¡Jesús resucitó!
Domingo 14 de julio de 2019
Texto base: Juan 20:1-10.
Luego del arresto, enjuiciamiento, crucifixión y muerte de su Maestro, podemos imaginar a los discípulos pasando las dos noches siguientes llenos de miedo, duda y angustias de muerte, como se sentirían los soldados que han perdido la batalla decisiva de una guerra, y ha resultado en una masacre donde ha muerto su Capitán. Deben haber estado en silencio, doblegados por una tristeza mezclada con miedo y las imágenes terribles del Calvario pasando por su mente. Pedro, aturdido por el remordimiento luego de haber negado al Señor, y Juan intentando consolar a María, a quien Jesús le encargó cuidar. El resto de los once estaba en un coma espiritual, aún masticando la traición de Judas y la ejecución de su Maestro como un criminal. Las mujeres, llenas de dolor, esperando que pasara pronto el sábado para poder ir al sepulcro a ungir el cuerpo de Jesús.
En este contexto, es indudable que para el amanecer del domingo, primer día de la semana, ninguno de estos hombres y mujeres discípulos imaginaba que estaban a punto de presenciar el milagro más poderoso jamás ocurrido, un hecho que dividiría la historia en dos y marcaría el comienzo de una nueva era, cambiando el mundo para siempre, con un alcance en toda la humanidad y en todo lo creado, tanto espiritual como material, y con un efecto definitivo en la eternidad.
Hablamos de la resurrección de Cristo, la base de nuestra fe y de nuestra esperanza, y la causa de que estemos congregados aquí. Por eso es importante que nos dediquemos a ver qué ocurrió esa mañana de aquel primer día de la semana, qué significado espiritual tiene, y cómo transforma por completo lo que somos y nuestro destino eterno.
I. El testimonio de la resurrección
Todos los evangelistas concuerdan en que este hecho ocurrió el primer día de la semana, es decir, el domingo, y que fue muy temprano por la mañana, cuando no se había disipado del todo la oscuridad de la noche.
Si bien es cierto a primera vista podría parecer que los cuatro relatos se contradicen en algunos puntos, debemos tener en cuenta que los discípulos no se regían por los parámetros que hoy siguen los historiadores, quienes cuentan los hechos en estricto orden cronológico e incluyendo todos los detalles y personajes posibles. Los discípulos relataron los hechos desde la experiencia de vida de quienes los presenciaron, y no mencionaban a todas las personas involucradas sino que enfatizaban a una persona u otra según lo que quisieran destacar de lo ocurrido.
Así, todos los Evangelios mencionan a María Magadalena, pero Mateo habla además de “la otra María” (28:1), Marcos agrega a “María la madre de Jacobo y Salomé” (16:1), y Lucas destaca también a una mujer llamada Juana y a un grupo de mujeres que también estaba allí pero cuyo número ignoramos. Lo más probable es que aquel grupo de mujeres que eran discípulas de Jesús durante su ministerio, que estuvieron con él en el momento de su crucifixión y sepultura, son las que ahora también fueron a ver el sepulcro muy temprano por la mañana, para realizar los ritos fúnebres que no pudieron hacer el atardecer del viernes porque comenzaba el día de reposo.
Así, el Ap. Juan da por hecho que ya contamos con los otros relatos, y se concentra específicamente en María Magdalena, quien tomará protagonismo en la resurrección de Jesús. Considerando todos los relatos, vemos que era todavía oscuro cuando salieron, pero el sol ya debe haber estado alumbrando con ese resplandor del amanecer cuando ellas llegaron al sepulcro.
Mientras salían en actitud de luto hacia el huerto donde se encontraba el sepulcro, les preocupaba cómo removerían la gran piedra que tapaba la entrada al sepulcro, lo que nos dice que estas mujeres no esperaban la resurrección, ni tenían pensado robarse el cuerpo; y en caso de que hubiesen planificado tal cosa, no tenían cómo remover la gran piedra y los sellos que resguardaban la entrada. Sin embargo, al ir llegando al sepulcro, probablemente al dar la vuelta en algún sendero vieron ¡Que la piedra ya había sido removida!
Aquí debemos aclarar que Él podía salir de allí, aunque la piedra siguiera en su sitio, tal como luego pudo entrar con su cuerpo resucitado al cuarto cerrado del aposento donde se encontraban sus discípulos. Entonces, la piedra no fue removida para que Jesús saliera, sino para que sus discípulos pudieran entrar y corroborar que Él había resucitado, ¡Que el sepulcro estaba vacío! Pero no sólo fue removida por esto: también para dar una potente señal de victoria sobre el sepulcro, que no podía retenerlo. Tal como Sansón rompió las cuerdas nuevas que lo ataban como si fueran un delgado hilo (Jue. 16:12); Jesús se deshizo de las ataduras del sepulcro con poder y gloria.
"Cristo, dejando de lado los símbolos de la muerte, quiso testificar que se vistió a sí mismo con una vida bendita e inmortal" (Juan Calvino).
Mientras parte de las mujeres entraron al sepulcro y no encontraron el cuerpo del Señor (Lc. 24:3), María Magdalena corrió deprisa para buscar ayuda y comunicar esta noticia a los discípulos, quienes lo más probable es que no estuvieran todos reunidos en el mismo lugar. Hasta ese momento era una noticia motivo de angustia y de incertidumbre, ya que María Magdalena pensaba que los enemigos de Jesús habían profanado la tumba: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (v. 2). Sólo intentemos imaginar su estado de ánimo considerando todo el proceso de arresto, juicio y crucifixión de Jesús, a lo que ahora se sumaba -según ella pensaba- la profanación del sepulcro de su Señor. Más adelante, en el próximo pasaje, aparece realmente aturdida por el dolor y la angustia.
En todo este contexto, recordemos que ninguno de los discípulos esperaba que Jesús resucitara, tanto así que tuvieron por locura las palabras de las mujeres que les avisaron de la resurrección y no las creían (Lc. 24:11). El miedo que los judíos tenían a que Cristo resucitara, era mayor a la fe que sus propios discípulos tenían de que volviera a la vida. Por esto, pidieron a Pilato montar una guardia ante el sepulcro luego de recordar que Jesús afirmó que resucitaría al tercer día (Mt. 27:64).
Ante la noticia, Pedro y Juan corren juntos hacia el sepulcro, llegando primero Juan quizá debido a su juventud. Pese a esto, esperó a Pedro quien, fiel a su estilo, sin pensarlo entró al sepulcro y vio allí los lienzos que envolvían a Jesús y el sudario que cubría su cabeza, todo ordenado. ¿Por qué se menciona esto? Recordemos que rondaba el rumor de que la tumba había sido profanada y el cuerpo robado. Pero no parecía una escena del crimen de un sepulcro violado. Los lienzos eran de mucho valor (los donaron José y Nicodemo), no tenía sentido que hubieran sido dejados allí. Además, se envolvía con ellos el cuerpo dando muchas vueltas, y desenvolver el cuerpo habría sido un trabajo grande e ineficiente que habría tomado mucho tiempo para quienes habrían estado apurados profanando una tumba evitando ser sorprendidos (Cfr. Lázaro). Por el contrario, todo estaba ordenado, como si Jesús los hubiera traspasado para salir.
Una vez que ve a Pedro entrar, Juan también se anima, y aquí es donde comienza a cambiar todo para los discípulos, porque dice una frase clave: “y vio, y creyó” (v. 8). Y aun cuando todavía no entendía plenamente su significado, Juan y Pedro creyeron que Jesús había resucitado de entre los muertos. Desde ahora en adelante comenzarían a recordar las enseñanzas de Jesús al respecto, y todas las piezas caerían en su lugar. Todo empezaba a tener sentido, aunque faltaba la comprensión plena. Era una fe inicial y con algo de niebla, pero era verdadera fe, por la cual somos salvos.
Tenemos, entonces, a los primeros testigos de la resurrección, quienes podían corroborar que el sepulcro donde había sido puesto Jesús estaba vacío, y no por profanación ni por robo del cuerpo, sino por un hecho sobrenatural. El sepulcro vacío es importante porque da continuidad al cuerpo de Jesús previo al sepulcro y al cuerpo resucitado, era un lugar resguardado por una guardia romana (es decir, no creyentes), y era un lugar que sólo había sido usado por el cuerpo de Jesús, lo que evitaba confusión.
Esto es relatado por los cuatro Evangelios, y resulta fundamental porque nuestra fe es histórica, se basa en hechos reales y concretos, que tienen testigos que los presenciaron directamente, que fueron personajes también históricos, que vivieron en un tiempo y lugar determinado y que puede identificarse, y que además sellaron su testimonio con su propia sangre. No fueron hechos que ocurrieron en secreto o en un rincón, ni fueron visiones que tuvo un solo profeta como en el caso del Islam; sino que fueron hechos públicos, tanto así que luego el Apóstol Pablo nos dice que el Jesús resucitado se manifestó no solo a los once, sino que “apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen” (1 Co. 15:6), es decir, una gran cantidad de personas que podían testificar no sólo de la resurrección de Jesús, sino que validarse unas a otras su testimonio porque sabían que también las demás habían visto lo mismo.
Además, es importante porque a través del testimonio de los Apóstoles es que llegamos a la comunión con Cristo, como lo dice el mismo Ap. Juan: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida… lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn. 1:1,3). Así es como el Señor quiso que fuésemos salvos: que conozcamos este testimonio de los Apóstoles y creamos en él, y así es como tenemos comunión con la fe de ellos, y a través de ellos, con el Dios Trino.
II. El significado espiritual de la resurrección de Cristo
Para los discípulos, la resurrección de Cristo fue el hecho inmutable en el que se basaba su fe, no era negociable. Y es así porque lo que vemos en este capítulo es el comienzo de la nueva creación. Lo que en la primera creación fue el "hágase la luz", en la nueva creación es la resurrección de Cristo de entre los muertos. Después de esto, todo seguirá su curso inevitable según el plan de Dios, hacia el día en que la gloria de Dios lo llene todo y sean derrotados el pecado y los enemigos de Cristo.
Y es que la primera creación, que Dios puso bajo la administración de Adán, fue corrompida debido al pecado de ese que era nuestro padre y representante delante de Dios, de tal manera que el Señor le dijo: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa” (Gn. 3:17).
Pero también el Señor prometió que uno de entre los hijos de Eva, aplastaría la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15). Y es así como vemos que toda la Biblia desde ese punto en adelante, se dedicó a anunciar a ese que había de venir, que nacería de mujer, y que vencería a nuestro enemigo. Hasta que llegó ese glorioso día al que se refiere el Apóstol Pablo cuando dice: “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley,5 para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gá. 4:4-5).
Es así como llegó Cristo, el nuevo Adán, de quien se dice que apareció “… para deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3:8), y esa victoria sobre el diablo y sus obras se sella con este maravilloso primer día de la semana en que la tumba quedó vacía. Ese es el principio de la nueva creación, la garantía de que todo será restaurado conforme a la gloria de Cristo, y toda esta creación bajo el pecado espera ese día: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (Ro. 8:22).
Es por eso también que toda la creación se conmocionó ante su resurrección. La creación material fue impactada, ya que Mateo nos dice que hubo “un gran terremoto” cuando la piedra fue removida (Mt. 28:2). El mismo autor relata también que varios muertos salieron de sus sepulcros y se aparecieron a muchos (Mt. 27:52). También vemos que la creación espiritual fue impactada, ya que hubo notoria presencia de ángeles tanto en el momento en que la piedra fue removida (Mt. 28:2) como cuando se informó a las mujeres en distintos momentos que Cristo había resucitado (Lc. 24:4; Jn. 20:12). Entonces, vemos que la resurrección de Cristo es un hecho que impacta todo lo creado.
En consecuencia, es en Cristo y en virtud de su muerte y resurrección, que podemos ser hechos una nueva humanidad (eso significa el paralelo con Adán), una que ya no está condicionada por la caída de Adán, sino que es creada a la imagen del Cristo resucitado, una que ya no está marcada y condenada por el pecado y la muerte, sino que lleva en si el principio de la vida: “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. 22 Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Co. 15:21-22).
Sí, porque como explica la Escritura, no sólo la creación como un todo necesita ser restaurada y libre del pecado, sino que como humanidad necesitamos la redención. Entonces, como explica la Escritura, “ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho” (1 Co. 15:20), es decir, se le compara con el primer fruto de la cosecha de la vida eterna, es el primero que resucita de entre los muertos en una abundante cosecha, llena de frutos que son los redimidos que resucitarán.
Y por eso el Salvador debía hacerse hombre, tomar nuestra naturaleza humana, pero sin pecado, para identificarse con nosotros y para identificarnos con Él, y así poder representarnos en su obra de salvación y llevarnos a la vida. Tal como Adán nos representó delante de Dios y nos arrastró a la muerte y la corrupción, así Cristo nos representó delante de Dios para vencer a la muerte en su cuerpo y resucitar también en su cuerpo a la vida y gloria eterna. Por eso dice:
“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, 15 y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre… 17 Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos…” (He. 2:14-15; 17a).
Es esa unión con Cristo mediante la fe lo que nos salva y nos identifica con su resurrección, y por eso es que el mismo Jesús pudo afirmar con plena seguridad: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19).
Aquél que dijo “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn. 11:25) no podía ser retenido por el sepulcro. La muerte no podía apresarlo con sus amarras. La podredumbre no podía echar su sombra sobre aquel de quien se había profetizado: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, Ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Sal. 16:10).
Y esta resurrección no sólo es para nuestra salvación, sino también para demostrar el poder de Cristo como Dios Todopoderoso. Y es así porque Cristo se levantó de entre los muertos por su poder: Él dijo a los judíos: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn. 2:19); y “… yo pongo mi vida, para volverla a tomar. 18 Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Jn. 10:17-18).
Entonces, la resurrección nos muestra la gloria de Cristo como Dios sobre la vida y la muerte, como aquél que va a redimir toda la creación de su estado actual bajo maldición y pecado, y como aquel que puede salvar a su pueblo creando en sí mismo una nueva humanidad, que no está ya bajo Adán, sino representada por Él como Buen Pastor que nos lleva a la vida eterna. Y ese Buen Pastor entró primero por nosotros al sepulcro, pero también venció y salió de él yendo delante de sus ovejas, entrando también delante de nosotros a la gloria eterna.
Y en este sentido, el Apóstol Pablo nos habla aun de otra finalidad de la resurrección: ella demuestra que el Padre se agradó y fue satisfecho por la obra de salvación de su Hijo, y Él certificó esto, dio su sello de aprobación, resucitando a Cristo: “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hch. 17:31).
III. El poder transformador de la resurrección
Si nos quedamos contemplando estas verdades, ya es algo maravilloso, pero aún debemos referirnos a cómo nos impacta esto a nosotros en particular. Y en esto debemos pensar: ¿Qué tanto poder se necesitó para que Cristo resucitara de entre los muertos? Claramente no es algo que podemos medir, pero sí sabemos que es comparable al poder que Dios ejerció para crear todas las cosas, ya que se nos habla de Cristo como nuevo Adán y el principio de la nueva creación.
Bueno, la Escritura nos dice que ese gran poder que obró en la resurrección de Cristo para que venciera a la muerte, es también el que ha obrado en nosotros quienes creemos en Él: el Apóstol Pablo dice a los efesios que ruega por ellos para que conozcan “cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder, 20 el cual obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos y le sentó a su diestra en los lugares celestiales” (Ef. 1:19-20 BLA).
Hermanos, esto no es poesía, no son metáforas. El Señor está describiendo lo que ocurrió en nosotros al momento de ser salvos, y es comparable a que haya dicho “hágase la luz” en nosotros, es el mismo poder que obró en la resurrección de Cristo, lo que hace que nuestra conversión sea un verdadero milagro, una obra grandiosa y sobrenatural de la gracia de Dios en medio de un mundo bajo el pecado.
¿Cómo esto transforma todo lo que somos? ¿Cómo esto puede cambiar la forma en que te levantas por la mañana, en que trabajas, compartes con tu familia y te desenvuelves en la sociedad? ¿Cómo esto puede cambiar la forma en que piensas, en que te comportas cuando nadie más te ve? ¿Cómo esto puede impactar tus deseos, tus metas, la forma en que organizas tu día y proyectas tu vida en la tierra?
Si esto es cierto, y vaya que lo es, se trata de algo que nos transforma de raíz, desde la médula de lo que somos, desde el núcleo de nuestro ser. Por eso es que el Apóstol Pablo nos exhorta diciendo: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; 15 y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. 16 De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. 17 De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:14-17).
Esto significa que hemos sido creados de nuevo en Cristo. Aunque nuestro cuerpo sigue siendo mortal y en él no se ha manifestado aún la resurrección, sí hemos recibido vida en nuestro espíritu, y esto fue porque Cristo resucitó por nosotros. Entonces, tenemos en nosotros el principio de la nueva creación, somos una glorificación que ya está en marcha, una glorificación en proceso. Esto implica que ya no podemos ver nada como lo veíamos antes, no podemos relacionarnos con nadie como nos relacionábamos antes, ni con Dios ni con los hombres, todo eso viejo debe pasar, porque todo ha sido hecho nuevo en Cristo.
Tu familia, tus estudios y trabajo, tus relaciones personales, tus proyectos y metas, nada de esto debe ser visto como un medio para tu agrado personal y egoísta. Nada de esto se trata de ti, ni es para que seas aplaudido, para tu propio placer o para tu gloria. Todo lo que eres, lo que tienes, lo que haces, lo que piensas, lo que deseas y lo que proyectas hacia el futuro debe ser puesto a los pies de Cristo, debe ser para su gloria, para que Él sea exaltado y su nombre sea dado a conocer. Toda tu vida, como la del Apóstol Pablo, debe ser puesta para el progreso del Evangelio (Fil. 1:12).
Todo esto es imposible si lo intentas en tus propias fuerzas, pero no puedes quedarte en la lamentación por tu propia maldad y tu incapacidad de hacer el bien. Lo que la Escritura nos ha dicho es que hemos recibido el mismo poder que obró en la resurrección de Cristo, y es ese poder transformador lo único que nos puede hacer capaces de vivir de una manera que sea agradable ante los ojos de Dios: “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 P. 1:3).
Por tanto, ya que Cristo resucitó y nos ha dado la vida eterna, estamos llamados a andar en una vida nueva, no según el viejo hombre que éramos, sino según el nuevo, que es creado a la imagen de Cristo. Y el Señor ha querido que tengamos una señal visible de esta obra suya en nosotros: el bautismo. “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Ro. 6:4).
Aquellos que creen en Cristo y quieren ser sus discípulos, son llamados a pasar por estas aguas y dar testimonio a través de esto, que ya no quieren vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que si has creído en Cristo y no te has bautizado, obedece a quien llamas Señor y da testimonio público de tu fe, y a través de este signo, recuerda que estás llamado a una vida nueva. Si ya te has bautizado, recuerda que esas aguas en las que te sumergiste fueron la tumba para tu viejo hombre, y que al salir de ellas has confesado que vivirás una nueva vida, no ya para ti, sino para Cristo.
Y la misma Escritura nos da dos grandes aplicaciones de lo que significa este andar en una vida nueva por la resurrección de Cristo: la primera, en Romanos 6, es que implica andar en santidad, no viviendo como si estuviéramos muertos en nuestros pecados, sino sabiendo que ahora estamos vivos para Dios. Por tanto, no debe reinar el pecado en nuestro cuerpo, sino que debemos ofrecer nuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.
La segunda aplicación es la exhortación que el Ap. Pablo hace al final del gran capítulo sobre la resurrección, en 1 Co. 15: “gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. 58 Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (vv. 57-58). Entonces, la fe en la resurrección de Cristo debe llevar inevitablemente a crecer más y más en nuestro trabajo en la obra del Señor, siendo constante y perseverante en esto.
¿Describe esto tu vida? Si estás en decadencia espiritual, si ves que estás estancado en tu lucha contra el pecado, o ves que caes una y otra vez en lo mismo, si ves que puedes pasar meses o años sin entregarte de lleno al servicio en la obra de Dios, necesitas meditar en esto: Que Cristo murió y resucitó por ti, que has sido creado de nuevo y que por tanto ahora debes vivir para Él, y es Él mismo quien te ha dado el poder para eso. Cristo resucitó; ya no estás muerto, ahora estás vivo para Él, por tanto, vive en santidad y trabaja en su obra.
Hermano, la resurrección de Cristo es lo que da sentido a nuestra vida, sin ella nuestra fe es vana y aún estaríamos en nuestros pecados (1 Co. 15:17), pero es ella la que nos da esperanza no sólo para el hoy, sino para toda la eternidad. Fíjate lo que hizo esta resurrección en Pedro, quien estaba sumido en el remordimiento por haber negado a su Señor. Ese mismo hombre luego declaró: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 P. 1:3). El mismo Juan que abandonó también a Jesús en la hora oscura, diría luego: “todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Jn. 5:4).
Que por esa misma fe en el resucitado, nuestra vida completa sea transformada, y así también en nuestra iglesia.