Por Álex Figueroa F.

Texto base: Ap. 14:14-20

En las predicaciones anteriores, vimos cómo el satanás, el enemigo de Cristo y su pueblo, tenía planes terribles contra ellos, pero al intentar destruir a Cristo sólo encontró frustración, siendo expulsado del Cielo sin que pudiera seguir llevando a cabo su obra de calumnia y difamación contra los creyentes.

Expulsado del Cielo, se volcó con todo su furor contra la Iglesia en la tierra, sabiendo que su tiempo es breve y que es la única forma que tiene de seguir atacando a Cristo: dirigirse contra su Cuerpo, el grupo de sus redimidos.

Sin embargo, el Señor sustenta y protege a la Iglesia, apartándola del sistema de maldad del mundo, resguardándola y cuidándola sobrenaturalmente, lo que se refleja con la imagen de la mujer siendo llevada al desierto.

Pero satanás no desiste en su empeño por destruirla, y por usurpar el lugar de Cristo queriendo recibir la adoración que sólo a Él corresponde. Para esto tiene a dos ayudantes, que son la bestia y el falso profeta.

La bestia representa a todos los reinos del mundo construidos en rebelión contra el Señor, aquellos reinos que emergen desde el mundo incrédulo. Recordemos que la rebelión contra el Señor no solo consiste en el ataque abierto en su contra. Basta que no lo sigan, que sean indiferentes a su Palabra, o que adoren a otro dios, porque Jesucristo afirmó que quien no está con Él, está contra Él.

Decíamos que ya está en marcha este misterio de la maldad, y ya podemos apreciar los distintivos de la bestia en los distintos gobiernos del mundo; sólo que esta realidad maligna irá incrementándose y creciendo hasta alcanzar un clímax, cuando haya un solo reino que unifique a todo el mundo contra Cristo y su Iglesia.

Para ello contará con el segundo ayudante de satanás, que es el falso profeta. El falso profeta representa a todas las doctrinas humanas y de demonios que divulgan el engaño y el error, llevando al mundo a adorar este gobierno humano y satánico, a anhelar que se establezca y que domine todo. El falso profeta, decíamos, es la propaganda de satanás, y ya podemos verlo en todas las ideologías, filosofías, religiones y formas de pensar que llevan a la rebelión contra el Señor, y preparan el camino para el establecimiento de este reino maligno.

Decíamos que este reino maligno es la parodia, la imitación del reino de Dios, el verdadero reino que los cristianos esperamos, y que se establecerá en el mundo destruyendo a todos los otros reinos. Entonces, todos los hombres anhelan la venida de un reino. La diferencia está en que el pecador que no ha sido salvado no espera la venida del reino de Cristo, sino el establecimiento de su propio reino, el reino de la humanidad pecadora. Su corazón corrompido tuerce este deseo que es natural en nosotros, hacia un fin que es reprobado.

Recordemos que somos seres religiosos por naturaleza. El problema es que por nuestro pecado, este deseo natural de buscar a Dios y de anhelar la comunión con Él, se distorsiona, se contamina, se corrompe; y se termina desviando hacia la idolatría. De la misma manera, por la corrupción de nuestro corazón, este anhelo natural de un reino, se desvía hacia el deseo de un reino humano, de acuerdo a nuestros intereses, a nuestra voluntad, y no según la voluntad de Dios como debería ser.

Por eso este reino maligno tiene como seguidores a todos los habitantes de la tierra que no han creído en Cristo, y que provienen de toda tribu, pueblo, lengua y nación. Estos seguidores reciben la marca de la bestia, que es la rebelión y la desobediencia contra el Señor, el corazón en tinieblas que ha seguido la mentira y el engaño, antes que la luz de la verdad.

Estos esclavos de la bestia contrastan con los redimidos del Cordero, que veíamos al comienzo de este capítulo 14, caracterizados por la pureza, la santidad, la consagración a Cristo, por haber sido hechos justos por el sacrificio de Jesús en su lugar. Son aquellos que tienen la fe de Jesús y guardan los mandamientos de Dios, y que son considerados bienaventurados incluso en su muerte.

En la última predicación, veíamos como el Señor, a través de 3 ángeles, hacía un último y urgente llamado al arrepentimiento, ya que la hora del juicio había llegado.

Aquellos que hasta ese momento nunca habían escuchado el evangelio eterno, que habían vivido indiferentes al verdadero Creador y sustentador de todas las cosas, debían ahora volverse a Él y convertirse. Veíamos que esto se relacionaba con la proclamación del evangelio a toda criatura y en todas las naciones, que es algo que la Iglesia recibió como mandato. El Señor Jesús anunció que el evangelio sería predicado en todo el mundo, y que luego de eso vendría el fin.

El segundo ángel advertía de la caída de Babilonia, la estructura mundial de pecado y maldad, de rebelión contra el Señor, y el tercero advertía de las terribles consecuencias de seguir a la bestia y recibir su marca, lo que se paga con castigo eterno en un lugar donde no existe el reposo, donde serán atormentados terriblemente por los siglos de los siglos.

El Señor llamaba a los justos a resistir con paciencia, teniendo en cuenta las terribles consecuencias de la rebelión y el juicio inevitable que caería sobre los rebeldes, trayendo el justo castigo por su desobediencia. El fin de los santos es totalmente distinto al de los rebeldes. Los santos son llamados bienaventurados en su muerte, y entrarán al descanso eterno, llenos de gozo ante la gloria de Cristo.

En esta parte final del cap. 14, vemos cómo el juicio llega finalmente, y se ejecuta lo ya anunciado por los ángeles del Señor.

El comentarista Matthew Henry lo resume así:

No habiendo producido reforma las advertencias y los juicios, los pecados de las naciones han llenado la medida, y están maduros para los juicios, representados por una cosecha, símbolo que se usa para significar la reunión de los justos, cuando estén maduros para el cielo, por la misericordia de Dios. El tiempo de cosecha es cuando está maduro el trigo; cuando los creyentes están maduros para el cielo, entonces el trigo de la tierra será reunido en el granero de Cristo por una cosecha. Los enemigos de Cristo y de Su Iglesia no son destruidos hasta que por su pecado esté maduro para destrucción, y entonces, Él no los pasará más por alto. El lagar es la ira de Dios, una calamidad terrible, probablemente la espada, que derrama la sangre de los malos. La paciencia de Dios para con los pecadores es el mayor milagro del mundo; pero, aunque duradera, no será eterna; y la maduración del pecado es prueba segura del juicio inminente”.

El Apóstol Juan, entonces, vuelve a relatarnos una visión del juicio de Dios, lo que ya hemos visto anteriormente en el libro de Apocalipsis. Esta idea es la que domina el pasaje. Este juicio se grafica con la cosecha de la tierra y de la vendimia de las uvas de la ira de Dios. La cosecha del trigo, entonces, se refiere al ingreso de los santos a la gloria eterna, y la vendimia de las uvas grafica la condena de los incrédulos.

I. Cristo, el designado para el juzgar

(vv. 14) Esta visión del Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo no es algo nuevo en las Escrituras. La vemos ya anunciada en el libro del profeta Daniel:

Seguí mirando en las visiones nocturnas, y he aquí, con las nubes del cielo venía uno como un Hijo de Hombre, que se dirigió al Anciano de Días y fue presentado ante El. 14 Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran. Su dominio es un dominio eterno que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Dn. 7:13-14).

Ya habíamos dicho que había un paralelo entre los pasajes que estamos viendo de Apocalipsis y el cap. 7 del libro de Daniel. Justamente este pasaje del libro de este profeta, habla de la venida de Cristo en las nubes, a quien llama “Hijo de Hombre”, que es un título que se le da al Mesías en las Escrituras. Y en este cap. 7 de Daniel, esta venida del Mesías viene justo después de que la bestia y el anticristo han terminado su ministerio de maldad y han sido destruidas.

Por eso el Apóstol Pablo ya advertía a la segunda carta a los tesalonicenses que Cristo vendría luego de un período de apostasía, cuando se manifestara el hijo de pecado que se opondrá al Señor y se sentará en su templo para ser adorado como un dios.

Vemos, entonces, cómo una vez más las verdades en las Escrituras se encuentran entrelazadas y se complementan entre sí.

Entonces, este pasaje nos narra el cumplimiento de una profecía largamente anunciada: la venida de Cristo a juzgar a los vivos y a los muertos. El mismo Señor Jesús ya lo había anunciado: “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria” (Mt. 24:30).

Jesucristo, entonces, viene desde el Cielo a consumar el juicio anunciado. El v. 6 ya decía que la hora de su juicio había llegado, y exhortaba a arrepentirse con urgencia, considerando el fin seguro que espera a los adoradores de la bestia.

El color blanco en este caso es símbolo de santidad y juicio. Los evangelistas mencionan las palabras de Jesús a Caifás, “De ahora en adelante verán ustedes al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del cielo” (Mt. 26:64); y el Apóstol Pablo nos dice que el Señor “… ha fijado un día en que juzgará al mundo con justicia, por medio del hombre que ha designado. De ello ha dado pruebas a todos al levantarlo de entre los muertos” (Hch. 17:31), y el mismo Apóstol afirma que el Señor Jesucristo es quien “… juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino” (2 Ti. 4:1).

Ese día en que el Señor juzgará al mundo con justicia, entonces, ha llegado, y el designado como el gran Juez Universal es Cristo, el mismo que en su primera venida vino como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, para ser inmolado por la maldad de su pueblo, y que ahora viene como el gran Juez y Señor de todo, sentado en la nube blanca, para extirpar el pecado del mundo de manera definitiva a través de la condena de los rebeldes.

Y este Mesías viene como el Rey: el Señor Jesús lleva una corona de oro en la cabeza para mostrar que es un conquistador victorioso, como símbolo de victoria. Y Jesús lleva en la mano una hoz aguda como símbolo de la cosecha. Esta hoz ha sido afilada, lo que nos dice que está lista para ejecutar el juicio de manera eficiente, sin oposición ni demora.

Ha llegado ese momento glorioso y terrible a la vez, en el que aquellos que juzgaron injustamente, escupieron, golpearon, traspasaron y crucificaron a Cristo, lo verán venir en gloria y no podrán escapar de su final. Ese momento en el que los reyes y gobernantes de todos los tiempos, Julio César, Calígula, Alejandro Magno, Napoleón, Hitler; en fin, todos los poderosos que han pisado la tierra lo verán venir en las nubes y sentirán pavor, pidiendo a las rocas y las montañas que caigan sobre ellos y los escondan de la mirada encendida del Señor Jesucristo.

Y notemos que el juicio, que trae la justicia perfecta que el hombre siempre buscó pero nunca pudo lograr, viene desde el Cielo, desde el Señor hacia la tierra. No somos los hombres los que conseguiremos hacer justicia de manera definitiva, será el Señor quien traerá el juicio y la justicia que se aplicará de manera perfecta y permanecerá para siempre.

Es Cristo el llamado a ejecutarla, a dictar sentencia, a imponer esta resolución de consecuencias eternas.

II. La reunión final de los santos

(vv. 14-15) El juicio se compara con una cosecha, como en la parábola del trigo y la cizaña (Mt. 13:24-30). Al explicar la parábola, el Señor Jesús aclara que la cosecha se refiere al fin del mundo (v. 39).

Además, la figura de los hijos de Dios como una siembra de trigo, también es algo que ya vemos en la enseñanza del Señor Jesús. En la misma explicación de la parábola del trigo y la cizaña, el Señor nos da a entender que el trigo corresponde a “los hijos del reino” (v. 38).

Ahora, al ver el texto, alguien podría extrañarse de que un ángel sea el que diga a Cristo que meta su hoz y coseche. Pero recordemos que el mismo Señor Jesús dijo a sus discípulos que sólo y únicamente el Padre conoce el día y la hora del fin, que es algo que está en su sola potestad (Mt. 26:36; Hch. 1:7). Es esa realidad la que retrata la visión de Juan, en la que el ángel comunica a Jesús que ha llegado la hora de la cosecha. Notemos que el ángel salió del templo, que simboliza la presencia misma de Dios.

La visión de Daniel cap. 7 puede darnos más luz sobre esto, y confirmar lo que acabamos de decir. Justo antes de que apareciera el Hijo del Hombre sobre las nubes, ese profeta nos dice: “Seguí mirando hasta que se establecieron tronos, y el Anciano de Días se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve, y el cabello de su cabeza como lana pura, su trono, llamas de fuego, y sus ruedas, fuego abrasador. 10 Un río de fuego corría, saliendo de delante de Él. Miles de millares le servían, y miríadas de miríadas estaban en pie delante de Él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros” (vv. 9-10).

Se trata del momento de reunir a los creyentes en el reino. En la parábola del crecimiento de la semilla, que nos habla del reino de Dios, se nos dice que “Tan pronto como el grano está maduro, se le mete la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mr. 4:29). Es lo mismo que dice el ángel a Cristo: “Mete tu hoz, y siega; porque la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura”.

Así, cuando llegue el tiempo y el pueblo de Dios esté como el grano maduro, llegará también el tiempo de que sea cosechado. Para ello, el Señor Jesús, quien preside sin dudas el proceso de esta cosecha, será ayudado por sus santos ángeles: “Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt. 24:31).

Será realmente como una gran cosecha de todos los cristianos de la tierra, reunidos desde los cuatro vientos, desde los cuatro puntos cardinales, en un momento glorioso, ese instante en que el pecado y el mundo tal como lo conocemos ahora no será más, sino que será manifestado el reino de Dios y todas las cosas serán restauradas.

Se trata de ese momento del que ya nos habla el Apóstol Pablo, donde nos dice que Cristo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, cuando los muertos en Cristo resucitarán y los que estén vivos serán arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor. Es el verdadero arrebatamiento de la Iglesia, cuando ella será cosechada del mundo, según nos cuenta la Escritura, y el pasaje de la carta de Pablo a los tesalonicenses termina diciendo: “Y así estaremos con el Señor para siempre. 18 Por lo tanto, anímense unos a otros con estas palabras” (1 Tes. 4:15-18).

Ciertamente, es algo con lo que debemos animarnos unos a otros, mientras aguardamos que este momento llegue, sabiendo que el Señor cumplirá su promesa y volverá a perfeccionar su obra en nosotros.

¿Alguno de nosotros merecía esto? Ciertamente que no. Merecíamos ser echados al fuego, pero el Señor tuvo misericordia y nos amó primero, dándonos esta esperanza indestructible de aguardar por este momento glorioso en que la obra que Él comenzó en nosotros será consumada. Él nos vendrá a buscar para llevarnos con Él a las moradas eternas que Él ha preparado para nosotros, transformará nuestro ser completamente y seremos glorificados, siendo como Él es.

Se trata de la cosecha más gloriosa, al ser cortados por esa hoz pasaremos a la eternidad con nuestro Señor, para no ser nunca más removidos de allí, estaremos para siempre con Él.

III. La condena final a los rebeldes

(vv. 17-20) Ahora nos encontramos con una segunda cosecha, esta vez de uvas, para echarlas al lagar de la ira de Dios. Una vez más, nos encontramos con una imagen que ya se había anunciado en el antiguo testamento.

Vengan a pisar las uvas, que está lleno el lagar. Sus cubas se desbordan: ¡tan grande es su maldad!” Jl. 3:13.

En el libro de Isaías, se pregunta al Señor: “¿Por qué están rojos tus vestidos, como los del que pisa las uvas en el lagar?”. Él respondió: “He pisado el lagar yo solo; ninguno de los pueblos estuvo conmigo. Los he pisoteado en mi enojo; los he aplastado en mi ira. Su sangre salpicó mis vestidos, y me manché toda la ropa. 4 ¡Ya tengo planeado el día de la venganza! ¡El año de mi redención ha llegado! 6 En mi enojo pisoteé a los pueblos, y los embriagué con la copa de mi ira; ¡hice correr su sangre sobre la tierra!” (Is 63:1-6).

El lagar, entonces, ese lugar en el que se aplastan las uvas para extraer de ellas el vino, representa la ira de Dios siendo desplegada sobre los rebeldes, cuando son aplastados y destruidos bajo sus pies.

El ángel que anuncia la ejecución de este juicio, “llamó a gran voz” al que tenía la hoz aguda. Todos en el cielo y en la tierra oirán el mensaje del juicio que se aplicará cuando se meta esta hoz en la tierra.

Recordemos que los mártires que habían muerto por causa de Cristo, cuyas almas estaban bajo el altar, le rogaban al Señor y “clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?” (Ap. 6:10). Y es precisamente del altar de Dios que sale este ángel que ordena ejecutar el juicio sobre los incrédulos. Con el juicio, el Señor no solo satisface su justicia perfecta y la necesidad de extirpar el pecado de la creación, sino que también está respondiendo al clamor de sus santos en el Cielo.

Ha llegado, entonces, el día de su venganza, “el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?” (Ap. 6:17). En este día, los enemigos de Dios, aquellos que no quisieron creer en Cristo, que no le entregaron su vida ni le honraron como al Señor de todas las cosas, que prefirieron su propio camino antes que la Palabra de Dios, recibirán el justo castigo por su extravío, la justa retribución por su rebelión.

Es el día de la ira del Cordero. Quizá alguien pueda decir “¡Ese no es mi Jesús, mi Jesús no haría algo así!”. A esa persona habría que responder que su Jesús no existe, es un invento que se ha creado en su mente. El Jesús que existe es el Señor que vemos revelado en las Escrituras. Jesús es como Él mismo ha dicho que es, y no como nosotros queremos que sea. Este es el verdadero Jesús, Señor de todo, que no puede tolerar la maldad y la eliminará del mundo en el día de su ira.

¿Te extraña que un texto como este pueda tener lugar en la Biblia? ¿Te parece muy cruel? Es porque no has comprendido la gravedad del pecado. No has entendido cuán inmundo, cuán terrible, cuán abominable, cuán despreciable, cuán digno es de ser destruido hasta su raíz.

La Escritura nos dice que “el pecado es infracción de la ley” (1 Jn. 3:4), es la rebelión contra la voluntad pura, santa y perfecta de Dios, es un atentado grosero y un insulto contra su reinado universal y su soberanía sobre todas las cosas, es un intento de usurpación de su Trono, es la criatura diciendo: “yo soy el legislador, yo determino lo que es bueno y lo que es malo”, diciendo “no me importa lo que haya dicho Dios, yo voy a hacer lo que se me antoje”. Es la absurda insurrección de una simple criatura contra el Creador de todo, es la perversa declaración de independencia de seres que no pueden existir por sí mismos y que necesitan de su Creador para dar el más mínimo suspiro.

El pecado es la criatura escupiendo la mano de su creador. Es una ofensa eterna, porque se levanta contra la Palabra eterna del Dios eterno.

Por tanto, esta escena es justa, y si creemos en Cristo nos debe parecer buena y necesaria. El Señor pisoteará a sus enemigos bajo sus pies, triturará y destruirá a los rebeldes, y con ello castigará el pecado, un insulto inaceptable y escandaloso contra el Ser de Dios que debemos odiar tanto como Él lo odia. El Señor ama infinitamente el bien, que es Él mismo, y como consecuencia necesaria, odia infinitamente el mal. Su ira contra el pecado no tiene fin, tanto como su amor por sí mismo no tiene fin.

El Señor, fuera de la ciudad que es la Nueva Jerusalén, la morada de los santos en la gloria, pisoteará a los impíos, a quienes no creyeron en Cristo ni lo reconocieron como Señor.

La destrucción de los impíos será terrible, lo que se simboliza diciendo que su sangre cubrirá una gran extensión, y llegará hasta los frenos de los caballos, que son las bridas que se ponen en su hocico. Es es la furia del Señor, el vino sin diluir de su ira contra la maldad, a la cual Él no tolera, y la aniquilará destruyendo a todos quienes la practican.

IV. Conclusión

Como vimos, queda claro que es Cristo quien tiene en su mano la hoz aguda, con la cual va a cosechar a unos para vida eterna, y a otros para perdición y tormento sin fin. Es Él quien, luego de conseguir su victoria a través de su propio sacrificio y muerte de cruz, levantándose de entre los muertos con poder y gran gloria, viene ahora a terminar su trabajo y afianzar su dominio sobre todas las cosas, exterminando a sus enemigos y llevando consigo a su pueblo al que rescató.

Si no has creído en Cristo, si no has depositado tu fe y tu esperanza en Él, si vives de acuerdo a tus propios criterios siendo tu propio señor, si eres indiferente a la Palabra de Dios y resistes entregar tu vida completamente a Jesucristo, tienes todas las razones para estar lleno de terror pensando en este día. Este Señor a quien hasta ahora has resistido, vendrá en este día con sus ojos en llamas y una espada que saldrá de su boca para destruirte, y lo mereces, mereces ser exterminado y destruido, mereces ser echado a un lago de fuego en el que serás castigado eternamente y nunca encontrarás reposo. Lo mereces porque has hecho maldad, has cometido rebelión contra el Señor y dueño de todo el universo, contra el Creador de todo, quien extirpará el mal de su creación, y ese mal eres tú. Pero si has creído en Jesús de Nazaret, debes estar lleno de paz y alegría al saber que tu Señor, ese que murió por ti y en quien has depositado tu fe y esperanza, es el encargado de llevar adelante este juicio. Él entregó su vida por ti, para salvarte de la ira venidera, para llenarte de su amor siendo que merecías su furor. ¡Es Él el que viene en las nubes con su corona de oro! ¡Es Él quien tiene en su mano la hoz aguda para cosechar! Es tu Señor, quien te cuida y te sustenta, quien te consuela en el dolor y te guarda en la aflicción, ese que te anima con su gracia y te maravilla con su misericordia. ¿Cómo temerle? Todo lo contrario, ¡Qué paz y qué tranquilidad, su victoria terminará por establecerse sobre todo!

Este pasaje nos debe llevar a meditar profundamente en nuestros caminos, y a maravillarnos en la obra de Cristo. Hoy hemos visto muy brevemente cómo es de profundo el odio que Dios tiene hacia el pecado y la rebelión. Si alguien quiere saber cuánto odia Dios el pecado, debe ver esta escena de los rebeldes pisoteados como uvas en el lagar. Pero para responder a esa pregunta también podemos ver a la cruz, donde Cristo soportó la misma ira de su Padre por el pecado de los suyos. Allí el soportó el furor de Dios contra la rebelión, Él, que nunca cometió pecado y que es perfectamente justo, soportó el castigo, fue pisoteado en el lagar en vez de nosotros. ¿Cómo no amarle sobre todas las cosas? ¿Cómo no responder a este amor consagrándonos y poniendo nuestra vida a los pies de esa cruz?

Si aún no crees en Cristo, hoy es el momento, ven a este bendito Salvador, cree en Él y tendrás vida eterna. Para terminar, citaré las propias palabras del Señor Jesús: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36). Cree en el Hijo de Dios, o prepárate para ser destruido bajo sus pies. Amén.