Domingo 4 de diciembre de 2022
Texto base: Mt. 5:31-32.
“Pastor, es que ud. no conoce mi situación”. “Pastor, ud. no está en mis zapatos”. “Pastor, ud. no sabe lo que es vivir con él”. “Pastor, es que ya nos dimos cuenta de que somos incompatibles. Decidimos que esto se terminó”. Probablemente el tema del divorcio es uno de los que pone a prueba de forma más intensa nuestro compromiso de someternos a Dios y a Su Palabra.
Es un tema en el que se manifiestan con fuerza tanto el libertinaje como el legalismo, porque mientras unos intentan excusar sus pecados y quieren divorciarse donde Dios no se los permite, otros reaccionan severamente ante esto, y llegan a ser más restrictivos que el mismo Dios.
Por todos estos factores, es un tema muy complejo de tratar, pero la enseñanza de Jesús es muy clara y directa. En el contexto de este pasaje, el Señor sigue describiendo la justicia que es mayor que la de los escribas y fariseos, y en el marco del adulterio, se refiere también al divorcio. Dado que luego, en Mt. 19 Jesús explicó un poco más sobre el tema, usaremos ese pasaje también como referencia.
Analizaremos: i) el contexto cultural judío en tiempos de Jesús, luego ii) la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio, iii) su enseñanza sobre el divorcio; terminando con iv) aplicaciones finales.
Jesús continúa haciendo el contraste entre “han oído que se dijo” y “pero yo les digo”. No se refiere aquí a lo que decía la Ley de Moisés, sino los maestros de la ley que interpretaban las Escrituras y la tradición que habían generado los ancianos a lo largo de los siglos.
Las Escrituras estaban en lengua hebrea, pero los judíos contemporáneos a Jesús hablaban en arameo. Para exponerse a la Palabra de Dios, el pueblo dependía de la interpretación que daban estos maestros, pero ellos habían confundido el sentido de la Ley de Dios, agregando regulaciones humanas y rebajando el estándar de los mandamientos para tranquilizar sus conciencias, pensando que cumplían con lo que Dios ordenaba.
En este sentido, se debe considerar que las palabras de Jesús sobre el divorcio están dichas a propósito de su enseñanza sobre el adulterio. Debemos entender esta referencia al divorcio como un desarrollo de esa idea.
Por otro lado, el telón de fondo está dado por la enseñanza de la Ley de Moisés:
“Cuando alguien toma una mujer y se casa con ella, si sucede que no le es agradable porque ha encontrado algo reprochable en ella, y le escribe certificado de divorcio, lo pone en su mano y la despide de su casa, 2 y ella sale de su casa y llega a ser mujer de otro hombre; 3 si el segundo marido la aborrece y le escribe certificado de divorcio, lo pone en su mano y la despide de su casa, o si muere este último marido que la tomó para ser su mujer, 4 al primer marido que la despidió no le es permitido tomarla nuevamente como mujer, porque ha sido despreciada; pues eso es abominación ante el Señor. No traerás pecado sobre la tierra que el Señor tu Dios te da por heredad” (Dt. 24:1-4).
Sobre este pasaje de la Ley, debemos tener en cuenta:
Por tanto, es claro que la Ley no promovía, sino que regulaba el divorcio, sabiendo que era una realidad en un mundo caído y que el pecado provocaría que este ocurriera en algunos casos. A esto se refiere Jesús al decir “Por la dureza de su corazón Moisés les permitió a ustedes divorciarse de sus mujeres” (Mt. 19:8).
Al restringir el divorcio, el Señor precisamente está resaltando la santidad del matrimonio y la seriedad de una decisión tan radical como el divorcio. Está advirtiendo a los maridos: “si van a repudiar a sus mujeres, sepan que esto no tiene vuelta atrás, así que mejor piensen muy bien lo que harán”.
Por otro lado, no se menciona el adulterio como causal de divorcio en este pasaje, ya que aquellos que lo cometían eran castigados con la muerte: “Si un hombre comete adulterio con la mujer de otro hombre, (que cometa adulterio con la mujer de su prójimo), el adúltero y la adúltera ciertamente han de morir” (Lv. 20:10). Es decir, en caso de adulterio el matrimonio terminaba por la muerte del ofensor. Esto debe tenerse muy en cuenta para lo que enseñará luego Jesús sobre el divorcio en el Nuevo Pacto.
Ante este pasaje de la Ley, surgieron dos interpretaciones entre los rabinos: una estricta, defendida por Shammai y una flexible, sostenida por Hillel, quienes discutían qué significaba esa “indecencia” que permitiría el divorcio:
Según Shammai y sus seguidores la referencia era a la falta de castidad o sea el adulterio. Según Hillel y sus discípulos el sentido era mucho más amplio. Ellos enfatizaban las palabras “Si no le agradare”, y en consecuencia permitían el divorcio por las razones más baladíes, de modo que el marido podía desechar a su mujer si ella casualmente le servía una comida que estuviera ligeramente quemada, o si en casa hablaba tan alto que los vecinos podían oírla.[2]
Todo indica que finalmente había prevalecido entre los judíos la posición de Hillel, mucho más permisiva, como evidencian las preguntas de los fariseos en Mt. 19 y las preguntas de los mismos discípulos de Jesús en ese pasaje. Esto era muy cómodo para el corazón humano egoísta, y había generado un drama social que dejaba en posición muy vulnerable a las mujeres repudiadas. Esta es una de las causas más probables que explican que la mujer samaritana de Jn. 4 haya tenido “cinco maridos” y que luego estuviera viviendo con un sexto hombre que ni siquiera era su marido. Las repudiadas quedaban sin sustento económico ni protección en la vida social, además de la humillación de ser despedidas por sus maridos. Pero la sociedad judía ya había asumido esto como parte de su normalidad, como testifica el historiador judío Flavio Josefo.[3]
Debido a este entendimiento erróneo, los fariseos cometen varios errores:
Esto último debe quedar muy claro: Dios jamás ordena el divorcio. Sólo permite que la parte afectada tome esta decisión ante una situación excepcional. Es decir, la deja en libertad de hacerlo, de manera que si se divorcia en ese caso excepcional, no estará pecando. Pero Dios nunca manda que se produzca el divorcio.
Esta triste realidad se parece mucho a lo que vivimos en nuestros días, cuando se buscan resquicios en la Escritura para ampliar más y más las causales de divorcio, tomando textos fuera de contexto y asumiendo afirmaciones falsas como si fueran verdades. Esta inclinación es parte del corazón bajo el pecado que busca salirse con la suya antes que aceptar el diseño de Dios y someterse a Él.
Ante estas preguntas capciosas de los fariseos, Jesús desde luego no cayó en la trampa. Respondió con una pregunta que desnudaba lo lejos que estaban los fariseos de la voluntad de Dios: “¿No han leído…?”. Con eso, por un lado aclara que Él no toma posición por ningún rabino, sino por la Escritura. Él no va a satisfacer el morbo de los fariseos de avivar este debate entre posiciones humanas, sino que apela directamente a la autoridad de la Palabra de Dios, y con eso les recuerda que esto se trata de honrar a Dios y de someterse a Él.
Por otro lado, es un reproche en forma de pregunta. Les está diciendo, en otras palabras, “uds. que pasan su vida estudiando la Ley y que creen ser sus intérpretes fieles, ¿no han leído ni siquiera lo que Dios dice en el principio, en el ABC?”.
Jesús cita las palabras de Gn. 1:27 y 2:24 (Mt. 19:4-5), relacionando así la creación del hombre y la mujer con el matrimonio. Es decir, estableció el matrimonio en la creación, en el momento en que hizo y fundó todas las cosas, y por tanto estaba echando los fundamentos de cómo debe funcionar el mundo y cómo debe vivir el hombre en la tierra. Por tanto, el matrimonio no es una maldición producto de la desobediencia, sino una de las mayores bendiciones que le hombre recibió estando aún en Edén, es decir, en el paraíso.
En este sentido, el matrimonio es la primera de todas las relaciones humanas. No hubo una relación entre dos seres humanos antes que esta. Dios quiso que el matrimonio fuera el cimiento de la sociedad, el vínculo que da origen a todos las demás, y la más intensa de todas las relaciones, ya que sólo las personas que se unen en matrimonio se vuelven “una sola carne”, es decir, un solo ser. Ni siquiera se dice eso de los padres y los hijos.
Esta prioridad del matrimonio se aprecia también en que el hombre debe dejar a su padre y su madre para unirse a su mujer, es decir, deja su núcleo familiar de origen para unirse de manera definitiva a su mujer.
La palabra hebrea dabaq (דבק) se traduce también como allegarse, pegar o apegarse, retener. Esto describe la naturaleza del enlace. Los términos “aferrarse” o “adherirse” nos dan una imagen de permanecer y no dejar ir, de permanencia y fidelidad matrimonial. Esto no es un enlace temporal a los ojos de Dios, sino uno que está destinado a permanecer. El término “aferrarse” se utiliza en Dt. 10:20 (NVI) para referirse a la fidelidad que debemos a Dios en el pacto.
Esta unión es en “una sola carne”, es decir, un solo ser. La unión matrimonial implica la unión de hombre y mujer como uno solo delante de Dios y de los hombres: “ya no son dos, sino una sola carne” (v. 6).
Con esto, queda claro que:
Jesús advierte que lo que Dios ha unido, ningún hombre debe pensar que tiene permiso para separarlo. Si Dios fue quien estableció el matrimonio, si Él lo diseñó como una unión permanente, si sólo el mismo Dios puede decidir cuándo se termina, ¿cómo se atreve el hombre a pensar que puede hacer lo que quiere, disolviendo lo que Dios ha ordenado que debe permanecer?
Por lo mismo, Dios declara que Él aborrece esa destrucción del matrimonio que implica el divorcio ilegítimo. Él dice a través del profeta Malaquías:
“el Señor ha visto que has sido desleal con la mujer de tu juventud, con tu compañera, con la que hiciste un pacto. 15 ¿Acaso Dios no los hizo un solo ser, en el que abundaba el espíritu? ¿Y por qué un solo ser? Pues porque buscaba obtener una descendencia para Dios. Así que tengan cuidado con su propio espíritu, y no sean desleales con la mujer de su juventud. 16 Porque el Señor y Dios de Israel, el Señor de los ejércitos, claramente ha dicho que aborrece el divorcio y a quienes encubren su iniquidad. Tengan, pues, cuidado con su propio espíritu, y no sean desleales” (Mal. 2:14-16 RVC).
Una idea que cruza todo ese pasaje es la lealtad exclusiva que debemos al Señor, y como consecuencia de eso, la lealtad que nos debemos unos a otros en nuestras relaciones. La más intensa y fundamental de esas relaciones es el matrimonio. Justamente, los judíos estaban siendo desleales al Señor e iban tras los ídolos de los paganos. Esa deslealtad hacia Dios impactaba ahora todas sus relaciones, y eran desleales unos con otros, de manera que los hombres estaban repudiando a sus mujeres y estaban adulterando con paganas.
Notemos que aquí se describe claramente el matrimonio como un pacto en el que marido y mujer son compañeros. Es un pacto de compañía y lealtad mutua. Por medio de ese pacto, Dios los ha hecho un solo ser, en cuerpo y espíritu. Por ello, la traición entre los cónyuges es un atentado contra Dios, al violar el pacto de compañerismo mutuo, y esto tiene como consecuencia una desintegración no sólo del matrimonio y de la familia, sino de la sociedad, afectando todas las relaciones. Esto también daña un deber fundamental del matrimonio, que es criar hijos que adoren al Señor, lo que se llama “una descendencia para Dios” (v. 15).
Por esto es que Dios declara que aborrece el divorcio. Y tengamos muy en cuenta: “El texto no dice que aborrezca a la gente divorciada. Dios conoce el poder positivo del matrimonio y, por tanto, abomina su destrucción. Desde luego, Dios no odia a estas mujeres israelitas que han sido abandonadas con displicencia por sus maridos. Dios quería proteger a las mujeres y evitar que se las tratara de este modo, y por ello declaró: Yo detesto el divorcio. Y Dios hace guardia sobre sus matrimonios: el Señor ha sido testigo entre tú y la mujer de tu juventud, contra la cual has obrado deslealmente (14). El Señor del pacto es el testigo del matrimonio del pacto: y los defiende hablando en contra de quienes los quieren destruir”.[4]
Es en este contexto de cómo Dios diseñó el matrimonio y cómo aborrece su destrucción, que debemos entender su enseñanza del Sermón del Monte y su intercambio posterior con los fariseos que le quisieron poner tropiezo.
Hemos mencionado ya el divorcio en esta predicación, pero no lo hemos definido: el divorcio es la ruptura y finalización definitiva del pacto matrimonial entre un hombre y una mujer, que los unía en una solo ser.
Ante el dolor y la dificultad del divorcio, el mundo ha optado por el enfoque suave del divorcio sin culpa: “simplemente no funcionó, esto se termina y nadie tiene la culpa”. De hecho, el mundo asume que asignar culpa y responsabilidad solo hace que la situación dolorosa lo sea aún más, así que, ¿Por qué preocuparse? Por otro lado, algunos cristianos han tomado el enfoque de que todo divorcio es pecado, que nunca es una opción para los cristianos, y que, si llega a ocurrir, el nuevo matrimonio no es permitido. Eso es ciertamente más simple, pero ¿Es fiel a Dios y a su Palabra revelada?
Lo cierto es que el mismo Señor que estableció el matrimonio y ordena que debe ser un pacto de compañerismo exclusivo y permanente, contempla también una causal de excepción por la que ese matrimonio puede terminar: “Yo les digo que todo el que se divorcia de su mujer, a no ser por causa de infidelidad, la hace cometer adulterio” (Mt. 5:32).
El término para ‘infidelidad’ es porneia. “Se usa en la Septuaginta para referirse a la infidelidad de Israel, que era la esposa de Yahweh, ejemplificada en Gomer, la esposa de Oseas. Por tanto, parece que… porneia es una palabra comprensiva, incluyendo adulterio, fornicación y vicios contra natura”.[5]
En consecuencia, Dios está diciendo que hay una forma en que el pacto matrimonial puede disolverse de manera legítima, de modo que no será pecado para la parte que pide el divorcio. Este caso es cuando el cónyuge que ha sufrido la infidelidad del otro, decide poner término al pacto. Es decir, este es un derecho únicamente para la parte que sufrió el adulterio.
Esto porque, aunque el divorcio es siempre el resultado del pecado, no siempre es pecado para ambas partes involucradas, y no siempre son ambas partes las culpables de que se produzca.
Dicho de otra manera, el divorcio es siempre un pecado por lo menos para uno de los cónyuges. Puede ser un pecado para ambos. Sin embargo, a veces es un acto de justicia para la parte ofendida e inocente.
Ahora, hablar de una “parte inocente” se trata de una inocencia relativa, no absoluta. Puede ser inocente acerca del punto final en disputa, por ejemplo, el adulterio. Pero eso no es para declararlos inocentes de todo pecado que haya dañado la convivencia. Por ejemplo: Un hombre que comete adulterio después de vivir durante años con su esposa que estaba emocional y físicamente distante. El pecado de ella es real, pero NO excusa la infidelidad de él, quien debió honrar el pacto en obediencia a Dios.
El adulterio es la causa que permite el divorcio, porque “la infidelidad marital es un ataque a la esencia misma del vínculo matrimonial”.[6] El adulterio está más apropiada y esencialmente en contra del matrimonio, quebrantando la unión y el pacto de su propia naturaleza; y por lo tanto es la causa más apropiada y justa para el divorcio”.[7]
Ahora, ¿En qué consiste la infidelidad? Ciertamente incluye el adulterio. Pero ¿Qué hay del uso frecuente de la pornografía? ¿Qué hay de una aventura que es puramente emocional? ¿Qué hay con la tendencia creciente a las aventuras virtuales? Aquí vemos que incluso un principio claro puede ser difícil de aplicar. Es por eso que el divorcio, si ha de considerarse, debe estar precedido de consejería y dirección de los ancianos de su iglesia y otros hermanos sabios.
Pero cuando tal proceso es hecho, la parte inocente, en dicho caso, puede (no está obligada a) divorciarse de su cónyuge, y esto no será pecado para esa persona. Si es posible una reconciliación piadosa, debe ser perseguida, pero tampoco obliga a quien desea tomar la opción que le da la Escritura.
Si el cónyuge perjudicado decide perdonar, ¿Debe necesariamente volver a reunirse con el cónyuge infiel? No. Hay una diferencia entre perdón y reconciliación del pacto. El perdón ‘puede’ y frecuentemente ‘debe’ ser extendido unilateralmente. Pero la reconciliación requiere que ambas partes se involucren, disponiéndose a asumir la responsabilidad de sus propias acciones, y arrepentirse de sus propios pecados, restaurando el pacto que fue violado por uno de los dos o por ambos.
Ahora, si el cónyuge inocente ha decidido perdonar el adulterio, debe tener claro que no puede luego usar “la carta del divorcio” más adelante cuando surja alguna pelea o un inconveniente que le haga desear la separación. Una vez que perdonó ese adulterio, el matrimonio continúa, a menos que tristemente existiera un nuevo adulterio que vuelva a justificar un divorcio.
Debemos mencionar acá que 1 Co. 7:15 menciona otra causa justificante del divorcio, que es cuando el cónyuge incrédulo decide que no quiere seguir casado con el cónyuge creyente. Dado que estamos analizando el texto del sermón del monte, no podemos tratar profundamente esta causal, sino que sólo la mencionaremos, pues esto requeriría otra predicación. Pero a modo de resumen, de ese pasaje extraemos que el abandono malicioso es una causal de divorcio.
En este sentido, debemos entender como una consecuencia lógica que la violencia intrafamiliar se encuentra cubierta en esta causal. Esto pues, si el mero hecho de sufrir el abandono del cónyuge es una razón justificada para que la parte afectada se divorcie, ¿Cuánto más lo será la agresión física o sexual de un cónyuge contra el otro?
Insistimos en que no es posible tratar más allá esta causal, pero era necesario traerla a colación para dar el panorama de las únicas causas de divorcio permitidas en la Escritura, enfatizando en que no debemos caer en el error de los fariseos: la Escritura no presenta el asunto desde la libertad para divorciarse, sino desde el matrimonio como una institución que Dios estableció, siendo un pacto exclusivo y permanente entre marido y mujer, que únicamente puede finalizar en estas dos causas excepcionales.
En conclusión, debido a que los fundamentos bíblicos del divorcio son excepcionales, el divorcio y el nuevo matrimonio están claramente prohibidos en la inmensa mayoría de los casos, a menos que exista adulterio o abandono.
Dicho esto, debemos comentar lo siguiente:
Antes de concluir, permítanme exhortarles según su situación:
Si se divorciaron por causas bíblicas, sepan que nadie puede hacerlos sentir como cristianos de segunda clase por ese hecho, ni puede enrostrarles algún pecado por el hecho de usar de la facultad que el mismo Señor les entregó. Más allá del dolor vivido, el Señor es el único que puede restaurar sus vidas y familias.
Si se divorciaron por causas no bíblicas, lleven ese pecado en arrepentimiento delante del Señor si es que aún no lo han hecho. Confiesen delante del Señor que han desobedecido Su Palabra, y rueguen Su misericordia. Pidan al Señor que les ayude a enmendar el mal causado, a enderezar su camino, y a lidiar con las consecuencias de su pecado. En esta disposición de arrepentimiento, pongan su esperanza en que sólo el Señor puede perdonarlos y restaurarlos, y si se encomiendan a Él, ciertamente Él lo hará.
Tengan mucho cuidado, porque el divorcio legal y definitivo no llega de repente, sino que antes hay muchos “micro divorcios”. Ese abrazo que se dejó de dar, ese cariño que se negó por orgullo, esa separación emocional y espiritual que se produce aunque viven en la misma casa, van pavimentando el camino para la llegada de ese divorcio final. Cuando se den cuenta de que están ante estos “micro divorcios”, arrepiéntanse delante del Señor y cultiven el amor y la unidad en su matrimonio, sabiendo que Dios los unió, y sólo por Su gracia es que pueden mantenerse unidos honrando su pacto hasta el fin. Esto es una responsabilidad que no pueden delegar en otros: sólo uds. pueden cumplir su responsabilidad de amarse, respetarse y preferirse, sabiendo que el matrimonio es la relación más importante en sus vidas: con nadie más en la tierra son una sola carne, ni siquiera con sus hijos o sus padres.
Por otro lado, debemos responder con compasión. El divorcio es el resultado del pecado, y todos nosotros tenemos algún conocimiento de ese tema: si no es personalmente, tenemos familiares o amistades que se han divorciado. El divorcio no es un pecado imperdonable, aun si tiene algunas consecuencias que continúan en esta vida. Por ello, debemos extender la esperanza del Evangelio a aquellas vidas que han sido quebrantadas por el divorcio, aun cuando ya no sea posible la esperanza del perdón para aquellos que se reencuentran con un excónyuge. Y debemos llamar la atención a la posibilidad de reconciliación para aquellos que están separados físicamente e incluso algunos que están divorciados, sabiendo que Jesucristo murió para reconciliar aquello que fue destrozado por el pecado.
Sí, porque Jesucristo habló del matrimonio y el divorcio, y por el sólo hecho de ser Dios Sus Palabras tienen la máxima autoridad, pero además Su enseñanza está sellada por Su propia sangre. Siendo el ofendido por nuestro pecado, quiso tomarnos como el marido toma a una mujer por esposa, y se dio en sacrificio para que nosotros, infieles y adúlteros de corazón, pudiéramos ser salvos y aceptados ante la presencia de Dios. Por eso dice:
“Maridos, amen a sus mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella, 26 para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra, 27 a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa e inmaculada” (Ef. 5:25-27).
Por lo mismo, la importancia del matrimonio no es simplemente por un tema de moral conservadora. Es porque Dios escogió usar el matrimonio como una viva imagen para reflejar la relación que Él tiene con Su Iglesia. El matrimonio nos recuerda el amor de Dios en Cristo, ese amor eterno e incondicional que nos ha salvado.
Por ello, la Biblia comienza y termina con un matrimonio. Inicia con el matrimonio entre Adán y Eva, los primeros seres humanos creados, y finaliza con las bodas del Cordero, reflejando nuestra comunión ya en la gloria eterna, en la que estaremos para siempre con nuestro Señor y Salvador.
Sabiendo esto, “Sea el matrimonio honroso en todos, y el lecho matrimonial sin deshonra, porque a los inmorales y a los adúlteros los juzgará Dios” (He. 13:4).
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Raymond Brown, Deuteronomio: No sólo de pan, trad. Daniel Menezo, 2a Edición, Comentario Antiguo Testamento Andamio (Barcelona; Grand Rapids, MI: Andamio; Libros Desafío, 2011), 262. ↑
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William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Mateo (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 750. ↑
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Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos, ed. Alfonso Ropero Berzosa, Colección Historia (Barcelona, España: Editorial CLIE, 2013), 176. ↑
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Peter Adam, «Malaquías», en Oseas, Hageo y Malaquías, trad. Laia Martínez, Loida Viegas, y Alba Nadal, Comentario Antiguo Testamento Andamio (Barcelona; Grand Rapids, MI: Andamio; Libros Desafío, 2014), 352. ↑
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