Domingo 11 de septiembre de 2022
Texto base: Mt. 5:21-26.
Imagina que un día estás viendo el noticiero, y aparece el siguiente titular: “Juan Pérez fue condenado a 7 años y 1 día de prisión, por haberse enojado contra Pedro y haberle dicho que es un tonto”. ¿Te sorprendería? ¿Te parecería excesivo y extraño? Me atrevo a decir que sí. Y esto ocurre porque no vemos la realidad como Dios la ve, y nuestro corazón necesita ser examinado y reformado según la Palabra de Dios.
En el contexto inmediato del texto, Jesús continúa con el Sermón del Monte, habiendo enseñado que la Ley es segura y obligatoria para todos, y que Él no vino a abolirla, sino a cumplirla. Desarrollando esa idea, ahora explica el verdadero sentido en que deben entenderse la Ley y sus mandamientos.
Esto pues los escribas y maestros de la Ley habían agregado regulaciones humanas a los mandamientos de Dios, confundiendo su real significado y centrándose sólo en aspectos externos de conducta, con lo que dejaban de lado el corazón que Dios demanda en Su Palabra: uno que cumple la Ley por amor a Él. Así, en esta sección Jesús expondrá aquella justicia que es superior a la de los escribas y fariseos.
En el texto, Jesús se centra en el sexto mandamiento: “no matarás”. Analizaremos i) lo que fue dicho desde antes sobre este mandamiento, ii) la interpretación que da Jesús, y iii) cómo es el corazón bienaventurado que agrada a Dios.
Jesús cita el sexto mandamiento: “no matarás” (Éx. 20:13; Dt. 5:17). Citó además otro dicho que no se encuentra exactamente en la Ley pero que complementa este mandamiento: “Nombrarás jueces y oficiales en todas las ciudades que el Señor tu Dios te da, según tus tribus, y ellos juzgarán al pueblo con justo juicio” (Deuteronomio 16:18). Ese último dicho debió tratarse de una interpretación desarrollada por los rabinos.
Quienes escuchaban a Jesús debían conocer de memoria los 10 Mandamientos, así como varias otras porciones de la Ley. Debían haber escuchado muchas enseñanzas sobre esto de sus propios padres, de los maestros en la sinagoga y de los rabinos. Por eso, Jesús podía decir “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados…” (v. 21).
Estaba fuera de duda que aquel que cometiera homicidio, debía ser juzgado y castigado. Este crimen ha sido prohibido en todas las sociedades a lo largo de la historia. Aunque muchas de ellas han tenido normas injustas o han deshumanizado a ciertos grupos de personas permitiendo matarlas por alguna razón ilegítima, lo cierto es que el principio de que no se puede asesinar al prójimo es universal.
De hecho, por haber matado a Abel, Caín sabía que estaba expuesto a que otro lo matara. Cuando Dios lo maldijo, Caín le respondió: “… de Tu presencia me esconderé, y seré vagabundo y errante en la tierra. Y sucederá que cualquiera que me halle me matará»” (Génesis 4:14). Es decir, desde el principio estaba claro que el homicida debía ser duramente castigado por su sociedad, típicamente con la muerte, incluso cuando se estaban formando las primeras comunidades humanas. El homicida podía esperar la muerte a manos de un vengador de la sangre de la víctima, o como sanción de parte de los ancianos o jueces de la comunidad.
Luego, en el pacto con Noé, en que Dios hizo promesas no sólo al hombre, sino considerando a toda la creación, el Señor fue claro en el castigo del asesinato: “El que derrame sangre de hombre, Por el hombre su sangre será derramada, Porque a imagen de Dios Hizo Él al hombre” (Génesis 9:6). Así, se establece aquí el carácter sacro de la vida humana, ya que el hombre está hecho a imagen de Dios. Ese es el fundamento para establecer la pena de muerte contra el homicida, es decir, la máxima sanción posible.
En otras palabras, quien asesina a su prójimo está atentando en primer lugar contra Dios, quien creó a esa persona y estampó su imagen en ella. Es eso lo que hace que la vida humana sea valiosa y digna de especial protección, distinguiéndola de la vida animal y vegetal. Esta Ley de Dios forma parte del estándar ético que es absoluto, inmutable y universal. El hombre no tiene permiso para modificar esta Ley, pues es un decreto de Dios que refleja su carácter, y Jesús ya explicó que podrán pasar el cielo y la tierra antes de que se pierda una jota o una tilde de la Ley (v. 18).
Así, Dios ordena a todas las sociedades que el homicidio sea castigado con la pena de muerte. La sociedad que desobedece este mandamiento, está en rebelión contra Dios. Por ello, el hecho de que el occidente posmoderno haya abolido la pena de muerte, creyéndose más bueno que Dios, es una señal de decadencia y rebelión. Tanto es así, que aun a muchos cristianos les repugna este mandato de Dios, como si ellos, siendo enteramente pecadores pudieran acusar al Juez de toda la tierra de ser un bárbaro injusto.
Otra expresión de esta rebelión contra Dios, es la degradación de la vida humana y la exaltación de la vida animal, como si fueran iguales. Hoy se habla de derechos de los animales y de “personas no humanas”. Basados en la teoría de la evolución, plantean que los animales serían algo así como nuestros hermanos menores, y son capaces de defender la vida de los pingüinos en los roqueríos mientras claman por el derecho a matar a sus hijos en sus vientres como si fuera un derecho reproductivo. Esto no hace más que demostrar la locura en la que está sumida nuestra sociedad, debido a su rebelión contra Dios.
Contra estas posiciones delirantes, la Escritura afirma que el hombre está hecho a imagen de Dios, de hecho, esto es lo que define al humano y lo hace ser humano: la criatura hecha a imagen de Dios. Por tanto, el homicida debe ser sancionado con la pena de muerte.
Alguien podría ver algo contradictorio aquí: ¿Si Dios prohíbe matar, cómo es que ordena luego dar muerte al homicida? Lo cierto es que no todo acto de matar a otro es pecado. En caso de que alguien mate a otro por accidente, la Ley de Dios concede protección a tal persona, disponiendo incluso las llamadas “ciudades de refugio”, “… para que huya allí todo el que haya matado a alguien. »Y este será el caso del que mató y que huye allí para vivir: cuando mate a su amigo sin querer, sin haberlo odiado anteriormente” (Deuteronomio 19:3–4).
También está el caso de la legítima defensa: “»Si el ladrón es sorprendido forzando una casa, y es herido y muere, no será homicidio. »Pero si ya ha salido el sol, será considerado homicidio...” (Éxodo 22:2–3). Es decir, quien mate a otro mientras se defiende, debe ser porque estaba en grave peligro su propia vida o la de su familia, pero si puede evitar dar muerte al delincuente, debe abstenerse.
En el mismo sentido, la pena de muerte no es un homicidio. Cuando alguien es ejecutado justamente, el verdugo no lo mata a nombre propio ni por razones egoístas, sino que está ejerciendo en primer lugar un mandato de Dios y está obrando en nombre de sus autoridades y su comunidad. Esto porque es Dios quien ordena esa muerte, no sólo en el pacto con Noé, sino en la Ley de Moisés: “»El que hiera de muerte a otro, ciertamente morirá... si alguien se enfurece contra su prójimo para matarlo con alevosía, lo tomarás aun de Mi altar para que muera.” (Éxodo 21:12,14).
Alguien podría alegar que esto es algo que quedó en el Antiguo Testamento, y que era sólo para Israel. Sin embargo, el Apóstol Pablo sostiene que la autoridad establecida por Dios “… es para ti un ministro de Dios para bien. Pero si haces lo malo, teme. Porque no en vano lleva la espada, pues es ministro de Dios, un vengador que castiga al que practica lo malo.” (Romanos 13:4). El Apóstol estaba escribiendo aquí a los romanos, quienes no estaban bajo autoridades creyentes, sino bajo César, un emperador pagano.
Es decir, incluso aunque el gobernante ignore esto, aunque sea pagano o no creyente, el Señor estableció la autoridad humana como un siervo suyo para ejecutar su juicio contra los criminales, dándole el poder de la espada, la que no se usa para acariciar, sino para matar, pero en este caso con una causa justificada y legítima: castigar a quien hace el mal.
Por lo mismo, las autoridades que son livianas e indulgentes hacia el crimen están en rebelión contra Dios y darán cuenta ante Él por esto, porque donde el Señor entrega una responsabilidad, pide cuenta por ello.
Esto no significa que Dios entregó una carta en blanco a las autoridades para que hagan lo que quieran: ellas son responsables de obrar justamente, y en esto el estándar de justicia siempre será la Ley de Dios. Si obran con corrupción o matan a un inocente, como ocurrió en la Biblia con Nabot, ellos mismos serán culpables ante Dios por eso. Pero el mal uso de una autoridad no invalida el deber de ejercerla de buena forma.
Este sentido del mandamiento debió estar claro para los oyentes de Jesús, y ninguno de ellos debió tener algún inconveniente con esto. Esto es verdad sobre lo que prohíbe el sexto mandamiento, pero no es toda la verdad. Es necesario ir más allá, y eso es lo que hará Jesús.
Notemos, entonces, que el homicidio, el juicio y el castigo son asuntos serios para el Señor. Ahora, sin rebajar ni una pizca de seriedad, Jesús explica la verdadera profundidad de este mandamiento (v. 22).
Al decir “Pero yo les digo”, está demostrando su autoridad no sólo como maestro, sino como el Profeta de profetas, aquel que había de venir: “Un profeta como tú levantaré de entre sus hermanos, y pondré Mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que Yo le mande” (Deuteronomio 18:18). Mientras Moisés recibió las tablas de la Ley de parte de Dios, aquí es el mismo Jesús quien dice “Yo les digo”. Él es la fuente de autoridad y de la revelación de Dios. Él es la misma Palabra de Dios hecha hombre, declarando la verdad de Dios.
En esa autoridad, Jesús enseña que los enojos e insultos contra nuestro prójimo ya cuentan como un homicidio delante de Dios. Con esto, Jesús no está entregando una nueva Ley, sino que está explicando el verdadero sentido de la Ley que Dios ya había entregado en el Antiguo Pacto: “… al interpretar el sexto mandamiento en la forma que lo hace, Jesús, lejos de anularlo, está mostrando lo que había significado desde el principio mismo”.[1]
Ante esto, nuestra reacción natural es pensar que no puede ser tan así. ¿Cómo puede ser que un enojo y un insulto cuenten como un asesinato real? Esto nos extraña porque erramos en el análisis: nos fijamos en el acto homicida, pero a Dios le importa el corazón homicida.
Por ello, Jesús explica que en el sexto mandamiento Dios prohíbe no sólo acciones o palabras, sino que también los pecados que conducen a la agresión contra nuestro prójimo. Esto porque, insistimos, el homicidio se engendra en el corazón, y es allí donde se comete en primer lugar, aunque nunca llegue a consumarse en los hechos.
“»Porque del corazón provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias. »Estas cosas son las que contaminan al hombre...” (Mateo 15:19–20)
En esto, considera que el homicidio es un pecado que describe a Satanás, de quien se dice que es homicida desde el principio (Jn. 8:44). Así, quien tiene un corazón homicida, refleja el carácter de satanás.
Jesús presenta ejemplos cotidianos para exponer el corazón homicida:
Se expresa en el enojo carnal contra el prójimo. Basta ese enojo para ser culpable ante la corte. En nuestros términos, el enojo nos vuelve imputados o reos (gr. ἔνοχος) en un juicio[2].
El insulto contra el prójimo: aquí el enojo se exterioriza y el corazón homicida usa la lengua para herir a otro. Así, quien diga “insensato” a otro, es imputado ante la Corte Suprema (gr. συνέδριον, Synedrion), concilio (RV60), consejo (NVI). El original para “insensato” es gr. ῥακά, Raká, una palabra aramea cuyo significado no es tan seguro, pero al parecer significa tonto, necio, cabeza hueca. Por eso, más allá del término en particular, la idea es “que insulte” (NVI), y el punto de fondo es que aquel que hace esto es un imputado ante el máximo tribunal.
En la misma línea, quien llama “idiota” (gr. μωρός, morós), insensato, estúpido a su prójimo; será merecedor del infierno de fuego. La palabra en el original es gehena (gr. γέεννα), que era un valle a las afueras de Jerusalén que funcionaba como un vertedero que estaba ardiendo en llamas continuamente. Se refiere, entonces, al lugar del castigo eterno. En resumen, llamar idiota a alguien, nos hace merecedores de una eternidad en el infierno.
Acá no debes errar centrándote en un asunto de palabras. No es que si antes insultabas con groserías, ahora debes usar palabras refinadas. No es que ahora debes cerrar tu boca para no pecar, sino que ese mismo enojo carnal ya es pecado ante Dios. Así, podrías guardar silencio y que nadie se entere de ese enojo, pero Dios ya supo de su existencia. Incluso, hay algunos(as) que usan el silencio como un arma, y al enojarse pasan días o semanas sin hablar o diciendo apenas lo mínimo con su cónyuge o sus seres queridos. El asunto, una vez más, es el corazón homicida.
Podrías hablar de la manera más perversa usando palabras sofisticadas y aparentemente más refinadas. Lo "corrompido" de las palabras tiene que ver con lo que transportan desde nuestro interior, es decir, lo inmundo no está necesariamente en la palabra misma (que no es más que un ruido con significado variable en el tiempo), sino en la intención y la motivación con que las decimos. Así, la lengua se puede comparar a un balde que desciende al pozo de nuestro corazón, y no hace más que traer lo que hay allí. "De la abundancia del corazón habla la boca” (Mt. 12:34). Tal como se puede usar un balde de oro para extraer lodo de un pozo inmundo, es posible que nuestro hablar esté lleno de corrupción, aun usando términos elegantes, o al menos, aparentemente inofensivos.
Piensa en la última discusión que tuviste. Dentro de lo que dijiste, ¿Hubo algo que te hizo merecedor del infierno? Más profundamente, ¿Estuvo en tu corazón este enojo carnal que te haría culpable ante la Corte celestial? Ese enojo viene de un corazón homicida, de la misma raíz que nace el terrible asesinato que ves en los titulares de las noticias.
Jesús quiere que examines tu corazón. Debes huir de este enojo carnal como evitarías cometer un crimen, porque el mismo Dios los está equiparando. La ira es un pecado que está en la base de los conflictos, porque dice: “El hombre lleno de ira provoca rencillas, Y el hombre violento abunda en transgresiones.” (Proverbios 29:22).
Cuando la ira se ha dejado reposar a fuego lento en el corazón, hablamos de odio. Es un parásito que se alimenta de la sangre ajena y engendra crueldad y violencia. Es todo lo contrario del amor al que estamos llamados: “El odio despierta rencillas; Pero el amor cubrirá todas las faltas” (Pr. 10:12 RV60). El odio de Amán a Mardoqueo casi terminó por destruir a los judíos, pero terminó acabando con su propia vida.
Ten cuidado, porque la ira se contagia. Por eso dice: “No te asocies con el hombre iracundo, Ni andes con el hombre violento” (Proverbios 22:24). No pienses en otro, sino comienza por ti mismo: no te permitas tener un carácter airado, un mal genio constante, porque se trata de un espíritu homicida. Aunque nunca llegues a cometer materialmente un delito de asesinato, puedes esparcir miles de chispas de homicidio en tu camino, con un espíritu constantemente airado, impaciente, murmurador hacia otros, orgulloso e irrespetuoso.
Este sentir perverso es un fruto de la carne: “… enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades…” (Gálatas 5:20). Esto significa que nace de la raíz podrida de nuestra naturaleza corrupta. Por eso la exhortación es clara: “Sea quitada de ustedes toda amargura, enojo, ira, gritos, insultos, así como toda malicia.” (Efesios 4:31).
Nota que no hay justificación para esto. Jesús dice que quien se enoja pecaminosamente e insulta a su prójimo es culpable de juicio. No dice: “depende de lo que el otro les dijo primero”, ni “depende de quién empezó”. No lo hace depender del contexto o las circunstancias. Tampoco dice que si ud. tiene mal carácter, los otros deben aceptarlo tal como es ud. ¡No hay excusas!
La ira pecaminosa implica que hay un deseo de dañar a otro, que a lo mejor no se ejecuta por miedo al castigo o a las consecuencias. Pero si los obstáculos desaparecieran o si la ira es tan grande que los desborda, como ocurre muchas veces, el homicidio llega a concretarse. Pero ante Dios, este es un corazón homicida.
Si las palabras fueran balas reales, ¿Cuántas veces habrías matado en esta última semana o el último mes? Me atrevo a decir que no sólo habrías matado, sino acribillado al menos a unos cuantos. Si el enojo que sientes en tu corazón hacia alguien fuese un combustible que puede incendiarlo en fuego, ¿A cuántas personas habrías quemado? A un hermano de la iglesia por algún comentario o actitud que no te gustó, o a una persona en la calle, en una fila, en el metro o en un taco. A tu propia madre, tu padre, tu marido o tu esposa, incluso tus hijos. ¿Cuántos habrían muerto calcinados si tu enojo pudiese incendiar? Estos homicidios espirituales no saldrán en los periódicos ni en los noticieros, pero ante Dios se anuncian como titulares con letras rojas.
Una palabra para los padres: no sólo se centren en la conducta de sus hijos, sino en su corazón. No dejen pasar una mirada de furia de sus hijos, o una mala respuesta hacia uds., incluso aunque les obedecieron igual en lo que uds. les pidieron. No basta con decir “ya se le pasará después”. Ese enojo en el corazón de sus hijos y esa mala respuesta, es parte de ese corazón homicida que debe ser tratado en ellos.
Acá debe distinguirse que también existe un enojo que no es pecado, por eso dice: “Enójense, pero no pequen; no se ponga el sol sobre su enojo,” (Efesios 4:26). Nos referimos a aquel celo o indignación santa que surge cuando la Ley de Dios es desobedecida, Su Nombre es blasfemado y su pueblo es sometido a humillación. De todas formas, no se puede usar este celo santo como un justificativo para encubrir actitudes que son realmente pecado. El enojo pecaminoso surge de las pasiones de nuestra naturaleza de pecado, nubla la razón y nos hace entrar en un trance de ira, que desea el mal a otro.
Así, notamos que el mandamiento es sumamente profundo en su alcance. Los rabinos judíos habían interpretado este mandamiento de manera externa, pero nuestro Señor Jesús aclaró que su raíz llega hasta lo más hondo del corazón humano, abarcando nuestras motivaciones, pensamientos y deseos ocultos. El “no matarás” nos llega mucho más cerca de lo que pensábamos. Tan cerca, que nuestro día a día queda sometido a juicio.
Jesús no sólo denuncia la conducta que es digna de juicio, sino que también enseña cómo es el corazón que agrada a Dios. Así, ordena a sus discípulos buscar la reconciliación en sus conflictos, usando dos casos prácticos, y hablándoles ahora directamente en segunda persona (vv. 23-26):
Debemos considerar algo: Jesús estaba enseñando a una multitud en Galilea (4:23-5:1). Ellos demoraban días o semanas en viajar al templo en Jerusalén. Era un viaje que requería planificación, preparación y un gran esfuerzo, además de todo el tiempo invertido. La geografía de esta tierra de Canaán es accidentada, con muchos relieves, y la ciudad de Jerusalén (donde el templo estaba ubicado) quedaba en altura, por lo que había que subir en pendiente para poder llegar, en medio de una gran peregrinación. Además, debían comprar un animal para ofrecerlo en sacrificio, lo que implicaba un costo adicional.
Es a ellos a los que Jesús está exhortando aquí, que deben dejar su ofrenda en el altar, haciendo todo el camino de vuelta a su ciudad, para buscar la reconciliación con su hermano. Luego de hacer las paces, podían volver a hacer todo el camino y el esfuerzo y presentar así su ofrenda en el altar.
Es decir, la reconciliación es prioritaria para el discípulo. “El tiempo para la reconciliación es siempre ahora mismo”.[3] El Señor dice: “Busquen la paz con todos” (Hebreos 12:14). Según el Señor, se debe procurar aunque nos signifique un gran esfuerzo, mucho tiempo invertido y hasta un costo económico involucrado.
Esto es así porque a Dios no le agrada una adoración que viene de un corazón que se permite estar en conflicto con un hermano. Somos un pueblo reconciliado por y en Cristo (Ef. 2:14; 2 Co. 5:18-20). Como discípulos estamos llamados a ser mansos, misericordiosos y pacificadores. Quien tiene algo contra su hermano o puede vivir tranquilo sabiendo que un hermano tiene algo contra él, demuestra que su corazón o está endurecido o está muerto: “Si alguien dice: «Yo amo a Dios», pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto.” (1 Juan 4:20)
Nota que el énfasis está en si te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti. Lo más fácil es no hacer nada para buscar la reconciliación, escudándose en frases como “yo no tengo nada contra él”. Ese es el estándar mínimo, que incluso se observa en quienes no son discípulos de Cristo. Por el contrario, quien tiene el Espíritu de Cristo sabe que no debe quedarse en ese piso. Debe ser proactivo en buscar la reconciliación, aunque personalmente él no tenga nada contra otro. No se trata sólo de no enojarse, sino de ser pacificadores activos.
También nos enseña que “Controlar el carácter propio no es suficiente, aunque es importante. Uno además debe no incitar la ira en otro”.[4]
El principio de fondo, entonces, es tener un ánimo de conciliación, no esperando que otro termine el conflicto por nosotros, sino que buscando activamente llegar al entendimiento con quien tenemos un problema, sabiendo que eso necesariamente implicará revisar nuestra posición y ceder.
Si Jesús nos manda esto tratándose de un adversario, ¿Cuánto más se aplica si se trata de un hermano en la fe, de nuestro cónyuge u otros seres queridos? Una vez más, no hay excusas.
El verdadero sentido de este pasaje es impactante: “si pasas de esta vida con un corazón que todavía está en desacuerdo con tu hermano, condición que no has tratado de cambiar, esa incorrección testificará en tu contra en el día del juicio. Además, si mueres con ese espíritu de odio aún en tu corazón, nunca escaparás de la prisión del infierno”.[5]
De esta forma, este mandamiento ordena el espíritu manso, humilde y pacificador que nos hace bienaventurados delante del Señor (Mt. 5:5), y por el cual vemos a nuestro prójimo de manera compasiva y lo tratamos con benevolencia y respeto. Mientras el orgullo engendra contiendas, la humildad es la base para toda relación que se construye genuinamente en el Señor.
El mandamiento nos impone actuar con paciencia, reflejando el carácter de Dios, quien es lento para la ira y grande en misericordia. Nuestra tendencia es irritarnos ante las ofensas y aquello que va en contra de nuestra forma de ver y hacer las cosas, somos al revés del Señor: rápidos la ira y tardos para la compasión. Pero el Señor nos demuestra su paciencia cada día, nos extiende su gracia compasiva y hace salir el sol sobre justos e injustos.
Debemos pedir al Señor un corazón pacificador, conciliador, que no supone intenciones ocultas en nuestro prójimo ni busca siempre sobreponerse al otro, sino que procura su bien y su paz. A esto nos llama el Señor: “Si es posible, en cuanto de ustedes dependa, estén en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18), y “La bondad de ustedes sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca.” (Filipenses 4:5).
Es preciso que renovemos nuestra forma de pensar, conforme a la Escritura. Con los primeros que debemos aplicar esta enseñanza, es con quienes vivimos día a día. Son ellos los que deben recibir primero nuestra humildad, mansedumbre, paciencia, compasión y atención, y son ellos con los que debemos cuidar ante todo para no enojarnos, despreciarlos ni insultarlos.
¿Qué ocurriría si el Señor actuara hacia nosotros con la impaciencia que nosotros demostramos hacia el pecado de nuestra familia? Una de las cosas que más nos irritan, es cuando ellos caen una y otra vez en los mismos pecados. Sin embargo, esto es lo que Dios más nos perdona: que solemos caer en los mismos vicios, y Él nos muestra su paciencia, en lugar de consumirnos en su justa ira. Sabiendo que necesitas esa misericordia a cada instante, ¿Cómo te puedes negar a entregarla?
Además, es preciso que apliquemos este mandamiento en nuestra congregación. El Apóstol Pablo confrontó a los gálatas diciendo: “… si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gá. 5:14-15).
La murmuración y la queja de unos contra otros es un homicidio espiritual muy común en las congregaciones. Donde deberíamos orar unos por otros, muchas veces en lugar de eso hay habladurías, chismes y quejas contra los hermanos y los pastores. El Apóstol describió eso como morderse y comerse unos a otros, una especie de canibalismo espiritual, ¡Una imagen espantosa! Lejos de eso, procuremos la paz y la comunión con nuestros hermanos.
El mandamiento del Señor se cumple en el amor: “Porque toda la ley en una palabra se cumple en el precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».” (Gálatas 5:14).
Esto no es más que el reflejo de lo que Cristo hizo por nosotros. Como hemos señalado antes, el corazón bienaventurado se encuentra en Cristo en su grado supremo. Cristo tuvo el sentir completamente contrario de un homicida, pues dijo: “yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10).
Él no vino a salvar a quienes ya le amaban, sino que murió por sus enemigos: “Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5:8, NBLA). Él dejó temporalmente la gloria que tenía con el Padre, para venir a dar su vida por los criminales. Él buscó la reconciliación con nosotros, incluso al costo infinito de su propia vida. Imitemos, entonces, el carácter y la disposición de nuestro Salvador. Concluimos con este pasaje, que resume todo lo dicho:
“Todo el que aborrece a su hermano es un asesino, y ustedes saben que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él. En esto conocemos el amor: en que Él puso Su vida por nosotros. También nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.” (1 Juan 3:15–16).
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William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Mateo (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 312–313. ↑
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“corte” (LBLA) “juicio” (RV60), gr. κρίσις (krísis). La mayoría de las veces se traduce como ‘juicio’ y ‘justicia’ ↑
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Hendriksen, Mateo, 314. ↑
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Leon Morris, The Gospel according to Matthew, The Pillar New Testament Commentary (Grand Rapids, MI; Leicester, England: W.B. Eerdmans; Inter-Varsity Press, 1992), 116. ↑
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Hendriksen, Mateo, 315. ↑