Jesús Nazareno, Rey de los Judíos

Domingo 10 de marzo de 2019 

Texto base: Juan 19:19-22.

En las predicaciones anteriores hemos visto el tránsito de Jesús desde el Aposento Alto a Getsemaní, de Getsemaní a la casa de Anás y Caifás, de allí al Pretorio, y del Pretorio al Gólgota, donde fue crucificado.

En medio de esta hora de las tinieblas, la escritura de Pilato en un cartel sobre la cruz ocasiona una discusión entre él y los líderes religiosos judíos. En sus mentes, probablemente veían esto como un nuevo enfrentamiento de poder en que debían medir fuerzas y posicionarse para resguardar sus intereses. Pero el asunto sobre el que estaban debatiendo tiene en realidad alcances universales, y su posición sobre esto tiene consecuencias eternas para sus almas. La pregunta que surge de este episodio nos confronta personalmente: ¿Qué haremos ante este Rey?

     I.        El título en la cruz

La pugna entre los líderes religiosos y Pilato, entonces, continúa. En aquel entonces, era costumbre que el crucificado llevara un título con el delito por el cual fue condenado, para que así la gente pudiera leer y saber porqué esa persona está siendo ejecutada con un tormento tan terrible como lo era la crucifixión, y de esta forma sintieran espanto y temor de cometer el mismo delito.

En la cruz de Jesús, se escribió: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Esto confirma que el delito por el que se le condenó fue sedición o insurrección, al proclamarse rey y así -supuestamente- desafiar al César. Curiosamente, Herodes y Pilato concluyeron que Jesús no había cometido delito alguno. El título debía registrar el crimen que cometió, pero en realidad termino confirmando que no hubo falta en Él, ya que ese cartel decía la verdad: Jesús de Nazaret era justamente el Rey de los Judíos, y lo estaban condenando por declarar y ejercer su reinado. Todo esto sigue sumando al absurdo de la situación.

Para agregar ironía al asunto, fueron los mismos judíos quienes insistieron en presentar a Jesús como alguien que clamaba ser rey de su pueblo, intentando que Pilato lo viera como una amenaza. Como vieron que su manipulación no conseguía el efecto esperado, terminaron extorsionando a Pilato, haciéndole ver que si no se oponía a este Jesús que proclamaba ser Rey, entonces era enemigo de César, porque todo el que se hace a sí mismo Rey, está desafiando el poder del Imperio Romano (v. 12).

Pilato, para cuidar su cabeza y la de su familia, no vio otra opción que temer más a los hombres que a Dios, y cobardemente cedió a la demanda de los judíos, pero su orgullo estaba herido, e iba a hacer lo que fuera necesario para vengarse y molestar a los judíos cuanto pudiera. Así que escribió este título, declarando en 3 idiomas (hebreo, latín y griego) a Jesús de Nazaret como “el Rey de los Judíos”.

Una vez más, Pilato, siendo un pagano inconverso, dijo una verdad. Si bien su intención era fastidiar a los judíos, terminó registrando el terrible hecho que estaba ocurriendo: los judíos estaban clamando a gritos por la crucifixión de su Mesías. En lugar de recibirlo con alabanza y gratitud, lo habían aborrecido hasta la muerte.

Aun ese letrero clavado sobre el madero de la cruz, debía ser la última advertencia para llevar a los judíos al arrepentimiento por el crimen de consecuencias eternas que estaban cometiendo, pero ellos se endurecieron, siguieron rechazando a su Rey e incluso se burlaron de Él mientras se encontraba clavado a la cruz, ofrecido como sacrificio para la salvación de los pecadores.

Nuevamente son los principales líderes religiosos quienes encabezan este rechazo al Mesías con furia homicida, llenado la medida de su pecado hasta el colmo, cuando en realidad deberían haber sido ellos, los pastores del pueblo, quienes fueran los primeros en reconocer al Hijo de David, enviado de Dios para reinar sobre su pueblo.

Ante la oposición de los judíos sobre este título, Pilato simplemente respondió: “Lo que he escrito, he escrito” (v. 22). Es como si Dios mismo hubiera sentenciado esto a través de Pilato. Tal es Su Providencia que, a pesar de la oposición de los judíos y de los fines egoístas de Pilato, Jesús fue crucificado como el Rey de los Judíos.

Y es así como, al escribir este título en 3 idiomas, Pilato inconscientemente estaba haciendo una de las primeras declaraciones evangelísticas dirigida a los gentiles (también a los judíos), declarando que Jesús es Rey. “Los dos hombres responsables de manera más activa e inmediata por la muerte de Jesús, Caifás (11:49-52) y Pilato, están impulsando sin quererlo los propósitos redentores de Dios, y sin quererlo sirviendo como profetas del Rey al que están ejecutando” (Donald Carson).

    II.        El Rey prometido

Pero, ¿Qué significa que Jesús fuera “el Rey de los Judíos”? ¿A qué se refiere este título? Es muy revelador que cuando el ángel Gabriel anunció a María de Nazaret que sería madre del Mesías, le dijo: “Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; 33 y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc. 1:32-33). Incluso cuando vinieron los magos de oriente a rendir tributo a Jesús en su nacimiento, preguntaron al rey Herodes: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?” (Mt. 2:2).

Y es que aprox. 1.000 años antes, el Señor había hecho un pacto con el rey David, diciendo: “El Señor también te hace saber que el Señor te edificará una casa. 12 Cuando tus días se cumplan y reposes con tus padres, levantaré a tu descendiente después de ti, el cual saldrá de tus entrañas, y estableceré su reino. 13 El edificará casa a Mi nombre, y Yo estableceré el trono de su reino para siempre. 14 Yo seré padre para él y él será hijo para Mí... 16 Tu casa y tu reino permanecerán para siempre delante de Mí; tu trono será establecido para siempre” (2 Sam. 7:11-14, 16).

Ya desde el momento en que Adán y Eva pecaron, el Señor prometió que vendría un Salvador que vencería sobre el pecado y la serpiente (Gn. 3:15). En Deuteronomio cap. 18, el Señor dijo a través de Moisés que ese Salvador también tendría el oficio de profeta y que a Él tendríamos que oír. Sabemos también por el Salmo 110:4 que tendría el oficio de sacerdote, cuando dice: “Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre Según el orden de Melquisedec”. Por último, al realizar el pacto ya mencionado con David, el Señor nos dice que el Mesías sería Rey Eterno y descendiente de David, con lo cual el linaje de este rey permanecería en el trono de Israel para siempre.

Lo natural era esperar que esta promesa se cumpliera en Salomón, el hijo de David que lo sucedió en el trono. Ciertamente fue un rey muy destacado y lleno de sabiduría, pero también lleno de pecados y abominaciones, tanto que llegó a construir altares paganos para sus esposas y ofreció sacrificios en ellos. Llegó el día de su muerte y su reinado terminó, por lo que no puede decirse que su reino fue establecido para siempre. Además, luego del reinado de Salomón lo sucedió su hijo Roboam, quien por su necedad hizo que el reino se dividiera en dos: las tribus de Judá y Benjamín en el reino del Sur (llamado “Judá), y las demás 10 tribus en el reino del Norte (llamado “Israel”).

La época de esplendor de los reinados de David y Salomón pronto pasó, todas las riquezas y los territorios conquistados se fueron perdiendo. Vendrían muchos descendientes de David en el trono de Judá, y muchos de ellos fueron reyes indignos y perversos. Aún los más piadosos entre ellos tenían pecados y defectos serios, y no podían establecer su reino de forma completa y permanente. El pueblo caía en decadencia espiritual y era dominado y afligido por naciones extranjeras, quienes causaban grandes estragos, multitudes de muertos y tremendas pérdidas materiales a Judá. ¿Quién sería ese Hijo de David que reinaría para siempre? ¿Cuándo llegaría el Hijo de David que trajera la prosperidad y la paz tan esperada?

El profeta Isaías traía esperanza al anunciar de parte del Señor: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto” (Is. 9:6-7). La promesa seguía en pie, debían seguir esperando a este Rey Hijo de David, el Mesías que vendría de parte de Dios.

Pero al pasar el tiempo las cosas se pusieron todavía peor. Debido al pecado del pueblo, llegó la invasión de los asirios que destruyó el reino del Norte, y luego la conquista de los babilonios sobre el reino del Sur y el exilio a la tierra de esos terribles paganos, quienes destruyeron la ciudad de Jerusalén y su templo. Estuvieron cautivos 70 años en Babilonia y el Señor los entregó a tremendas aflicciones por causa de su rebelión. Pasado ese tiempo, se les permitió volver a Jerusalén y reedificar la ciudad y el templo, parecía que ahora sí llegaría ese tiempo tan esperado del reinado de Dios en el Hijo de David. Había gran expectación, pero el pueblo a poco andar cayó en los mismos pecados que indignaron al Señor y que motivaron su exilio a Babilonia. ¿Cuándo llegaría el Rey que los libraría de todo esto?

Pese a las exhortaciones de los profetas Zacarías, Hageo y Malaquías, el pueblo persistió en su pecado, y luego de unos siglos cayó bajo el terrible dominio de los griegos. Uno de sus generales, Antíoco Epífanes, llegó a sacrificar un cerdo -animal inmundo según la ley de Moisés- en el templo de Jerusalén. ¿Hasta cuándo estarían bajo la opresión? ¿Cuándo llegaría el esperado Hijo de David que les diera una victoria aplastante y definitiva sobre sus enemigos?

Los judíos fueron libres del dominio de los griegos, liderados por la familia de los Macabeos. Parecía que ahora podrían respirar en libertad y Dios podría reinar sobre ellos con su Mesías, pero llegarían los romanos, quienes eran más brutales y sanguinarios que los pueblos anteriores, y eran quienes los dominaban en el tiempo en que Cristo desarrolló su ministerio terrenal. Estaban sometidos a sus impuestos abusivos, a las barbaridades cometidas por sus militares, a su gobierno opresor y a todo eso debía sumarse el tener que aguantar que unos paganos inmundos e incircuncisos los tuvieran bajo su poder. ¿Hasta cuándo el Señor los haría esperar? ¿Será que había olvidado su promesa? ¿Vendría en algún momento el Hijo de David?

Es aquí donde irrumpe gloriosamente en la historia el Señor Jesucristo, diciendo: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mr. 1:15). Esto significaba inequívocamente que venía el Mesías, el Cristo, ya que la venida del reino de Dios no se puede separar de la venida de su Ungido, ambas cosas son indisolubles. Como vimos, ya desde la anunciación a María de Nazaret, el ángel Gabriel declara que Jesús es quien viene para cumplir la promesa que Dios hizo a David.

A lo largo de su ministerio, el Señor Jesús fue dejando claro cada vez con mayor intensidad, que Él es el Hijo de David esperado. Luego llegó el momento en que cumpliría la profecía hecha a través de Zacarías: “¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! Mira, tu rey viene hacia ti, justo, salvador y humilde. Viene montado en un asno, en un pollino, cría de asna” (Zac. 9:9).

Jesucristo se identificó abiertamente con esta profecía, revelando así que Él es el Mesías, el Rey prometido que había de venir, el Salvador y libertador de su pueblo. Este no era un general que entraría por la espada, ni era uno más de los comandantes de este mundo, ya que Él mismo lo aclaró en su diálogo con Pilato, cuando le dijo: “mi reino no es de este mundo” (Jn. 18:36).

En palabras del mismo profeta Zacarías: “No por el poder ni por la fuerza, sino por Mi Espíritu,’ dice el Señor de los ejércitos” (Zac. 4:6). Él entró a Jerusalén, como el Príncipe de Paz, mostrando que su reino se establecería de una manera completamente distinta a la de los reinos terrenales, porque trae una paz que no es como la que el mundo da, sino aquella que viene de Dios. Además, está asociada con la proclamación de esa paz a los gentiles (no judíos). Este no es un rey simplemente nacional, sino que viene a traer paz a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación, cubriendo todos los términos de la tierra (Zac. 9:10, Sal. 72:8).

Él venía a hacer una obra única: consumar el sacrificio perfecto que salvaría a su pueblo de sus pecados. Vino para ser coronado como Rey. La gente pensó que sería una corona como la de los reyes o emperadores, pero sería una corona de espinas. No ocuparía un trono en un palacio, sino que sería levantado en una cruz. Sería un Rey, pero a la vez un Cordero ofrecido en sacrificio por su pueblo.

La multitud entusiasta que lo recibió en un comienzo terminaría rechazando al que aclamaban como Hijo de David. Pasaron de gritar “Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel”, a gritar “crucifícale” en menos de una semana. Por eso nuestro Señor lloró sobre la ciudad. Los judíos habían perseguido y matado a los profetas que Dios les había enviado vez tras vez para confrontarlos con sus pecados. Ahora harían lo mismo, pero con el profeta entre profetas, el Rey de reyes y Señor de señores, colmando así la medida de sus pecados. Eso les significó recibir juicio del Señor: Jerusalén fue destruida por los romanos, y el reino de Dios les fue quitado, y entregado a quienes produjeran frutos de él. Trágicamente, la antigua Jerusalén no supo distinguir el día en que fue visitada por el mismo Dios hecho hombre.

   III.        ¿Qué harás ante el Rey?

La pregunta, una vez más, es inevitable y resulta imposible mantenerse neutral. Los líderes religiosos judíos lo rechazaron con furia homicida. Pilato terminó consintiendo y participando de este crimen y rechazó a Cristo pese a que se presentó claramente como Rey ante Él. Sus soldados por instrucción suya torturaron a Jesús y se burlaron de Él con terrible crueldad, para guiarlo a punta de azotes hacia el Gólgota, donde clavaron sus manos y sus pies al madero de la cruz, lo desnudaron y se repartieron sus ropas.

Hasta los revolucionarios violentos que estaban crucificados junto a Jesús se burlaban de Él: “Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él” (Mt. 27:44). Pero Lucas nos cuenta que en medio de este oscuro escenario, uno de ellos se arrepintió y lo reconoció como Rey, algo completamente impensado. Dijo este condenado: “41 Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. 42 Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lc. 23:41-42).

En primer lugar, vemos que reconoció su maldad, asumiendo incluso que merecía el terrible castigo que estaba recibiendo. En segundo lugar, reconoció también que Jesús no hizo ningún mal, y que por tanto no merecía estar allí crucificado. Por último, fue mucho más allá y reconoció a Jesús como Rey de un reino que estaba por venir, y su fe en Él fue tal, que supo que de alguna manera Jesús saldría victorioso de esa situación, aún viendo su cuerpo destruido por la flagelación y agonizando en la cruz. Él tuvo la convicción de que ese no sería el final de Jesús, y además lo consideró capaz de responder a su petición cuando su victoria fuera consumada. Su súplica fue bastante humilde, simplemente le dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”, no le pide un lugar de honor, sino sólo ser recordado para bien. Lo que hizo allí este condenado fue una verdadera oración a Jesús mientras ambos estaban en la cruz.

Jesús había anunciado muchas veces esta venida en gloria, como cuando dijo: “Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria” (Lc. 21:27). Lo más probable es que este condenado haya escuchado alguna de estas declaraciones de Jesús, y en esta hora final terminó creyendo en Él. Con eso, este crucificado había tenido más entendimiento que los escribas y maestros de la ley, y aun más que los mismos discípulos de Jesús. Habiendo sido un criminal, ahora había entrado al reino de los Cielos por la fe.

La respuesta de Jesús es impactante: “Jesús le dijo: De cierto, te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23:43). El Rey aquí hizo un decreto de salvación, ejerció su soberanía sobre la tierra y el Cielo, sobre la vida y la muerte; y respondió la oración de este hombre incluso mientras se encontraba colgado en el madero. Jesús había prometido antes: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). Este condenado vino a Jesús con fe, y recibió perdón y salvación. En contraste, el otro crucificado, aquel que se burló de Él y lo rechazó, enfrentó una terrible muerte y luego tendría que estar de pie ante el Juez de todo el universo, a quien menospreció y escarneció.

el suplicante penitente recibió, mucho más de lo que había pedido. Nótese la hermosa y consoladora respuesta de Cristo:

  1. El hombre había pedido una bendición … en un remoto futuro. Recibe una promesa perteneciente a este mismo día. Jesús dijo: “Hoy”.
  2. El había pedido que “que se acordara de él”. Eso fue todo lo que se atrevió a solicitar. Recibe la seguridad: “No solamente te recordaré, estarás conmigo; esto es, en mi inmediata presencia”.
  3. “Conmigo”, ¿dónde? No en alguna región mística de fantasmas, no en el purgatorio, sino en el paraíso” (Hendriksen).

Esta es una firme ancla para nuestra esperanza. La misma bendición que disfrutó este condenado, es la que disfrutamos nosotros si ponemos nuestra fe en este Rey de gloria. Si al igual que este condenado, reconoces tu maldad, reconoces que Jesús es Justo y que es el Rey que vendrá en su reino de gloria en el día final, entonces puedes estar seguro de que hoy mismo tienes entrada al paraíso, que hoy mismo tienes entrada a su reino eterno, y sabemos por la Escritura además que hoy mismo disfrutas de la presencia amorosa de Dios en tu corazón a través del Espíritu Santo que nos fue dado (Ro. 5:5).

El condenado vio razones para entregar su vida a este Rey cuando estaba colgando del madero, ¿Cuánto más nosotros, que sabemos que al tercer día resucitó, que ascendió a los Cielos y que su Espíritu descendió para estar con nosotros para siempre? Si este Rey Hijo de David respondió a la oración del condenado estando en la cruz, ¿Cuánto más puedes estar seguro de que escucha y responde tus oraciones ahora que está en la gloria? Ningún rey ni gobierno humano, ninguna cosa creada pueden apartarte del amor de este Rey, ni pueden quitarte la vida eterna que Él te ha dado.

El Rey exaltado que gobierna todas las cosas y las sostiene por la Palabra de su poder, es el mismo que tiene en sus manos tu salvación, y Él mismo se entregó como sacrificio por ti para que fueras perdonado, y ha prometido volver a consumar su victoria y a vestir de gloria a su pueblo ¿Cómo no vivir llenos de esperanza y alegría?

Sí, hermano, porque debes saber una cosa: Cristo fue crucificado como Rey, pero la historia no termina allí: Él vendrá también como Rey, esta vez no en humillación, sino exaltado y en gloria, para rescatar a su pueblo y consumar su victoria final sobre sus enemigos: “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. 26 Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte” (1 Co. 15:25-26). Asegúrate de recibirlo como Rey.

Mientras vivas aquí, recuerda que vives bajo el gobierno de este Cristo Rey. Tu servicio y tu sumisión a este Rey se ven hasta en lo más cotidiano:

  • Cuando estás luchando con la tentación y debes decidir si obedecer a Cristo o hacer lo que quieres,
  • cuando decides si te dedicas a conocer la voluntad de tu Rey escrita en su Palabra o mejor haces otras cosas que te parecen más importantes,
  • cuando organizas tu día y decides si te vas a encomendar al poder del Señor o mejor harás todo en tus fuerzas,
  • cuando defines tus prioridades,
  • cuando haces proyectos y te fijas metas,
  • con la forma en que inviertes tu tiempo y en que gastas tu dinero,
  • cuando decides la vida que llevarás,
  • en tus conversaciones, en tus silencios,
  • en tus tiempos de ocio y descanso, en la forma en que trabajas,
  • en tus más íntimos pensamientos;
  • en aquello que más quieres en la vida, en tu anhelo más ferviente, tu propósito más firme.

En fin, en todas las cosas se puede ver si sirves al Cristo Rey o sirves a otro dios. ¿Cuándo fue la última vez que te detuviste a pensar y analizaste tu vida de esta manera? Toma un tiempo aparte, en soledad y en silencio, y piensa en cada aspecto de tu vida: ¿Reconoces a Cristo como Rey en todas las cosas?

Que todo tu ser se una al canto celestial: “Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, 12 que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. 13 Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” Ap. 5:11-13.