su primogenitura.
El pueblo de Edom siempre celebró conflictos con Israel, hasta que fue conquistado por el rey David 600 años después, pero también la bendición decía que quebrantarían su yugo, lo cual ocurrió 700 años después de la muerte de Isaac, cuando durante el reinado de Joram “se reveló Edom contra el dominio de Judá, y pusieron rey sobre ellos” (2 Re.8.20).
Por contraparte, Isaac le dijo a Jacob que a su heredaría la tierra prometida, que le servirían pueblos y que naciones se inclinarían ante él. Isaac murió liderando apenas una pequeña tribu que vivía en tiendas, pero por la fe veía a millares ingresando a la tierra prometida unos 200 años después de la mano de Josué. Isaac no veía a Jacob siendo reverenciado por otros pueblos, pero sí por la fe podía ver a su descendencia siendo admirada por otras naciones como ocurrió con el reinado de David y Salomón seis a siete siglos después.
Es por esta razón que se nos dice que por la fe Isaac bendijo a Jacob y Esaú respecto de cosas venideras. Lo venidero es lo futuro. Si bien con los ojos terrenales sólo podía ver un presente sencillo, con los ojos de la fe podía ver aquella descendencia prometida, numerosa como la arena del mar y las estrellas del cielo. Como nos dice Hebreos, la fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (He.11.1).
Estas bendiciones las profirió en medio de un gran engaño, sin embargo, si no hubiese sido por esta situación Jacob no hubiese huido a la casa de Labán, donde conoció a Lea y Raquel, las madres de parte de sus doce hijos, que después serían la nación de Israel. Vemos que Dios finalmente tornó todo a bien, a pesar del pecaminoso inicio con que ellos partieron, dando a entender que una montaña de pecado no podría deshacer el propósito de Dios de traer la bendición a las familias de la tierra.
La fe de Jacob
Jacob tuvo doce hijos, de los cuales la mayoría se dedicaba a los trabajos agrícolas y ganaderos. Fue hasta el nacimiento de José, hijo de la esposa a quien amaba Jacob, Raquel, que la familia comenzó a tener ciertas rencillas internas. José recibió el don de soñar e interpretar los sueños, donde algunos profetizaban una superioridad de José sobre sus propios hermanos. Estos sueños disgustaban a sus hermanos, sin embargo, no le quitaban el favoritismo de su padre Jacob, quien no ocultaba su agrado por José, a quien le hizo una túnica de colores.
El disgusto pasó a la envidia, sus hermanos ya no aguantaban los aires de grandeza de José y cómo su padre lo enviaba a supervisar si estaban trabajando, y en un acto inhumano y sanguinario lo arrojaron a un pozo mientras discutían su suerte. Finalmente, lo vendieron a unos madianitas mercaderes como un esclavo. Volvieron a su padre Jacob con la túnica de colores manchada de la sangre de un cabrito fingiendo que había sido devorado por una mala bestia. Desde ese día, la pena se apoderó de Jacob.
Los madianitas vendieron a José a los egipcios, donde llegó a la misma casa de Potifar, un oficial de Faraón y capitán de la guardia. Luego de pasar por látigos y celdas, José interpretó correctamente un sueño de Faraón, en donde se le anticipaba un periodo de siete años fértiles seguido de otro periodo de siete años de hambruna. A este escenario sugirió poner un administrador que guardara las quintas partes de la cosecha para los años de hambruna, recomendación que pareció bien a Faraón, nombrando al mismo José, el segundo al mando de Egipto, algo así como el Ministro de Hacienda.
Ocurrió en estos siete años difíciles que los hermanos de José vinieron a Egipto a solicitar ayuda, reconociendo José su presencia. Luego de un tiempo, decidió darse a conocer a ellos, tranquilizando sus temores les dijo: “no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros” (Gn.45.5). José reconocía por fe que si había llegado a dicho cargo fue para preservar la vida del pueblo que estaba naciendo con estos doce hermanos. Si Dios le prometió a Abraham, Isaac y Jacob que a través de su descendencia traería una bendición a todas las familias de la tierra, Dios había permitido que pasara todo eso para mantener la promesa viva. Lo interesante y emocionante de todo lo que pasó José, no es que después de muchas penurias haya alcanzado un cargo exitoso. Lo emocionante de esta historia es que Dios tenía el control de todas las cosas y estaba asegurando el cumplimiento de la promesa dada a Abraham. Así lo dijo el mismo José a sus hermanos: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo” (Gn.50.20).
Jacob, aunque viejo y sin muchas fuerzas, viajó hasta Egipto a ver la gloria de su hijo. Y una de las cosas que hizo antes de partir fue bendecir a sus nietos, los hijos que José tuvo en Egipto. Sus nombres era Manasés y Efraín. El versículo 21 nos dice “Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón” (He.11.21). Nuevamente, el Espíritu Santo quiere destacar la fe con la cual el patriarca da su bendición a los herederos.
El episodio fue bastante curioso. José trajo a sus hijos, Manasés, el primogénito, y Efraín el menor. José conocía la tradición hebrea de bendecir al hijo con la mano derecha, por lo que puso intencionalmente a su primogénito Manasés a la derecha de su padre Jacob. Al otro lado, puso a Efraín, el menor, a quien por la tradición no le correspondía nada. José sabía que su padre era el menor de los gemelos hijos de Isaac. El posiblemente conocía que usurpó su lugar, pero al ver cómo Dios le bendecía, posiblemente entendía que Dios lo había escogido aun siendo el menor. Por lo que, de acuerdo a esto, José debió haber esperado que Dios escogiera nada más, y no intentar forzar que la bendición llegue a uno en particular.
A pesar que Manasés era el primogénito y estaba al alcance sencillo de la mano derecha de Jacob, Jacob cruza inesperadamente sus manos, y con su mano derecha toca la cabeza de Efraín y le bendijo con una promesa especial, en lugar de su hermano mayor Manasés. Esto a José le causó disgusto, y muy insolentemente tomaba la mano derecha de su padre y la intentaba llevar a la cabeza de Manasés, diciéndole: “No así, padre mío, porque éste es el primogénito, pon tu mano derecha sobre su cabeza” (Gn.48.18), pero Jacob respondió diciendo “Lo sé, hijo mío, lo sé; también él vendrá a ser un pueblo, y será también engrandecido; pero su hermano menor será más grande que él, y su descendencia formará multitud de naciones” (Gn.48.19).
Jacob, por la fe, apoyado en su bastón, lograba ver cómo de sus nietos nacerían grandes pueblos. Jacob termina adoptando a estos hijos de José, a pesar que fueron concebidos con una egipcia. Los hizo parte de sus hijos, y por ende, coherederos de la promesa de Dios. Efraín se convirtió en una poderosa tribu. De hecho, Josué, quien lideró al pueblo de Israel en la conquista de Canaán, era efraimita, descendiente de Efraín. La tribu de Efraín, luego de la división del reino de Israel, fue una de las que lideró al reino de Israel del norte, contra sus invasores. ¡Cuánto impacto tuvo la bendición de Jacob sobre los hijos de José! Nada más que con los ojos de la fe, Jacob pudo ver cómo se mantenía la promesa de Dios a través de estos dos nietos.
La fe de José
Nuestro texto nos decía en el versículo 22, que “Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos”. Su padre Jacob, antes de morir, le dijo a José: “He aquí yo muero; pero Dios estará con vosotros, y os hará volver a la tierra de vuestros padres” (Gn.48.21). Jacob también conocía lo que el Señor le dijo a su abuelo Abraham, cuando luego de prometérsele un hijo, le anticipó: “Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza” (Gn.15.13-14). Tanto Abraham como Jacob sabían que el pueblo debía establecerse transitoriamente en otra nación, pero que regresarían con grandes maravillas.
José, por la fe, le dijo a sus hermanos algo prácticamente idéntico a lo que le dijo su padre antes de morir: “Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y Jacob. E hizo jurar José a los hijos de Israel, diciendo: Dios ciertamente os visitará, y haréis llevar de aquí mis huesos” (Gn.50.24-25). Recordemos que, a esa fecha, los hijos de Jacob estaban habitando en tierras egipcias a causa de la buena administración de José, que les mantuvo mucho tiempo. José, con los ojos de la fe, no sólo vio el gran éxodo de los hebreos a la tierra prometida, sino también cómo su ataúd era trasladado de Egipto a Siquem.
Es de cultura general recordar que los cuerpos de los grandes cargos egipcios eran embalsamados e introducidos a ostentosos sarcófagos, donde de acuerdo a la mitología egipcia eran encontrados por los dioses. Sin duda, para los egipcios, ser enterrado entre faraones era un privilegio enorme. Pero José, creyendo la promesa de Dios, quiso que simbólicamente le llevaran a la tierra que Dios había prometido a sus padres. Dejaría la ostentación y el lujo egipcio y se uniría al pueblo liberado, aunque sea en sus huesos.
En el libro del Éxodo vemos que esto en verdad ocurrió, el capítulo 13, verso 19, nos dice: “Tomó también consigo Moisés los huesos de José, el cual había juramentado a los hijos de Israel, diciendo: Dios ciertamente os visitará, y haréis subir mis huesos de aquí a vosotros” (Éx.13.19). José, por la fe, tuvo tal convicción de lo que esperaba, que hizo jurar a sus hermanos que cuando ello ocurriera, lo trasladaran a la tierra prometida.
Reflexiones finales
Es increíble cómo Dios, tanto en lo general como en los detalles, gobierna todas las cosas y va guiando la promesa a su cumplimiento. Todas ellas se cumplieron parcialmente en varios eventos que afectaron tanto positiva como negativamente a los descendientes de estos varones. Digo parcial, porque tenemos el privilegio de contar con toda la Escritura. 400 años de silencio hubo entre el Antiguo y Nuevo Testamento, y ese periodo de silencio terminó con las palabras del primer evangelio de Mateo que nos dice: “Libro de la genealogía de Jesucristo. Hijo de David. Hijo de Abraham” (Mt.1.1). María, la madre de Jesús, viene de la tribu de Judá, al igual que su padre político José. La tribu de Judá viene precisamente de Judá, el cuarto hijo de Jacob. Jacob viene de Isaac, e Isaac de Abraham. La vida de estos varones se encuentra en el Libro del Génesis, libro que escribió Moisés. Jesucristo dijo: “si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él” (Jn.5.46).
La bendición, por tanto, que alcanzaría a las familias de la tierra es Jesucristo. El apóstol Pablo dijo: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición… para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gá.3.13-14). Este canal de bendición que significaría la descendencia de Abraham no sólo alcanzaría a los creyentes que descendían sanguíneamente de Abraham y que estaban dentro del pueblo de Israel, sino también a los que no tienen sangre judía, y que también creen en el Dios de Abraham.
Nos dice la carta a los Hebreos que Abraham, Isaac y Jacob murieron conforme a la fe sin haber recibido lo prometido, sino saludándolo de lejos y creyéndolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra, porque esperaban una ciudad que Dios había preparado, una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios. No hay otra ciudad que tenga esas características más que la Jerusalén Celestial, de la cual nos dice la Palabra: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Ap.21.23). Jesucristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ante Él nos dice la Palabra, se postrarán todos los creyentes cantando: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Ap.5.9). Si Abraham, Isaac y Jacob veían por la fe el cumplimiento de la promesa de Dios, ellos no pudieron ver otra cosa más que esta escena gloriosa, a Jesucristo, el Hijo de Dios, como el Cordero que se inmoló para salvar un pueblo de todo lugar y en todo tiempo.
La promesa dada a Abraham consistía también en una descendencia tan numerosa que haría inútil cualquier intento de contarla. Es cierto que el pueblo de Israel alcanzó un gran número, pero es mayor el número de los que nos habla Apocalipsis 7.9: “Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero” (Ap.7.8-9).
Esto desmiente aquella errónea enseñanza que los gentiles estamos cubriendo los espacios que dejaron vacantes los judíos incrédulos, como si el plan de Dios inicial fue haber salvado al pueblo de Israel, pero ese plan fracasó y ahora la promesa llega a nosotros, el plan B. Esto es falso, el plan de Dios siempre fue redimir a una iglesia constituida por creyentes de todo lugar y tiempo.
Como dijo el apóstol Pablo, los que son de fe, éstos son hijos de Abraham (Gá.3.7). El pueblo de Dios no es el Israel nacional, sino aquel que está constituido por todos los que han creído, creen y creerán en Cristo. La fe es como una cuerda que Dios diseñó para cada uno, una cuerda fuerte e irrompible, donde en un extremo el creyente se sujeta con fuerzas, mientras que el otro extremo está amarrado a la cruz de Cristo. Algunos han tomado esa cuerda desde un lado de la cruz, creyendo en Cristo como el Mesías que había de venir a redimir a su pueblo, tal como lo vieron por la fe Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob y José. Mientras que otros sujetan la cuerda desde el otro lado, como nosotros que se nos ha revelado toda la Palabra de Dios, y podemos creer en Jesucristo ya revelado. Ellos creyeron en Cristo como el Salvador que vendría, y nosotros en el Salvador que vino. Ya sea antes o después de Cristo, todos los que creyeron en Él son salvos por medio de la fe. Como nos dice el apóstol: “Se ha manifestado… la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Ro.3.22).
La bendición que recibió Jacob decía: “Sírvante pueblos, Y naciones se inclinen a ti; Sé señor de tus hermanos” (Gn.27.29). Esto sólo puede entenderse cumplido con Cristo, no con el Israel al cual dominaron e invadieron numerosas veces. Sólo de Cristo nos dice la Escritura que ante Él se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios (Ro.14.11). Sólo en Cristo podemos hallar cumplimiento a lo que nos dicen los salmos cuando señalan: “Todas las naciones que hiciste vendrán y adorarán delante de ti, Señor, y glorificarán tu nombre” (Sal.86.9). A Jacob se le dijo: “Sé Señor de tus hermanos”, otro cumplimiento que encontramos en Jesucristo, cuando se dice de Él: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (He.2.11). Cuando Dios Padre nos adopta como hijos, pasamos a ser hermanos del Hijo unigénito de Dios, que es Jesucristo, a quien le consideramos Señor.
José les dijo a sus hermanos “Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y Jacob”. En aquella tierra de Egipto estaban esclavos, y Dios les visitaría con grandes maravillas y plagas, para librarles con mano poderosa. Pero nuevamente este cumplimiento sólo es una sombra de lo que Cristo definitivamente haría con todos los hijos de Abraham, los que creen en Él. En Adán disfrutamos del paraíso de Dios, con aquel árbol de la vida en medio del huerto, pero caímos en Adán cuando pecó y la muerte reinó en nosotros. Nos constituimos esclavos del pecado. Pero Jesucristo es quien nos redime de la servidumbre del pecado. Solamente los que son libertados por el Hijo, son verdaderamente libres (Jn.8.36) Y todo el que cree en Él podrá revivir lo que tuvo Adán, en aquellos cielos nuevos y tierra nueva, donde está el árbol de la vida para bendición a todos los que quieran comer de él.
“Dios ciertamente os visitará”, dijo Jacob, Dios se hará presente. ¿En qué otra medida podemos entender esto, sino es por la venida del Señor Jesucristo a la tierra? Como nos dice el evangelio de Juan: “A Dios nadie le vio jamás; el Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer” (Jn.1.18). Es maravilloso que diga José: “Dios ciertamente os visitará, y os hará subir a la tierra que juró a Abraham, Isaac y Jacob”. Esto nos hace pensar que, si estos varones vieron por fe la ciudad celestial, cuyo arquitecto y constructor es Dios, entonces siempre tuvieron en mente la Jerusalén de arriba. Aquella tierra prometida en Palestina, aquel pedazo de terreno de esta tierra, es sólo un simbolismo de una Canaán celestial, una morada que Cristo fue a preparar, y a la cual entraremos si tenemos fe el día de hoy.
No menosprecies esta salvación. No te olvides de Esaú, el padre de los menospreciadores, con que bajo precio valoró su primogenitura. Siguiendo su ejemplo, cuán escaso es el valor que los hombres le asignan a sus almas. Con tal de saciar una momentánea necesidad, son capaces de perderlo todo. Nuestro Señor nos dijo: “Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?” (Mt.16.26 LBLA). Pero por el placer momentáneo de saborear el pecado, degustarán por siempre la amargura de la perdición. Como dijo el Señor: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá” (Mt.16.25).
No olvides el llanto de Esaú. No hay penas de cárcel tan tortuosas como quedarse sin esperanza alguna. John Bunyan, en su famosa obra “El progreso del peregrino”, ilustró esta desesperación en un hombre que estaba dentro de una jaula de hierro de la que no podía salir, dentro de la cual gritaba “Dios me ha negado el arrepentimiento; en su Palabra no encuentro estímulo para creer; por tanto, quien me ha encerrado en esta jaula es el propio Dios, y todos los hombres del mundo, juntos, no podrían sacarme de ella. ¡Oh, eternidad, eternidad! ¿Cómo podré yo luchar con la miseria que me espera en la eternidad?”. El Interprete le dijo a Cristiano “Nunca olvides la desgracia y miseria que has visto en este hombre, que te sirvan de escarmiento y aviso”.
Oh hermano, nunca olvides las lágrimas de Esaú. No querrás estar en esa jaula. No desearía ni por un segundo experimentar las consecuencias de rechazar a Cristo. Dios no tiene otro perdón que darte, no hay otro sacrificio ni sangre que pueda limpiarte. No querrás que la puerta del reino se cierre en tu cara y la voz de Dios desde el otro lado diciendo “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt.7.23). No querrás aquel día recordar el pasado y decir “¿Por qué no me determiné por Cristo? ¿Por qué claudiqué entre dos pensamientos? ¿Por qué quise servir a dos señores?”. Créeme que, en la jaula de la desesperación, hasta el amor de Cristo derramado en la cruz parecerá condenarte. Cuando seas tentado recuerda los terroríficos sollozos de Esaú al perderlo todo.
Si hoy has escuchado la voz de Dios, no se endurezca tu corazón. Dios nos ha llamado a creer en su Hijo Jesucristo, el que murió en aquella cruz. Algunos vieron ese monte desde lejos y creyeron a la distancia, otros conociendo las palabras del Redentor, creyeron mirando hacia atrás aquel monte del calvario. Pero todos creyeron finalmente en el mismo Jesucristo. Cree en Él, sólo creyendo al modo de Abraham, sin obras de las que gloriarte, podrás ser declarado justo delante de Dios y considerarte dentro de la familia de Abraham, que es la familia de la fe.
“Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. De modo que los de la fe son bendecidos con el creyente Abraham” (Gá.3.8-9).