Por Álex Figueroa

Texto base: Juan 1:19-34.

En la prédica anterior vimos cómo el Evangelio de Juan nos presenta a un Cristo glorioso, que es desde la eternidad, que era antes que todas las cosas, que es Dios al igual que el Padre, y que es la Palabra de Dios hecha hombre. Desde el comienzo del libro nos deja claro que Jesús es Señor, que Él creó todas las cosas y que Él mismo no fue creado, sino que es eterno. Él es la vida verdadera y la luz verdadera.

Si la Palabra de Dios no venía, estábamos condenados al más completo silencio de la muerte. Si la luz verdadera no venía, estábamos condenados a la más completa oscuridad. Si Aquél que tiene vida en sí mismo no venía, estábamos abandonados a la muerte en nuestros delitos y pecados.

Pero de tal manera amó Dios al mundo que la Palabra, la luz y la vida vinieron en Jesucristo. Dios mismo se hizo hombre sin dejar de ser Dios, se hizo uno de nosotros y vivió entre nosotros. Se despojó a sí mismo de este estado de gloria, de esa comunión perfecta con su Padre, y vino en humillación para cargar sobre sí nuestras culpas, nuestro dolor y nuestra muerte; para ser el Cordero que sería inmolado en nuestro lugar. El Justo y Santo Dios vino a este mundo bajo maldición, para deshacer las obras del enemigo y liberar a la creación de su esclavitud del pecado.

Ser era como ningún otro, y a pesar de que fue hombre en el pleno sentido de la Palabra, ningún hombre fue, es ni será como Él, porque Él es el hombre perfecto y el unigénito Hijo de Dios. Aunque tomó la naturaleza humana y podía cansarse, herirse y morir; Él podía sujetar los vientos y los mares, podía tener dominio completo sobre la creación, sanar enfermos, echar fuera demonios, dar vida a los muertos y libertad a los cautivos, podía hablar palabras llenas de autoridad y verdad; y podía hacer lo que ningún hombre que no fuera Dios podía hacer: llevar sobre si el castigo de nuestra maldad, soportar la ira eterna de Dios en nuestro lugar y resucitar al tercer día.

Vimos además que ante esta venida de Cristo, podemos tener dos reacciones: rechazarlo o recibirlo. No hay punto medio, no hay una tercera vía, no hay lugar para la neutralidad. Quienes lo rechazan cometen el más grande acto de insolencia contra su Creador, pero quienes lo reciben se les da la potestad de ser hechos hijos de Dios.

La primera sección de este Evangelio, entonces, es como una fruta con una pulpa muy abundante y rica, está llena de doctrina cristiana, de asuntos bastante profundos y complejos. Ante esto alguien puede apartarse bajo el pretexto de que es muy complicado, pero debemos tener la actitud contraria, ya que se trata de verdades importantísimas que el Señor dejó allí para que les pusiéramos máxima atención.

     I.        La voz que clama en el desierto

Juan el Bautista fue un profeta que cumplió un rol que había sido anunciado en el Antiguo Testamento. Él debía preparar el camino para la aparición del Mesías. Fue apartado para esta labor desde su misma concepción, y aun cuando estaba en el vientre de su madre reconoció a Jesús, quien tampoco había nacido, pues estaba en el vientre de María. Dice la Escritura que un ángel se le apareció a Zacarías, padre de Juan el Bautista, para anunciarle el nacimiento de este hijo que sería profeta, diciendo:

Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento; 15 porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre. 16 Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos. 17 E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” Lc. 1:14-17.

Ya en el Antiguo Testamento se decía de él: “Una voz clama: “Preparen en el desierto camino al Señor; Allanen en la soledad calzada para nuestro Dios” (Is. 40:3).

Juan el Bautista, entonces, tuvo una función muy privilegiada: fue el precursor del Cristo. Toda su vida y su ministerio giraron en torno a la persona de Jesucristo, a quien debía exaltar y presentar en su gloria. Debía predicar de este Rey Salvador, debía notificar a su pueblo que el Mesías esperado ya había llegado y se encontraba entre ellos.

Juan el Bautista representó de alguna manera a todo el Antiguo Testamento, todos los profetas de los siglos pasados hablaron de alguna manera en él, diciendo: “este es el que había de venir”. Juan el Bautista es un pedacito del Antiguo Testamento en el Nuevo Testamento, es la transición, desde el “está por venir” al “ha venido”.

Juan el Bautista aparece en una época en que no había habido profeta desde hace aprox. 400 años. Una época de desesperanza, ya que el dominio brutal y abusivo de los romanos llevaba ya tiempo sobre Israel. Por lo mismo, los ánimos estaban agitados, el pueblo esperaba que el Mesías los pudiera liberar de este ejército invasor romano, que al ser gentil (no judío), era gente impura a los ojos de los judíos.

Además, el liderazgo espiritual de Israel estaba en un pésimo momento. En los líderes abundaba la codicia y la avaricia, lo que queda demostrado en el episodio de los cambistas en el templo, donde Jesús terminó reprendiéndolos duramente y volcando las mesas. Esto evidenciaba que los líderes habían perdido el temor de Dios, no estaban dimensionando lo sagrado que era el templo, y lo habían convertido en una cueva de ladrones, donde lo único que importaba era su posición de poder y riqueza personal.

Los líderes habían caído en una hipocresía grosera, exigiendo a la gente un alto estándar espiritual e imponiéndoles mandamientos de hombres como si fueran mandamientos de Dios. Sin embargo, sus corazones estaban podridos, eran como sepulcros blanqueados, que se veían limpios por fuera, pero por dentro estaban llenos de inmundicia. Ellos ocupaban la culpa y la supuesta superioridad moral para infundir temor y para mantener su poder. Su hipocresía llegó al punto máximo en la crucifixión de Jesucristo, donde reunieron dos testigos para acusar a Jesús y así cumplir externamente con el requisito de la ley, pero eran dos testigos falsos, cuestión que el Señor aborrece.

Es en este contexto que aparece Juan el Bautista en Israel, predicando el arrepentimiento y denunciando los pecados tanto del pueblo como de los líderes. Era un profeta como no se veía hace siglos, porque era lleno del Espíritu Santo y su vida daba testimonio de piedad y santidad. Por lo mismo, su aparición debe haber resultado sorpresiva en este contexto de decadencia espiritual, y muchos acudieron a escucharlo, impactados por esta predicación que volvía a las Escrituras.

Por lo mismo, no tardó en generar reacciones. Dice que “los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para que le preguntasen: ¿Tú, quién eres?”, y más adelante se nos dice que estos enviados eran de los fariseos. Es decir, estaban inquietos, y enviaban a gente a hacerle preguntas tal como lo después lo hicieron con Cristo. Tenían que averiguar quién sería este predicador. Tal era el testimonio de Juan el Bautista, que Cristo dijo: “Les aseguro que entre los mortales no se ha levantado nadie más grande que Juan el Bautista” Mt. 11:11.

Muchos se preguntaron si sería Elías, basándose en el pasaje que dice: “Estoy por enviarles al profeta Elías antes que llegue el día del Señor, día grande y terrible. 6 Él hará que los padres se reconcilien con sus hijos y los hijos con sus padres, y así no vendré a herir la tierra con destrucción total” (Mal. 4:5-6). Los judíos esperaban la venida de este Elías antes de la llegada del Mesías, pero probablemente estaban interpretando muy literalmente estas palabras y pensaron que Elías resucitaría o se reencarnaría. Pero no se trataba de eso, por eso Juan el Bautista les dice que no es Elías.

Preguntaron también si era el profeta. Con esto se referían al profeta anunciado en Deuteronomio cap. 18: “El Señor tu Dios levantará de entre tus hermanos un profeta como yo. A él sí lo escucharás… pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande” (15,17). Este no era un profeta más, sino “el” profeta, es decir, un profeta por sobre los demás, que guiaría a su pueblo como lo hizo Moisés. Esto se cumpliría en Cristo, el profeta supremo, quien desde luego es mucho más excelente que Moisés, ya que Moisés sólo era un siervo de Dios, mientras que Jesús es el Hijo de Dios, el mismo Dios hecho hombre, el Sumo Sacerdote, Profeta y Rey de su pueblo, el Mesías Salvador. Por lo mismo, Juan dijo que tampoco era el profeta.

Como dijimos en el mensaje pasado, al parecer muchos estaban atribuyendo a Juan el Bautista una importancia igual o superior a Jesucristo, por eso el Apóstol Juan es enfático en estos pasajes iniciales, en dejar claro que Juan el Bautista no es el Cristo, y que él mismo descartó serlo.

En este sentido, Juan el Bautista asume su condición: “Yo bautizo con agua, pero entre ustedes hay alguien a quien no conocen, 27 y que viene después de mí, al cual yo no soy digno ni siquiera de desatarle la correa de las sandalias”. Con eso introducimos el siguiente punto.

   II.        Exaltando a Cristo

A pesar de que según Jesús, Juan el Bautista era el mejor de entre los mortales, él tiene bien claro cuál es su lugar. Cuando le preguntan quién es, él lo único que hace es redirigir toda la atención hacia Cristo, a quien ni siquiera conocía hasta ese momento. Pero él hacía ver a estos enviados de los fariseos, que él mismo no era el fin de todo, que simplemente era el encargado de preparar el camino para alguien más, y que este a quien debían esperar era lleno de dignidad y majestad, ya que Juan el Bautista no se reconocía digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias, es decir, no se sentía digno ni siquiera de servirlo como esclavo.

Con esto ya estaba diciendo que Cristo tiene una dignidad mucho más alta de lo que ellos podían pensar, la dignidad de Señor. Juan el Bautista ya estaba siendo considerado un profeta, y él mismo reconocía que su ministerio tenía un lugar, él debía bautizar con agua para arrepentimiento. Pero Cristo venía a hacer algo completamente distinto y superior.

En el pasaje paralelo de Mateo, Juan el Bautista dice “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Mientras Juan el Bautista sólo podía bautizar con agua, externamente, Jesús podía bautizar con fuego y Espíritu Santo, es decir, podía traer la presencia misma de Dios a los corazones de los hombres, podía hacer que Dios habitara no sólo con su pueblo, no sólo alrededor de su pueblo, sino que “en” sus redimidos, que su presencia estuviera en ellos. Esto sólo podía hacerlo Dios mismo.

Entonces, Juan el Bautista aclaraba que él no era a quien debían esperar. Vendría alguien más poderoso que Él, con dignidad y majestad de Señor, y además hace un juego de palabras. Aunque éste vendría después de él, pero es antes de él. Es decir, aparecería públicamente después que Juan el Bautista, pero era antes que Él porque es eterno, existe antes que todas las cosas, y todas las cosas por Él fueron hechas.

Y aquí debemos analizarnos a la luz de lo que estamos viendo en Juan el Bautista. Tenemos la tendencia a buscar nuestra propia exaltación, a buscar el reconocimiento, la aprobación y los aplausos de los demás. Quizá ante las preguntas de los enviados de los fariseos, muchos habrían comenzado a sonreír, viendo que se les estaba dando importancia. Quizá pensarían “vaya, están pensando que soy Elías o el profeta, lo estoy haciendo bien, están reconociendo mis dones”.

Quizá otros, ante las preguntas comenzarían a hablar sobre ellos mismos: “sí, la verdad viene uno después de mí, pero soy yo el encargado de hablar de Él. Yo fui el escogido para hacerlo, Dios me habló a mí y me dio esta misión y también los dones. La verdad ha sido bien duro, debí estudiar harto las Escrituras y además tuve que apartarme de todo y vivir esta vida de rigor, ha sido bien duro pero lo he podido llevar adelante… ¿Te fijaste que soy profeta? Más encima el Antiguo Testamento habla de mí, anota mi nombre, soy Juan el Bautista”.

En nuestro tiempo, abundan quienes se hacen llamar apóstoles, profetas, sanadores, y otros ministerios que no tienen base bíblica actualmente y que lo único que hacen es demostrar un ego gigante que quiere reconocimiento y exaltación de los hombres. Pero también hay otros que gustan de ser distinguidos como conferencistas, expertos en tal o cual tema, quienes destacan desmesuradamente sus títulos en tal o cual seminario, y muchos otros que hacen de su ministerio un ídolo, y que en vez de ser servidores de Dios usan al Señor y sus asuntos como una plataforma para mostrarse ellos mismos.

Nosotros mismos podemos ver en nuestra vida esta tendencia, y no sólo en los temas de iglesia. Obviamente en las congregaciones suele haber personas se esfuerzan no por servir, sino por destacar, y buscan que todo lo que ellos hacen sea visto, y se frustran si no es aplaudido, reconocido y recordado. Tanto así que en muchas iglesias católicas se pueden ver placas de los donantes que aportaron dinero para la construcción de esos templos. Pero como decimos, esto no se da sólo en temas de iglesia. Hay personas que sólo hablan de sí mismas, y si están conversando con otra, intentan una y otra vez llevar la conversación hacia ellos y sus problemas, o sus logros. Otros en la conversación lo único que quieren es hablar ellos, atropellando e interrumpiendo constantemente a la persona con quien están hablando. Otros destacan sus logros académicos o laborales, o incluso destacan lo perfectas que son sus familias, lo bien que se llevan con su esposa y lo bien criados que están sus hijos.

Prácticamente cualquier área de nuestra vida podemos usarla para destacar y buscar reconocimiento. Por eso Spurgeon decía que allí donde tienes un talento, tienes también una debilidad, ya que puedes usarla para gloria propia y búsqueda de aplausos de la gente.

Sin embargo, en Juan el Bautista vemos la disposición correcta. Él estaba lleno del Espíritu Santo, y quien está lleno del Espíritu siempre dará la gloria a Cristo, siempre exaltará su nombre, siempre será humilde y no buscará que su propio nombre sea reconocido, sino que llevará todo a los pies de Cristo y buscará que Él se lleve toda la gloria. El Espíritu Santo que llenaba a Juan buscaba glorificar a Cristo, porque como el mismo Jesús enseñó, “cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta sino que dirá sólo lo que oiga y les anunciará las cosas por venir. 14 Él me glorificará porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Jn. 16:13-14).

Esta disposición de glorificar a Cristo en todo y de exaltar su nombre, poniéndose a uno mismo en segundo plano, debe estar en todo creyente. Quien está lleno del Espíritu, también estará dispuesto a responder al llamado de Dios y cumplir la misión que Él le ha entregado.

Nuestra identidad no debe estar en nuestro ministerio, ni en nuestros títulos, ni en nuestros logros o pergaminos, sino en Cristo. Todo nuestro ser no se debe definir porque seamos pastor, profesor, padre de familia, músico o cualquier otra cosa distinta de ser cristianos, ser esclavos de Cristo.

Esto nos recuerda el caso de un joven diácono de la iglesia primitiva llamado Sanctus, quien fue perseguido por el imperio romano. Sobre él, John MacArthur hace el siguiente relato: “La persecución era especialmente intensa en el sur de Europa, donde se había arrestado y llevado a juicio a Sanctus, un diácono de Viena. Al joven se le decía repetidamente que renunciara a la fe que profesaba. No obstante, su resolución era impertérrita: «Soy cristiano». Sin importar qué le preguntaran, siempre dio la misma respuesta. De acuerdo con Eusebio, el historiador de la iglesia, Sanctus «se ciñó a sí mismo [contra sus acusadores] con tal firmeza que ni siquiera habría dicho su nombre, la nación o ciudad a la que pertenecía, si tenía vínculos o era libre, sino que en lengua romana respondió a todas sus preguntas: “Soy cristiano”». Cuando finalmente llegó a ser obvio que no diría nada más, fue condenado a tortura y a la muerte pública en el anfiteatro. El día de su ejecución, se le obligó a sufrir el acoso, a ser sometido a las bestias salvajes y a sujetarse a una silla de hierro ardiente. Durante todo esto, sus acusadores continuaron tratando de quebrantarlo convencidos de que su resistencia se fracturaría bajo el dolor del tormento pero, como narra Eusebio: «Sin embargo, ellos no escucharon una palabra de Sanctus excepto la confesión que había pronunciado desde el principio». Sus palabras mortales hablaron de un compromiso inmortal. Su grito concentrado fue constante durante todo su sufrimiento. «Soy cristiano». Para Sanctus, toda su identidad, incluido su nombre, ciudadanía y status social, se encontraba en Jesucristo. Por ello, no pudo dar mejor respuesta a la pregunta que se le hizo. Era cristiano y esa designación definía todo sobre él” (Esclavo - John Macarthur, pag 7 – 8).

«Era cristiano y esa designación definía todo sobre él», nos dice John MarArthur. ¿Podríamos decir lo mismo de ti? ¿Dónde está tu identidad? ¿Es Cristo lo que te define como persona? Si eres enfrentado a la muerte o la persecución, si te encuentras en ese instante en donde solo puedes pensar en lo esencial, o incluso si te preguntan en la vida cotidiana, ¿Quién eres?, ¿Podrías responder como Juan el Bautista, o podrías decir con Sanctus, «soy cristiano»? ¿Podrías renunciar a tu nombre, a tu individualidad, a tu afán de ser recordado y reconocido, a tu búsqueda de gloria personal, a tu reputación, a tus ansias de nobleza; podrías renunciar a tu vida?

Que todo nuestro ser, nuestro servicio, nuestra identidad, nuestras palabras y nuestros hechos puedan apuntar a glorificar y exaltar el nombre de Cristo, siguiendo el ejemplo de Juan el Bautista.

  III.        Cordero de Dios, Hijo de Dios

Cuando ve aparecer a Cristo, Juan el Bautista supo quién era. Era el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

En el Evangelio según Mateo, se nos dice que Jesús recibió ese nombre porque salvaría a su pueblo de sus pecados. Muy temprano en las Escrituras se presenta la necesidad de un sustituto que pague por nuestros pecados con su muerte y derramamiento de su sangre. El libro de Hebreos nos dice que sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados (He. 9:22).

Por eso incluso desde Abel encontramos que se ofrece un sacrificio como ofrenda delante del Señor. Y en Abraham vemos este episodio en el que se le pide sacrificar a su hijo Isaac, pero finalmente, en el último momento, el Señor le dice que no lo haga. Mucha gente se queda ahí, pensando que esa es toda la historia. Pero el final y la parte más importante, es el anuncio de que el Señor se proveería de cordero (Gn. 22:8), lo que se cumplió al aparecer un cordero enredado en una zarza, que fue sacrificado en lugar de Isaac. No es que Isaac no mereciera morir, él era pecador y la paga del pecado es muerte. Pero el Señor estaba anunciando que Él se encargaría de proveer un sustituto para que pagara por los pecados de los hijos de Abraham, de su descendencia. ¿Cuál es la descendencia de Abraham? Los creyentes en Jesucristo. Por eso dice el Apóstol Pablo: “Por lo tanto, sepan que los descendientes de Abraham son aquellos que viven por la fe” (Gá. 3:7).

Entonces, Juan el Bautista sabía que Jesucristo era ese Cordero que Dios proveería para que pagara por los pecados de los hijos de Abraham. Y esa figura del cordero que nos libra de la ira de Dios que cae sobre el mundo, la encontramos también en la salida de Israel de Egipto, que se recuerda con la pascua. Como se relata en Éxodo cap. 12, se debía tomar un cordero y con su sangre pintar los dinteles de la puerta, y así el pueblo de Israel no sería castigado junto con Egipto. De la misma forma, a quienes hemos sido lavados por la sangre del Cordero de Dios, tampoco se nos condenará junto con el mundo.

También vemos esta figura del cordero, y en general otros animales como carneros, machos cabríos y toros, que eran sacrificados según la ley entregada a Moisés, para perdón de los pecados del pueblo. Pero todas estas cosas eran sólo sombras de la realidad que iba a manifestarse en Cristo. Los corderos sacrificados aquí por los pecados del pueblo, sólo eran una imagen de lo que haría Cristo con su sacrificio, que sería una vez para siempre, definitivo y con real poder para perdonar y limpiar el pecado de su pueblo. Sobre esto, el cap. 9 de Hebreos dice:

Cristo, por el contrario, al presentarse como sumo sacerdote de los bienes definitivos en el tabernáculo más excelente y perfecto, no hecho por manos humanas (es decir, que no es de esta creación), 12 entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo. No lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno. 13 La sangre de machos cabríos y de toros, y las cenizas de una novilla rociadas sobre personas impuras, las santifican de modo que quedan limpias por fuera. 14 Si esto es así, ¡cuánto más la sangre de Cristo, quien por medio del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que conducen a la muerte, a fin de que sirvamos al Dios viviente!... Cristo fue ofrecido en sacrificio una sola vez para quitar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, ya no para cargar con pecado alguno, sino para traer salvación a quienes lo esperan” (He. 9:11-14, 28).

Entonces, Juan el Bautista sabía que Cristo era este redentor, este Cordero de Dios que quitaría el pecado del mundo a través de su propio sacrificio, que venía a deshacer las obras del diablo y a liberar a los cautivos de la muerte y la maldición del pecado. Apenas lo ve aparecer, lo presenta de esta manera.

Y Juan el Bautista no presentó a Cristo simplemente porque se le ocurrió. Fue el Padre, quien lo llamó y lo apartó desde el vientre de su madre para que cumpliera la misión de presentar al Mesías, el que también le dio testimonio de quién era ese Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y en esto está involucrado también el Espíritu Santo, quien se posó en Cristo en forma de paloma, dando testimonio a Juan el Bautista de que Jesucristo era quien bautizaría con el Espíritu Santo.

El mismo Señor Jesucristo explicó por qué ocurrió de esta manera: “Si yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. 32 Otro es el que da testimonio acerca de mí, y sé que el testimonio que da de mí es verdadero” (Jn. 5:31-32). Entonces, el Padre debía dar testimonio por medio del Espíritu de que Cristo era el Cordero de Dios, y así resultó evidente al Bautista, quien es el testimonio humano Cristo. Tenemos entonces que el Señor y también el profeta Juan el Bautista, testifican que Cristo no sólo es el Cordero de Dios, sino que también Hijo de Dios.

Sabemos que a quienes reciben a Cristo se les da la potestad de ser hechos hijos de Dios. Pero Cristo es Hijo de Dios como nadie más, es eterno tal como su Padre, es Dios tal como su Padre, y es Hijo de Dios en el sentido que comparte la misma naturaleza de su Padre, es Señor y Dios tanto como Él. Sólo Cristo puede ser llamado “el” Hijo de Dios. Si vemos en los Evangelios, este título significaba para los judíos que Cristo era Dios. De hecho, por eso mismo lo acusaban de blasfemia y lo persiguieron hasta matarlo. Los líderes de los judíos decían: “nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios” (Jn. 19:7). Quienes tuvieron fe en Él, como Natanael (Jn. 1:49) y el Apóstol Pedro (Mt. 16:16), lo llamaron “el Hijo de Dios”, con lo que querían decir que era Dios mismo. Incluso satanás cuando lo tentó, le decía que si era el Hijo de Dios, se tirara del templo hacia abajo, o convirtiera las piedras en pan, y los demonios que poseían a las personas también reconocían su condición de Hijo de Dios. Por ejemplo, el endemoniado gadareno “al ver a Jesús, lanzó un gran grito, y postrándose a sus pies exclamó a gran voz: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes” (Lc. 8:28).

Entonces, claramente para la Escritura Jesús es Hijo de Dios, lo que significa ser también Dios y Señor, y eso estaba claro para Juan el Bautista cuando dice al final de este pasaje: “Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (v. 34).

Esto nos debe llevar a reflexionar: Juan el Bautista tenía un ministerio único, que era de preparar la venida de Cristo. Pero tú y yo, como miembros de la Iglesia, tenemos algo en común con el Bautista: debemos predicar a Cristo, sólo que nosotros ahora sabemos que Cristo ha sido muerto por nuestros pecados, y resucitó de entre los muertos al tercer día. Tú y yo debemos proclamar a este Cristo, al igual que Juan el Bautista. Tanto así que el Apóstol Pablo dijo: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Co. 2:2).

Para poder predicar a Cristo, debemos saber quién es. Juan el Bautista sabía muy bien quién era Jesús, y él lo presentó públicamente como Cordero de Dios e Hijo de Dios. ¿Sabes tú quién es Jesús? ¿Cómo lo definirías tú? ¿Es para ti un maestro de moral, alguien que fue muy bueno, alguien que hacía milagros y sanaba, alguien que tenía poderes especiales como dominar la tempestad y multiplicar la comida, alguien que convertía el agua en vino, alguien que amaba a los niños, un amante de la justicia social, un amuleto de la buena suerte a quien acudes cuando tienes un problema? ¿Quién es Jesús para ti?

Si es sólo alguna de las cosas que mencioné, debes conocer realmente quién es Jesús, Cordero de Dios, Hijo de Dios. Debes saber lo que esto significa. Es el Señor y Dios, la Palabra de Dios hecha hombre, que vino a quitar el pecado del mundo, que vino a tomar sobre Él el castigo de tu rebelión, la paga de tu desobediencia, y vino a dar vida, y vida en abundancia.

Debes, entonces, dedicar toda tu vida a conocer no sólo acerca de este Cristo, sino a conocer a Cristo mismo. Cada uno de nosotros, y esta Iglesia Bautista Gracia Soberana, debe conocer a este Cordero de Dios, al Hijo del Dios viviente, y poder anunciar sus virtudes, su gloria, su excelencia. Cada uno de nosotros debe llevar la bandera del Evangelio y poder dar testimonio de lo que este Cordero de Dios ha hecho en favor de quienes le reciben, quienes creen en su nombre. El Señor nos ayude en esta labor. Amén.