Domingo 1 de mayo de 2022
Texto base: Mt. 5:1-12 (v. 5).
Basta dar un vistazo rápido a la publicidad, las canciones y películas de nuestra cultura, para darse cuenta de que se promueve el amor a uno mismo y la búsqueda del propio interés como el fin más alto por el cual vivir. “Sólo sé tú mismo”, “sólo importa que seas feliz”, “tú puedes, y no dejes que nadie te diga lo contrario”, son frases que hoy se repiten en todo lugar y que se confiesan como si fuera un credo (¡y vaya que lo es!).
En este contexto, “bienaventurados los humildes” suena como una gran contradicción. La verdadera humildad, no como el mundo la entiende sino como la Biblia la expone, va en abierta contradicción a toda esta corriente de pensamiento en la que estamos inmersos. Por ello, hoy analizaremos i) nuestra tendencia natural, ii) la verdadera humildad y su bendición, para terminar exaltando a iii) Cristo, bienaventurado en su humildad.
Adelantamos que los términos ‘humilde’, ‘manso’ y ‘sencillo’ se usarán como sinónimos en esta predicación.
Para comprender adecuadamente el significado de las bienaventuranzas, debemos realizar previamente algunas aclaraciones:
Las bienaventuranzas responden a una pregunta esencial: quiénes son realmente los benditos, y dónde se encuentra la verdadera felicidad.
Debemos hacer un esfuerzo al considerar las palabras de nuestro Señor. Lo más probable es que estamos familiarizados con las bienaventuranzas, lo que disminuye el impacto que pueden causar en nosotros. Sin embargo, debemos pensar lo profundamente contradictorio que debió sonar esta bienaventuranza en los oyentes de Jesús.
Recordemos que su audiencia eran las multitudes que esperaban la venida de un mesías que restauraría el reino de Israel, para que volviera a tiempos de esplendor como los tuvo con David o Salomón. Ellos pensaban en un reino terrenal como lo había sido Israel antes, y en una conquista militar, como había sido la liderada por Josué y luego afianzada por David. Pero lo que hace Jesús es decir que son benditos los humildes y mansos, no los que vencen por medio de la fuerza militar. Serían estos humildes los que heredarían la tierra.
Esta bienaventuranza nos suena contradictoria en un principio, pues nuestra tendencia natural y aquello que valoramos es muy distinto de lo que Jesús describe en esta bienaventuranza. Esta inclinación de nuestro pecado implica:
Nuevamente tenemos aquí a Caín, quien al ver que la gracia de Dios estaba con su hermano, simplemente lo invitó al campo y allí lo eliminó, pensando que así podía imponerse sobre su hermano.
Este es el espíritu que estuvo en Saúl, cuando cometió el terrible crimen de ordenar la ejecución de ochenta y cinco sacerdotes en ejercicio de su ministerio, sólo porque escuchó rumores de que ellos habían ayudado a escapar a David (1 S. 22:18).
Es el ánimo que hubo en Nabal, cuando rechazó ser hospitalario y agradecido con los hombres de David, a pesar de que ellos lo habían protegido desinteresadamente (1 S. 25:10), y era el corazón que tenía Diótrefes, cuando actuaba como un tirano y prohibía a los hermanos tener comunión y recibir a los predicadores de la Palabra (3 Jn. vv. 9-10).
Esta agresividad se relaciona con un espíritu exigente, que es la regla general y lo que se promueve en nuestra época. Se nos invita a ser empoderados, a exigir lo que nos corresponde y que supuestamente merecemos, y muchos incluso lo hacen respecto de Dios, dándole órdenes a través de sus "yo decreto" y "yo declaro". Muchos hasta se jactan de esto y cuentan como si fuera una gracia las ocasiones en que le gritaron a una persona o trataron duramente a alguien para conseguir lo que querían en ese momento.
Nuestra actitud natural es ser impacientes con otros, exigiéndoles que actúen en la dirección que nosotros queremos. Algunos son más sutiles y ocupan técnicas de manipulación para lograr que el otro haga lo que ellos quieren, pero a fin de cuentas el principio es el mismo: el ánimo de imponerse sobre el prójimo y lograr doblegarlo para que cumpla nuestra voluntad.
Este también es el discurso que se promueve en nuestros días. Pareciera que todo se trata de confiar en uno mismo, que todo obstáculo se puede vencer con tal de que una persona se convenza de que tiene el poder y la capacidad para salir adelante. Esto se promueve en canciones, películas, spots y afiches publicitarios, en fin, está por todos lados. Sin embargo, es un camino que lleva a la destrucción y la condenación, pues dice la Escritura:
“El que confía en su propio corazón es un necio” (Pr. 28:26)
“Maldito el hombre que en el hombre confía, Y hace de la carne su fortaleza, Y del Señor se aparta su corazón” (Jer. 17:5).
Una consecuencia de esto es que no aceptamos que otros nos hagan ver nuestros errores y pecados. Por eso, tendemos a rechazar la corrección y la represión. Eso explica que el libro de Proverbios debe exhortar en reiteradas ocasiones: “Por senda de vida va el que guarda la instrucción, Pero el que abandona la reprensión se extravía” (10:17).
Acá ocurre algo curioso entre los cristianos. Podemos cantar y orar diciendo que somos viles pecadores, miserables rescatados por gracia, pero si un hermano se acerca para hablar sobre algún pecado que ve en nosotros, nos indignamos como si hubiese dicho el peor de los insultos. No estamos preparados para dejar que otros piensen o hablen de nosotros lo que admitimos que somos ante Dios. Nuestro corazón pecador puede llegar a admitir para sí mismo que ha fallado, pero que otro lo diga resulta intolerable.
Además de estos pecados abiertos contrarios a la humildad, debemos tener cuidado con las falsificaciones de la mansedumbre, que surgen del mismo corazón bajo el pecado. Esta impostora de la humildad se puede resumir en la cobardía, que puede parecer el antónimo del espíritu agresivo y exigente, pero es igualmente opuesta a la verdadera humildad.
La debilidad de carácter, el ser pusilánime y blando de espíritu, el tener temor de los hombres y actuar dependiendo de si lo que hacemos agradará a los demás, no es una virtud, sino un pecado. Algunos lo confunden con la humildad, pero debe ser llamada por su nombre: cobardía, un temor impío que implica obedecer y someterse a las personas antes que a Dios.
Esto se relaciona con una forma de actuar muy común en nuestros días: el espíritu de compromiso. Las personas hacen concesiones en sus visiones y creencias con tal de evitar peleas y conflictos. Ahí tenemos a los ecuménicos, llamando “hermanos” y teniendo comunión espiritual con quienes adoran a otros dioses o han abandonado la verdad de la Palabra de Dios, entregándose a engaños y doctrinas humanas. Parecen ser muy humildes, pero en realidad son rebeldes a Dios que prefieren agradar a los hombres antes que ser fieles a la Escritura.
Tengamos cuidado, porque el mundo hoy nos impone esta falsa humildad. A quienes quieren mantenerse fieles a la Palabra, los acusan de promover el odio y de ser fanáticos, cuando en realidad están siendo leales al Señor.
Consideremos que cuando se mencionan aquellos que son arrojados al lago de fuego, los primeros que se mencionan son los cobardes (Ap. 21:8). Por tanto, no rebajemos la humildad confundiéndola con la cobardía, pues los humildes son bienaventurados, pero los cobardes serán condenados.
La palabra traducida como ‘bienaventurados’ es el gr. Μακάριος (makários). Bendito, feliz.[1] Si bien es cierto la palabra ‘bienaventurado’ envuelve la idea de ‘feliz’, “… no puede reducirse a la felicidad... Ser «bendecido» quiere decir, fundamentalmente, ser aprobado, hallar aprobación… Ya que este es el universo de Dios, no puede haber mayor «bendición» que la de ser aprobados por él”.[2] Son aquellos que pertenecen al Señor y son bendecidos por Él, y como consecuencia de eso, pueden disfrutar de la mayor felicidad, esa para la que fuimos creados al disfrutar de Dios.
En este caso, la bienaventuranza se aplica a los humildes o mansos (gr. πραΰς, praus). Envuelve la idea de un carácter sencillo, amable, dulce, tranquilo, sereno y moderado. Debemos entender integralmente la palabra humildad, como incluyendo esas ideas.
Debemos insistir en que la humildad no se trata de una debilidad. No es agachar la cabeza y guardar un silencio temeroso ante las injusticias y abusos. Tampoco es simplemente esa amabilidad que encontramos en muchas personas no creyentes, quienes dicen “buenos días” y sonríen. Recordemos que ninguna de las bienaventuranzas describe virtudes naturales en las personas, sino que son fruto de la obra del Espíritu Santo en los discípulos de Jesús.
Yendo al núcleo del asunto, “La mansedumbre es básicamente tener una idea adecuada de uno mismo, la cual se manifiesta en la actitud y conducta que tenemos respecto de otros”.[3] No es primeramente algo externo, sino una disposición interna que se manifiesta en el trato con los demás.
Otra forma de decirlo, es que “La mansedumbre es el deseo controlado [y santo] de hacer que los intereses de los demás pasen por delante de los nuestros”.[4] Los humildes son “los que tienen un espíritu de paciencia y contentamiento. Son quienes están dispuestos a conformarse con una honra muy pequeña aquí abajo…”[5], sabiendo que su recompensa está firme en los Cielos y será manifestada junto con la venida de Cristo.
Ante esto, muchos podrán estarse preguntando por la diferencia entre la mansedumbre y la pobreza en espíritu. En primer lugar, debemos recordar que estas bienaventuranzas no describen a grupos de personas distintas, sino a un solo grupo: los discípulos. Nos está hablando de un corazón entregado a Dios, que se manifiesta en virtudes, pero que no debemos entender como si fueran estantes separados, sino como frutos del mismo árbol. En segundo lugar, de todas formas es posible encontrar un matiz entre la pobreza de espíritu y la humildad: “la pobreza en espíritu tiene que ver con la visión que tiene una persona de sí misma, en especial con respecto a Dios, mientras que la mansedumbre tiene más que ver con la relación entre esa persona y Dios, y con los hombres”.[6]
Consideremos que la mansedumbre es una manifestación del “fruto del Espíritu” que se forja en el cristiano y se produce por medio de Él (Gá. 5:22-23). Es decir, donde está el Espíritu Santo habrá un carácter manso y humilde. No es que la persona deba ser humilde para así llegar a ser salvo, sino que aquellos que son salvos, manifestarán humildad, pues el Espíritu está en ellos.
El Señor nos dejó varios ejemplos en la Escritura sobre esta virtud santa. Tenemos a Abraham, quien no intentó simplemente imponerse a Lot cuando sus siervos pelearon por los pastos para sus ganados, sino que permitió que Lot eligiera la tierra que le pareciera mejor (Gn. 13).
Un caso muy claro es el de Moisés, de quien se dice que “… era un hombre muy humilde, más que cualquier otro hombre sobre la superficie de la tierra” (Nm. 12:3). Esto se notó en que no tenía un espíritu vengativo, sino que buscaba la salvación de un pueblo que constantemente lo menospreciaba y se le oponía. Incluso, rogó por misericordia contra sus propios hermanos Aarón y Miriam, cuando ellos murmuraron contra él (Nm. 11). Cuando Josué le hizo ver que había otros que profetizaban como Moisés lo hacía, él respondió: “¿Tienes celos por causa mía? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta, que el Señor pusiera Su Espíritu sobre ellos!” (Nm. 11:29). Es decir, su fin no era ser el único que destacaba, sino que la Palabra de Dios fuera predicada y obedecida.
Otro caso muy marcado es el del Apóstol Pablo, quien a pesar de recibir quejas, murmuraciones y menosprecios por parte de los propios hermanos a quienes servía, respondió diciendo: “Por amor a ustedes, yo con gran placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo, aun si mientras más los ame, menos amado sea yo” (2 Co. 12:15 RVC).
El corazón humilde está consciente de su propia miseria y de lo que merece por su pecado. Por ello, deja toda su vida, sus relaciones e incluso sus conflictos y problemas en manos de Dios, con tranquilidad y paz de espíritu. No tiene nada de qué enorgullecerse, no trata de imponerse sobre los demás a como dé lugar, pues no está siempre velando por sí mismo y sus intereses. No levanta su bandera, sino la del Señor y su reino, así que no se caracteriza por exigir siempre sus derechos, así como el Apóstol Pablo, quien estaba consciente de que podía usar de su derecho, pero escogió no hacerlo si eso traía un avance al Evangelio y permitía que otros fueran alcanzados para salvación (1 Co. 9:12).
En consecuencia, un corazón humilde no sólo soporta las ofensas, sino que lo hace con gozo y paciencia, pues es capaz de ver el cuadro más grande que sólo el conflicto puntual: sabe que merecía ser condenado, pero que Dios le mostró gracia, por tanto, él también debe mostrar esa gracia a su prójimo. Conociendo su corazón, no se sorprende de que lo traten mal o lo miren en menos, sino de que lo traten bien y lo aprecien. Es todo lo contrario del deudor malo de la parábola. Sabiendo que Dios le perdonó una deuda impagable, él ahora muestra misericordia a sus ofensores, así como Él la recibió de Dios.
El manso concuerda con Charles Spurgeon cuando dijo: “Si algún hombre piensa mal de ti, no te enojes con él; porque tú eres peor de lo que él piensa que eres”.
Por ello, sólo el hombre verdaderamente manso se sentirá satisfecho; pues su ego no tan inflado como para pensar que debe tener siempre más cosas de las que tiene. Sabe que incluso si puede disfrutar de un simple vaso de agua, es porque Dios se lo dio en su infinita gracia, y que él ni eso merecía.
Esta es la virtud descrita en esta bienaventuranza.
El Señor afirma que los humildes son benditos y dichosos “pues ellos heredarán la tierra”. Uno esperaría lo contrario, es decir, que los agresivos y violentos conquistarán la tierra. Es a lo que estamos acostumbrados, pues es nuestra tendencia natural. Pero el Señor nos muestra que son los mansos los que heredarán la tierra, aquellos que esperan en Él y que no confían en su propia fuerza, sino en el poder de Dios.
Esa convicción estuvo en el Apóstol Pablo, cuando defendió su ministerio ante los corintios, y dijo que él vivía “como no teniendo nada, aunque poseyéndolo todo” (2 Co. 6:10). Él sabía que su premio no estaría en este siglo, pero ya podía afirmar que la tierra nueva le pertenecía.
Debemos entender que sin humildad no hay bendición posible, pues “Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes” (Stg. 4:6), y “Porque el Señor es excelso, Y atiende al humilde, Pero al altivo conoce de lejos” (Sal. 138:6). La humildad es la única forma aceptable de acercarse a Dios y ser bendecidos por Él.
En cuanto a heredar la tierra, es recibir la suma de todas las bendiciones prometidas por Dios a Su pueblo. Es recibir la plenitud de lo que significa la salvación, viviendo en la presencia gloriosa de Dios para siempre, ya sin pecado ni oposición: “Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él” (Ro. 8:17). Ese padecer con Él “para que también seamos glorificados con Él”, nos muestra que el camino para la bendición eterna es la humildad.
Heredar la tierra implica recibir toda esa bendición espiritual en los lugares celestiales, en Cristo (Ef. 1:3), esa vida nuestra que está escondida con Cristo en Dios (Col. 3:3), pero tenerla ya sin velos ni sombras, poder disfrutarla directamente y por toda la eternidad.
Edén y luego la tierra de Canaán eran sólo un anticipo de estas realidades eternas. La versión final y definitiva son esos “nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3:13), que son nuestra esperanza, donde Dios habitará con nosotros para siempre.
Esta promesa no fue revelada recién en el Sermón del Monte, sino que forma parte de la esperanza del pueblo de Dios en toda la historia: “Pero los humildes poseerán la tierra Y se deleitarán en abundante prosperidad” (Sal. 37:11). Justamente este salmo 37, que Jesús parece citar en esta bienaventuranza, nos habla de la actitud del manso en el mundo bajo el pecado: no debe irritarse porque los malos parecen prosperar, sino deleitarse en el Señor y esperar en Él. Quienes hagan esto, heredarán la tierra.
Esto sabiendo que “el cumplimiento más completo de la promesa está reservado para el futuro, [para] el regreso de Cristo en gloria”[7], cuando ya entremos al estado eterno.
En consecuencia, “la condición para entrar a nuestra herencia espiritual en Cristo no es el poder sino la mansedumbre, pues… todo es nuestro si estamos en Cristo”[8]. En otras palabras, la verdadera renuncia a uno mismo para confiar plenamente en Cristo para salvación, es la forma de dominar el mundo. A fin de cuentas, es el manso y no el seguro de sí mismo quien tendrá un lugar en el reino de Dios.[9] Quienes renuncian a todo lo que son y lo que tienen en esta vida para tener a Cristo, lo tendrán todo en Él en la vida que está por manifestarse.
Las bienaventuranzas nos dan un retrato de los discípulos, pero ante todo, reflejan la imagen del Maestro, quien es el varón bienaventurado por excelencia. Como verdadero hombre, Jesucristo es el bendito, de quien el Padre dijo: “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt. 3:17). Esa declaración del Padre muestra la suprema bienaventuranza de Cristo, quien es llamado “el varón perfecto” (Ef. 4:13 RV60).
Es en Cristo en quien somos benditos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Es decir, Jesucristo es ‘el Bendito’, quien está lleno de toda bendición, y es en unión con Él que nosotros somos bendecidos.
Esta bendición de Cristo incluye la humildad de la que hablamos hoy. “Las cualidades que el Señor exige de los demás, las posee él en grado infinito”.[10]
La humildad y mansedumbre de nuestro Señor está expuesta claramente en la Escritura. Él mismo dijo: “aprendan de Mí, que Yo soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29). Alguien podría decir que esta es una declaración muy soberbia, pero no es así, pues la soberbia implica tener un concepto más alto de uno mismo que el que debemos tener, pero en el caso del Señor Jesús, siendo exaltado por sobre todas las cosas, Él quiso tomar forma de siervo y humillarse hasta la muerte, y muerte de cruz. No hay humildad mayor que esta, es la expresión suprema de mansedumbre.
Así, esta humildad de Cristo se manifiesta en su encarnación. Allí Él se humilló asumiendo nuestra humanidad y cargando con nuestra maldad. En todo momento, actuó y habló en sumisión al Padre, se dejó enseñar por Él. Jesús dijo: “no hago nada por Mi cuenta, sino que hablo estas cosas como el Padre me enseñó. 29 Y Aquel que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque Yo siempre hago lo que le agrada” (Jn. 8:28-29). Esto expresa su completa mansedumbre.
Cuando hizo su entrada triunfal, no entró por la fuerza de un ejército, sino como dice la Escritura, citando al profeta Zacarías: “Digan a la hija de Sión: “Mira, tu Rey viene a ti, Humilde y montado en un asna, Y en un pollino, hijo de bestia de carga” (Mt. 21:5). La palabra que se usa para “humilde” en la versión griega del A.T., es la misma que Jesús usa en la bienaventuranza. Jesús vino en humillación, como Cordero de Dios, para lograr nuestra salvación por medio de su sacrificio en el Calvario.
Quizá el pasaje más claro sobre esto está en Fil. 2:3-11 (leer). Cristo se humilló doblemente: primero al hacerse hombre, tomando forma de siervo, y segundo, sometiéndose hasta la muerte de cruz. ¿Puedes imaginar al Creador y Señor de todo, Rey de reyes y Señor de señores, lleno de la gloria más suprema desde la eternidad, luego tropezando todo ensangrentado por las calles de Jerusalén, llevando una cruz y soportando las burlas y escupitajos de la gente, para así comprar la salvación de quienes hasta ese momento eran sus enemigos y lo odiaban? El Dios del trono Alto y Sublime que vio Isaías en el cap. 6 de su libro, siendo crucificado como lo eran los criminales más bajos y despreciables de su tiempo.
Y esto no lo hizo por quienes luego le podrían retribuir por su sacrificio. ¿Qué ganaba el eterno Hijo de Dios con esto? Nada. Se dio a sí mismo por aquellos que estaban en la más completa bancarrota, condenados a una eternidad de sufrimiento: “Porque mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. 7 Porque difícilmente habrá alguien que muera por un justo, aunque tal vez alguno se atreva a morir por el bueno. 8 Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:6-8).
Así es como se ve la más profunda humildad. Esta es la mansedumbre suprema. Pero ante esto, el Señor mira a nosotros, y dice: “Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5). Esa es la reacción que Dios te demanda ante la muestra suprema de humildad y amor que tenemos en Cristo. En otras palabras, esta humildad de Cristo no es simplemente para admirarla, sino para imitarla.
Una de las mayores muestras de esta mansedumbre de Cristo, fue cuando Él lavó los pies de sus discípulos, sabiendo que todos ellos le iban a abandonar solo unas horas más tarde, que Pedro le negaría tres veces y Judas lo entregaría por treinta piezas de plata. Ellos hicieron todas estas bajezas con los pies limpios, pues Jesús mismo se los había lavado. Pero cuando terminó de hacerlo, dijo a sus discípulos: “si Yo, el Señor y el Maestro, les lavé los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. 15 Porque les he dado ejemplo, para que como Yo les he hecho, también ustedes lo hagan” (Jn. 13:14-15).
Si dices conocer a Cristo, debes andar como Él anduvo (1 Jn. 2:6), lo que implica imitar a tu Maestro en esta humildad. Recuerda que estas bienaventuranzas no describen los pasos para convertirse en un discípulo, sino que son un retrato de los que ya son discípulos.
Es sólo en unión con Cristo, el varón bienaventurado, que podemos ser benditos también en esta bienaventuranza. Pero ella debe traducirse en un andar de humildad y mansedumbre en nosotros. Y así es como podemos entender la exhortación del Apóstol: “No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, 4 no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás” (Fil. 2:3-4).
Notemos que este es el carácter de Cristo impreso en nosotros. Así, la forma en que debes relacionarte con tus hermanos es según el ejemplo que el mismo Cristo te dejó. Esta humildad debe ser el lenguaje que hablamos unos con otros, y en el que nos entendemos. Debe ser el aire que respiramos en nuestra comunión.
En esto no tenemos excusa. El Señor nos ha dado Su Espíritu Santo, y es Él quien produce esta humildad en nosotros, quien pone en nosotros la mente de Cristo: “Pues Su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad, mediante el verdadero conocimiento de Aquel que nos llamó por Su gloria y excelencia” (2 P. 1:3).
¿Quieres crecer en humildad? Es imposible que eso ocurra si no estás pasando tiempo con tu Señor, allí postrado ante Su presencia. No hay término medio: o creces en humildad o te endureces en tu orgullo. Vivir tu vida ajeno a la oración, la lectura de la Palabra y la comunión de los santos, producirá densas malezas de orgullo en tu alma. El único que puede obrar la humildad en ti es el Señor, y los medios que Él utiliza son esos: la oración, su Palabra y la comunión de los santos.
Pasa tiempo meditando sobre el Calvario. Abre la Biblia en pasajes como Is. 53, y en silencio considera lo que tu Salvador hizo por ti. Ningún orgullo puede permanecer en pie ante el martillo de la Palabra de Dios. Déjate corregir y exhortar por tus hermanos. Baja las defensas y los escudos y aprende a someterte a los consejos y reprensiones. Estos son los medios que el Señor dejó para que crezcas en humildad.
Recuerda que Cristo, tu Señor, fue exaltado por medio de su humillación. No será distinto contigo: el camino para heredar la tierra implica el andar en humildad y mansedumbre. Sólo estos verán los cielos nuevos y tierra nueva. Siguiendo el ejemplo de Cristo, “Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los exalte a su debido tiempo” (1 P. 5:6).
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Henry George Liddell et al., A Greek-English lexicon (Oxford: Clarendon Press, 1996), 1073. ↑
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Carson, El Sermón del Monte, 20. ↑
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Lloyd-Jones, Sermón del Monte, 89. ↑
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Carson, Sermón del Monte, 25. ↑
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Ryle, Meditaciones sobre Mateo, 51. ↑
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Carson, Sermón del Monte, 24-25. ↑
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Hendriksen, Comentario a Mateo, 285. ↑
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Stott, Sermon on the Mount, 43–44. ↑
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Morris, Matthew, 98. ↑
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Hendriksen, Comentario a Mateo, 279. ↑