Alef: Anhelando la obediencia (Salmo 119:1-8).

El salmo 119 es el salmo más extenso de los salmos y el capítulo más largo de la Biblia (con 176 versículos). El día de hoy, iniciaremos una nueva una serie que tiene por título “Refugiados en Su Palabra”. Hoy iniciaremos con la primera sección de este salmo.

No obstante, como es la primera predicación de la serie, tenemos que tomarnos unos minutos para observar a grandes rasgos algunas particularidades de este salmo. Usted mismo, si recorre este salmo, se dará cuenta con sus propios ojos de algunas de esas características. Lo primero que quiero que nos demos cuenta es que este salmo extenso está dividido en varias secciones. Cada sección se compone de ocho versículos. Son en total 22 secciones. Usted puede notar que cada sección inicia con una palabra específica. La sección de hoy tiene como título la palabra “alef”, la segunda “bet” y así consecutivamente. ¿Qué significan estas palabras? Corresponden al alfabeto hebreo, que justamente se compone de 22 letras. La letra que corresponde a cada sección representa la letra con la que inicia cada uno de los versos. Por ejemplo, en la primera sección, alef, todos los versículos de este capítulo comienzan con la letra alef (o la “a” de nuestro alfabeto). Esto corresponde a lo que se conoce, en la literatura, como un acróstico.

En el español no podemos apreciar este acróstico, pero en el hebreo, cada una de las líneas del salmo comienza con la letra del alfabeto correspondiente a su sección. Esto hace que el salmo 119 sea el acróstico más grande escrito en la Biblia. Hay otros acrósticos en la Escritura (otros salmos, el Libro de Lamentaciones, por ejemplo). Sin embargo, el salmo 119 ofrece el acróstico más extenso, complejo y elaborado de todos. La razón de los acrósticos es permitir una mejor memorización de los versos que componen una poesía.

Este salmo no sólo es hermoso y particular en su apariencia. Su contenido está lleno de preciosas verdades. Aquellos que lo han leído compartirán conmigo que se trata de un salmo que da cuenta de la experiencia que todo creyente tiene al depender del Señor, sujetándose a Su Palabra. Este salmo es como una biblioteca de libritos muy breves que cuentan cómo es la vida de aquellos que se sujetan a la Palabra de Dios, con sus esperanzas y sus temores, con sus victorias y con sus pecados. Si hay algo que se reitera permanentemente en este salmo es que en todas sus secciones se hace referencia a la Palabra de Dios.

Se habla de la Palabra de Dios de diferentes formas. En la sección que leímos por ejemplo se habla de la ley de Dios, de los testimonios de Dios, sus caminos, sus mandamientos, sus estatutos, sus justos juicios, y en el resto del salmo se habla también de los principios, preceptos, ordenanzas, promesas y también, obviamente se habla de “la Palabra”. Son múltiples formas de referirse a la Palabra de Dios, o lo que Dios ha mandado y revelado.

Y sin perder de vista todo esto que hemos mencionado, vamos ahora a nuestro texto. El título de esta predicación es anhelando la obediencia. De esta porción quiero que podamos meditar en tres grandes asuntos:

1.La felicidad de la obediencia.
2.El anhelo de la obediencia.
3.Los efectos de la obediencia.
1.La felicidad de la obediencia.

Los versículos 1 y 2 inician con la palabra “Bienaventurado”. Una traducción más cercana es “Feliz” o “bendito”. Ser bienaventurado es estar lleno de felicidad. Ya hemos escuchado esto varias veces: “Todos los hombres persiguen su felicidad”. Toda persona en el mundo ha buscado y busca el ser feliz, el ser pleno en alegría y gozo. Algunos buscan esa felicidad en su vida amorosa, ya sea en una pareja, en su familia, en su vida sexual. Otros la buscan en su autorealización, al alcanzar éxito académico y laboral. Unos la buscan en cosas más vanas como la entretención, los vicios, el placer. Otros la buscan en actividades que podríamos llamar más religiosas o filosóficas. Incluso, el pastor Sugel Michelén decía en una predicación, que hasta los suicidas buscan su felicidad, porque piensan que atentando contra su vida harán felices al resto, o bien acabarán con el dolor insoportable que les significa el vivir. Todos los hombres andan en busca de su felicidad.

Dice nuestro texto que son bienaventurados o felices los perfectos de camino, los que andan en la ley de Dios, los que guardan sus testimonios y con todo el corazón le buscan. Tal como lo enseña el Salmo 1: “Bienaventurado (feliz) el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche” (Sal. 1:1-2). El hombre que en verdad es bienaventurado, feliz, dichoso, es aquel que camina en la ley, en los mandatos, en la Palabra de Dios.

Y es importante recalcar el lenguaje que ocupa el salmo para referirse a la obediencia a la Palabra de Dios. Dice “Bienaventurados los perfectos de camino, los que andan (caminan) en la ley de Jehová” (v. 1); “no hacen iniquidad los que andan en sus caminos” (v. 3); “¡Ojalá fuesen ordenados mis caminos!” (v. 5). Como puede notar el salmista habla de la Palabra de Dios como un camino por el que se anda o se sigue. Y no es cualquier camino. Dijo el Señor por medio de Isaías: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos” (Is. 55:8-9). Los caminos del Señor no los definimos nosotros, Él es quien define sus caminos y ha revelado su voluntad en Su Palabra.

Se nos dice que son bienaventurados o felices “los perfectos de camino”. Una traducción más precisa desde el hebreo es “los que son íntegros de camino” o “los que son intachables en su camino” (תָּמִים). Son aquellos que por completo, en todo su ser, siguen los mandamientos del Señor, y se caracterizan por su fidelidad al Señor. Dice el libro de Proverbios: “Abominación son a Jehová los perversos de corazón; Mas los perfectos de camino le son agradables” (Pr. 11:20). Dios se agrada de la obediencia de sus hijos. Dios le dice a sus hijos en el Libro de Proverbios: “Hijo mío, si tu corazón fuere sabio, También a mí se me alegrará el corazón; Mis entrañas también se alegrarán Cuando tus labios hablaren cosas rectas” (Pr. 23:15-16). Como Dios se agrada de la integridad de sus hijos, de los que andan en Su Ley, también sus hijos son felices al vivir sus vidas conforme a esos mandamientos.

Dice el versículo 2 que son felices o bienaventurados los que guardan sus testimonios y con todo el corazón le buscan. Una felicidad que está desligada del corazón es una felicidad aparente. No es una felicidad verdadera. Alguien que demuestra ser feliz por fuera, pero en el fondo de su corazón sabe que no lo es, en verdad no es dichoso. Aquí nos dice que la felicidad proviene de un corazón que busca a Dios.

Para Dios no es posible concebir una verdadera obediencia a sus mandatos si no le amamos de todo corazón. Una verdadera obediencia surgirá de un corazón lleno de amor hacia el Señor. No es esa obediencia que debe rendirle un esclavo a su amo tirano e insoportable. No es esa obediencia que debe darle a regañadientes un empleado estresado a su jefe malhumorado. Esta obediencia es como la que describe el rey David en el salmo 23: “Mi copa está rebosando”. Dice el v. 97 de este salmo: “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación”. ¿De dónde es que surge esa verdadera obediencia al Señor, sino de un corazón que ama verdaderamente a Dios? Esto no se trata de tener que obedecer a Dios a la fuerza, como quien debe cargar un gran yunque sobre sus espaldas. No, la obediencia al Señor surge de un corazón que encuentra su felicidad en andar en sus caminos.

Otra razón por la cual los perfectos de camino son felices lo dice el versículo 3: “Pues no hacen iniquidad, los que andan en sus caminos”. Para el Señor existe una relación directa entre ser feliz y no cometer pecado. Nos recuerda el Salmo 32, que dice: “Bienaventurado (feliz, dichoso) el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal. 32:2). Esta felicidad está ligada inseparablemente con la santidad. Mientras más santos, más apartados para el Señor, más fieles al Señor, entonces somos más felices. De hecho, la razón por la cual en el cielo habrá una felicidad insuperable es porque allí no habrá más pecado.

Lamentablemente, a causa de que hemos nacido con una condición de pecado, nuestro juicio está entenebrecido. Estamos ciegos frente a la belleza de la felicidad que trae el andar en la Palabra, y estamos aturdidos y dementes por el pecado. Nuestra carne, el mundo y el diablo nos convencen día a día que no hay verdadera felicidad en la obediencia, sino que se es feliz siendo rebelde. Cada día que decidimos pecar en lugar de obedecer, declaramos con nuestros actos que hemos rechazado la ley de Dios como fuente de toda felicidad. Le decimos al Señor en su cara que su camino, que su morada, que sus cuidados, que sus mandatos, no nos hacen feliz.

El diablo y sus demonios buscan convencernos también de que hay felicidad en el pecado. El diablo es un publicista engañoso muy profesional. Es capaz de presentar la desobediencia en un envase atractivo y deseable a los ojos. Tiene la destreza suficiente para presentar el camino ancho sin dejarte ver la perdición que le espera al final. Tiene la capacidad de mostrarte un envase de veneno como la más refrescante de las bebidas.

El mundo, que sigue la corriente del mismo diablo, también se encarga de mostrarnos el pecado y la rebelión a Dios como fuente de felicidad. Se dice que es mejor ser feliz siendo divorciado, que estar sufriendo casado. Se dice que es mejor ser feliz “saliendo del closet” que reprimir deseos y pasiones desordenadas. Se dice que es mejor ser feliz abortando a un bebé, que tener que cuidar a un bebé no deseado. Se dice que es mejor ser feliz liberando sus impulsos sexuales, que ser un mojigato amargado. Se dice que es mejor ser feliz siguiendo lo que te place, en lugar de hacer lo que Dios quiere.

La carne, el diablo y el mundo también nos venden la idea de que la obediencia a Dios consiste en una vida aburrida, una vida sin sentido, una forma de vida anticuada, incluso hasta peligrosa. En el libro “El progreso del peregrino” de John Bunyan, cuando Cristiano desea huir de la ciudad de destrucción, dos de sus vecinos le fueron al encuentro para intentar persuadirle, diciéndole que el camino que iba a transitar era muy peligroso y que las cosas que dejaría atrás eran aquellas que le hacían feliz. Esa es una forma de ilustrar cómo vemos el camino de Dios cuando estamos inmersos en el pecado. Lo vemos como un camino sin propósito, un camino que nos hará infelices, incluso como una locura. El camino de la cruz, el camino de los mandatos de Dios son locura para los que se pierden.

Hay miles de caminos que a los hombres les parecen rectos, pero su fin es camino de perdición (Pr. 16:25). Pero sólo hay un camino en el que se encuentra verdadera dicha y felicidad, y es el camino de la Palabra de Dios.

2.El anhelo de la obediencia

En los primeros tres versículos hemos visto que el salmista está describiendo la profunda felicidad que experimentan aquellos que son íntegros en los caminos del Señor, aquellos que buscan al Señor de todo corazón y aquellos que no hacen iniquidades. Pero desde el versículo 4 en adelante el salmista tiene un punto de inflexión, un cambio importante en su lenguaje. Desde el versículo 4 comienza ahora a dirigirse directamente a Dios. “Tú encargaste que sean muy guardados tus mandamientos”. ¿A quién se está dirigiendo? Al Señor. Él acaba de describir la felicidad que tienen los obedientes al Señor, pero ahora pasa a examinarse cómo está su vida respecto de esa obediencia.

El Señor ha mandado que sus estatutos se cumplan. No ha dado su Palabra en vano. Dice la Ley: “¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos” (Deut. 10:12). Y frente a esta exigencia, el salmista no puede más que expresar un deseo sincero de que su vida sea ordenada en pos de esos mandamientos. Él desea profundamente que su vida sea transformada de tal manera que pueda experimentar esa felicidad de andar en los caminos del Señor. Él desea ser transformado a esa imagen: “¡Ojalá fuesen ordenados mis caminos para guardar tus estatutos!” (v. 5). Él reconoce que su vida está desordenada y que no guarda completamente esos estatutos.

LBLA aclara un poco más sobre este deseo: “Tú has ordenado tus preceptos, para que los guardemos con diligencia. ¡Cuánto deseo afirmar mis caminos para tus decretos!”. El salmista sabe que ha fallado en esto. El salmista reconoce que se ha desviado de ese estándar. El salmista reconoce que no ha obedecido con completa diligencia todos los mandamientos del Señor. Como dijo Jonathan Edwards: “Nada me duele tanto como no poder vivir constantemente para la gloria de Dios”. Pero al mismo tiempo, quien experimenta ese dolor, desea que su vida, que sus caminos, sean afirmados, sean ordenados, sean transformados, para obedecer y ser feliz con el Señor.

Es como aquel hijo desobediente, que siempre debe ser disciplinado y castigado, siempre está avergonzado por sus travesuras y fechorías, y ve a su hermano mayor, que es obediente, diligente, servicial con sus padres, y que por ende es feliz. Aunque haga travesuras que le signifiquen un breve momento de alegría a ese hijo menor, al final debe encontrarse con la vergüenza, el castigo y la tristeza. En el fondo anhela ser como su hermano mayor, que es feliz haciendo feliz a sus padres con su obediencia.

Asimismo, nosotros tenemos un hermano mayor que es así. Nosotros somos hijos adoptados del Padre Celestial, pero nuestro Padre ya tenía a Su Hijo unigénito, nuestro hermano mayor. ¡Y este hermano mayor encaja perfectamente en la descripción de los primeros tres versículos!

Nuestro hermano mayor fue perfecto de camino. Fue intachable, perfecto, sin pecado. Buscaban defectos para acusarle pero no encontraban ninguno. “No encuentro ningún mal en Él” fue lo que dijo Pilato y Herodes. Sólo las calumnias podrían haberle condenado, porque la verdad es que Él no tenía nada de qué avergonzarse. Él anduvo en la ley de Dios, no se apartó de ninguno de sus caminos. ¡Porque Él es la Palabra de Dios, la Ley de Dios hecha hombre, Él es el camino! Todo cuanto es Él exhibe esos mandatos de Dios. Él buscó a Dios de todo corazón. Aún cuando Él mismo era Dios y era Hijo de Dios, necesitaba de la comunión diaria, en oración, con su Padre. Él no hizo iniquidad. Aunque fue tentado en todo según nuestra semejanza, fue sin pecado (He. 4:15). Como dijo Pedro, Él no hizo pecado ni se halló engaño en su boca. Hermano, ¿puedes ver en este salmo a Jesucristo? Estas son las credenciales de nuestro Señor y Salvador. Este es el curriculum de nuestro Señor.

Y si la felicidad verdadera procede de la obediencia al Señor, no hubo hombre en la tierra más feliz que Cristo. El hombre más feliz del mundo no es aquel que se sienta en una silla de playa frente a una bahía cristalina con una piña colada en la mano. El hombre más feliz del mundo es Cristo Jesús, intachable, obediente, santo, íntegro y perfecto. La obediencia a Dios siempre ha sido la causa de toda felicidad. No hay felicidad posible al margen de la Ley de Dios, y si Cristo es la Ley en persona, no hay felicidad fuera de Cristo.

Frente a esa felicidad que irradia Cristo, el salmista dice ¡Ojalá fuesen ordenados mis caminos para guardar tus estatutos! En otras palabras, es el deseo de ser como Cristo. El anhelo de la obediencia es el anhelo de ser como el Hijo de Dios. Y, ¡cuán lejos estamos de ser como Cristo! Nadie ha sido perfecto como Cristo. Él no es como nosotros, y nosotros no hemos sido como él.

Sin embargo, este Jesucristo no sólo vivió en completa rectitud para enseñarnos cómo debe vivir un verdadero hombre conforme a los mandatos de Dios. Él no vino solamente a darnos una exhibición de cuál es la verdadera obediencia y felicidad, aunque pudo haberlo hecho y dejarnos aún más avergonzados y convencidos de nuestra incapacidad. Nuestro Dios mostró su inmensa gracia y misericordia, no estando obligado a ello, sino sólo por su beneplácito, en que, aunque siendo pecadores, ese Jesucristo perfecto murió por nuestros pecados, y con esa obra nos ha hecho perfectos. Hebreos 10:14 dice que con una sola ofrenda (la de Cristo), Dios ha hecho perfectos para siempre a los santificados. ¡Nos ha hecho perfectos! Es por esta razón que este salmo habla de “Bienaventurados” (en plural), porque Cristo ha perfeccionado a un pueblo.

Por la fe, el currículum de Cristo ahora es tu currículum. Las credenciales de Cristo ahora son las tuyas. El carnet de identidad de Cristo, ahora es el tuyo. Si has creído en Jesucristo, Dios ya no ve ese pecador insuficiente, miserable y vil que fuiste, sino a su Hijo Jesucristo en ti. Y todo lo que Él fue, y todo lo que Él sigue siendo, lo ve en ti. Tú podrás decir: ¡pero no es cierto, yo sigo pecando, yo no busco a Dios siempre de todo corazón! Y por cierto que debes arrepentirte de todos tus pecados, aún cometemos pecados que significan dolor, pero no debemos olvidar que el sacrificio de Cristo ha cubierto todo pecado. El sacrificio de Cristo fue tan poderoso que fulminó toda memoria de nuestros pecados delante de los ojos del Señor (He. 8:12). Sólo algo tan poderoso como el sacrificio de Cristo pudo haber tenido tales implicancias.

Por todo esto hermano, este deseo de ser como Cristo, de que nuestros caminos sean ordenados, de que nuestra vida sea transformada para ser obedientes a Dios, es una oración que no quedará desatendida. Usted puede pedir por muchas cosas, y muchas de ellas tener un no por respuesta. Pero si hay una oración que Dios siempre escucha y responde es esta: “Hazme como Cristo, tu Hijo”. Porque tenemos la promesa de que si pedimos conforme a su voluntad Él nos oye (1 Jn. 5:14). Y el Señor es celoso de sus palabras. Él no permitirá que ninguno que haya venido con toda sinceridad a sus plantas, renunciando a todos sus pecados, sea decepcionado. Él no echa fuera a aquel que viene a Él con un corazón contrito y humillado (Jn. 6:37; Sal. 51:17). Si crees que no te ha respondido, sigue rogando con fe, porque no hay duda en Dios de que todo el que pide recibe (Mt. 7:8).

Dice la Escritura: “Todo el que en Él cree no será avergonzado” (Ro. 10:11). El que confía en el Señor no será defraudado. Los impíos serán defraudados de sus ídolos, los malos se decepcionarán de sí mismos, pero los que confían en Jesucristo no serán avergonzados. Dice nuestro texto “Entonces no sería yo avergonzado, cuando atendiese a todos tus mandamientos” (v. 6). Cuando nos exponemos ante la Palabra y al Cristo que se revela en esa Palabra, el efecto final es que no seremos avergonzados. La fe, el confiar en Dios, nos viene por el oír y el oír por la Palabra de Dios (Ro. 10:17). Por lo que el alma que se aferra a la Palabra de Dios, termina confiando en el Cristo que es revelado en ella, y al creer en ese Cristo no será avergonzada.

Este texto no nos deja lugar a dudas que, al ser expuesto a la Palabra de Dios, no seremos avergonzados. Porque cuando escudriñamos la Palabra, ¿con quién nos encontramos? Con Jesucristo, en quien todos nuestros pecados han quedado en el olvido. El que crucificó todas nuestras iniquidades. El que canceló toda nuestra deuda. No seremos avergonzados mientras confiemos en el Jesucristo que se ha llevado nuestras culpas, que se revela en esos mandamientos. La Ley precisamente, dice la Escritura, es nuestro ayo que nos lleva a Jesucristo. Es ese tutor o profesor exigente que nos apalea con ese estándar imposible, pero que al mismo tiempo nos lleva a Jesucristo, como el cumplimiento de esa Ley y en quien podemos también ser considerados justos.

3.Los efectos de la obediencia.

Dice el versículo 7 “Te alabaré con rectitud de corazón cuando aprendiere tus justos juicios”. Nos dice este salmo que al meditar en la Palabra del Señor, al exponernos a sus justos juicios, no sólo nuestras culpas son curadas al conocer sobre Jesucristo y su sacrificio, sino que también nuestro corazón se llena de tal gozo que no puede hacer otra cosa más que alabar a Dios. La salvación del Señor produce en nosotros tal nivel de alegría que no podemos más que desbordarnos de gozo. Dice Malaquías 4:2: “Mas a vosotros los que teméis mi nombre, os nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada”. Nuestra alma salta de gozo al experimentar la inmensa obra de salvación que hace nuestro Dios. Jesús dijo que haría de nosotros una fuente de aguas que saltan para vida eterna (Jn. 4:14).

Dice “Te alabaré con rectitud de corazón”. Dios no ha querido ser adorado de cualquier forma. Ha señalado que la manera correcta de ser alabado es con un corazón recto. Como decíamos antes, un corazón desligado de lo que hacemos hará fingida nuestra felicidad y vacía nuestra alabanza. Se necesita un corazón nuevo para poder alabar a Dios por sus grandezas. Si no has nacido de nuevo, si no se te ha sido dado un nuevo corazón, no podrás engrandecer el Nombre del Señor como Él lo quiere. Como decía el Señor por medio de sus profetas: “les daré un corazón y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos, y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios” (Ez. 11:19-20; 36:26-27; Jer. 31:31-34).

Sólo quien ha vivido el perdón de Dios, sólo el que ha nacido de nuevo, el que ha sido transformado por el poder del Espíritu Santo podrá responder a este llamado de buena manera. Cuando el Rey David escribió el Salmo 51, él primero dijo “Crea en mí un corazón limpio” (v. 10), para luego decir “abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza” (v. 15). Una alabanza apropiada procede de un corazón renovado. Es necesario que quienes adoran al Señor lo hagan en espíritu y en verdad. Nuevamente esta alabanza de corazón no es posible si desatendemos la Palabra del Señor. Dice “Te alabaré con rectitud de corazón cuando aprendiere tus justos juicios”. No seremos avergonzados cuando atendamos los mandamientos del Señor, y le alabaremos de corazón recto cuando aprendamos sus justos juicios.

El mensaje es bastante claro: mientras más cerca estamos de la Palabra de Dios, más cercanos estamos de Cristo, menos avergonzados seremos y más podremos glorificar al Señor. Por el contrario, si nos alejamos de la Palabra de Dios, nos alejamos de Cristo, crecen nuestros pecados que nos avergüenzan y menos glorificaremos al Señor. El rol de la Palabra del Señor es central en la obediencia.

Muchas veces nos presentamos profundamente avergonzados delante del Señor. Decimos: “estoy tan alejado del Señor, estoy siempre cayendo en los mismos pecados, por más que quiero siempre estoy alejado de Dios”. Pero la pregunta que debes hacerte es, ¿has atendido a todos los mandamientos de Dios? ¿Te has sumergido en el estudio, la meditación, la memorización, la lectura de la Palabra de Dios? ¿Has tomado la resolución de meditar en la ley del Señor de día y de noche? ¿Te has propuesto pasar tiempos de calidad delante del Señor, orando Su Palabra, leyendo las Escrituras, descubriendo a Cristo en cada una de ellas? ¿Qué te hace pensar que puedes vencer una sola tentación sin haber orado y meditado en la Palabra con todo tu corazón? Hermano, no dejes una sola hoja sin leer, sin meditar, sin que el Señor la escriba en tu corazón.

Si nos alejamos de la Palabra, nos alejamos de la fuente de la sabiduría, y nuestras percepciones se vuelven distorsionadas y miopes. La razón por la cual los quehaceres domésticos, el trabajo o las obligaciones diarias, nos parecen gravosas e insoportables, es porque nuestra cosmovisión está bajo tinieblas. No vemos la oportunidad de glorificar a Dios en cada una de estas cosas porque nos hemos alejado de la Palabra de Dios. No es posible alabar (glorificar) al Señor, con un corazón recto, sin aprender los justos juicios divinos comunicados en la Palabra.

El salmista cierra diciendo "Tus estatutos guardaré". Está tomando una resolución de santidad. Confirma el deseo del versículo 5, de ser conformada su vida al estándar de Dios, en conocimiento de Aquel Cristo que nos viste de verdadera justicia. Una resolución de tal magnitud requiere un soporte inmenso. No podemos tomar la resolución de santidad, desde nuestras propias fuerzas sin un resultado diferente al fracaso. Es indispensable contar con la convicción de que es en Cristo que hay verdadera felicidad y obediencia.

En esta sagrada resolución nuestro deseo es que el Señor nos acompañe: "No me dejes enteramente". No podemos guardar sus estatutos de forma solitaria. Necesitamos de la compañía y poder del Señor, por lo que deseamos que no nos abandone. Ahora, este parece ser un temor en el salmista que surge del deseo de la obediencia. Quien en verdad desea ser obediente, y solamente somos obedientes con la ayuda de Dios, puede ser un temor reverente el no perder la presencia de Dios.

Sin embargo, esta petición fue contestada por el mismo Señor Jesús: "Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo". Él no ha querido dejarnos solos, Él está con nosotros. Podemos alegrarnos al saber que si deseamos honestamente la santidad Dios es con nosotros. Y si Él es con nosotros, quién podrá acusarnos y ser contra nosotros. Podemos ser profundamente felices al obedecer al Señor, al buscarle de todo corazón y ser conformados a la imagen de Cristo.