Por Álex Figueroa

«Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel. 4 Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala. 5 Después dijo: Pongan mitra limpia sobre su cabeza. Y pusieron una mitra limpia sobre su cabeza, y le vistieron las ropas. Y el ángel de Jehová estaba en pie» (Zac. 3:3-5).

Los domingos anteriores nos detuvimos a analizar las profecías de Hageo y Zacarías, quienes fueron levantados por Dios para despertar el corazón de su pueblo y animarlos a seguir construyendo luego de los obstáculos que sus enemigos habían puesto contra ellos.

Vimos cómo Hageo los llamó a meditar en sus caminos, haciéndoles ver que cada uno se estaba preocupando de su propia casa, mientras que la Casa de Dios estaba en ruinas. Los exhortó a considerar el resultado de su conducta, y ver que su desobediencia y su apatía los había llevado a una vida sin frutos y a un trabajo sin salario, ya que todo lo que hacían era estéril.

Zacarías, en tanto, exhortó al pueblo a considerar que estaban incurriendo en los mismos pecados que sus antepasados, quienes en su rebelión habían sido castigados por Dios con el exilio. Los llamó a volverse al Señor, ya que de esa manera el Señor se volvería a ellos. También mostró al pueblo que el Ángel de Jehová, quien es Cristo, intercedía por ellos, y que Dios se había vuelto a Jerusalén con misericordia. Profetizó que algo mucho mayor vendría, cuando Dios habitaría en medio de su pueblo, y las naciones vendrían al conocimiento del Señor.

Hoy analizaremos otro capítulo del libro de Zacarías, en el que se muestra que el Señor ha decidido perdonar a su pueblo y limpiarlo de sus pecados.

(v. 1) El versículo comienza diciendo «Me mostró al sumo sacerdote…». ¿Quién era este que hablaba con Zacarías? Era el Ángel de Jehová. Lo que le muestra es a Josué, quien era el sumo sacerdote, el mismo que junto a Zorobabel aparece en los primeros capítulos del libro de Esdras guiando al pueblo de Dios de regreso a la tierra de Judá, luego del exilio de 70 años en Babilonia. Josué, decíamos, era sumo sacerdote. Antes de seguir debemos aclarar qué era un sumo sacerdote según la ley de Moisés.

Los descendientes de la tribu de Leví recibieron la misión de preocuparse de los asuntos del templo del Señor. Los levitas, entonces, se ocupaban de lo relativo a la adoración, y no recibieron una porción de tierra como los descendientes de las otras once tribus, porque su herencia era el Señor (ver, p. ej., Nm. 18:20; Dt. 10:9). Dentro de los levitas, estaba Aarón (hermano de Moisés), quien fue el primer sumo sacerdote del pueblo de Israel. Es decir, dentro de los levitas, estaba Aarón, y de los descendientes de Aarón debían venir los sacerdotes.

Los sacerdotes, entonces, eran aquellos levitas que tenían a su cargo especialmente enseñar la ley al pueblo de Israel, ofrecer los sacrificios y también el incienso delante del Señor. Veamos dos ejemplos de esto:

«Si el animal que ofrece en *holocausto es de ganado vacuno, deberá presentar un macho sin defecto, a la entrada de la Tienda de reunión. Así será aceptable al Señor. 4 Pondrá su mano sobre la cabeza de la víctima, la cual le será aceptada en su lugar y le servirá de *propiciación. 5 Después degollará el novillo ante el Señor, y los hijos de Aarón, los sacerdotes, tomarán la sangre y la derramarán alrededor del altar que está a la entrada de la Tienda de reunión» (Lv. 1:3-5, NVI). «Antes de su muerte, Moisés, hombre de Dios, bendijo así a los israelitas: … 10 Le enseñó tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel. Presentó ante ti, sobre tu altar, el incienso y las ofrendas del todo quemadas» (Dt. 33:1, 10, NVI).  

Entonces, los sacerdotes representaban al pueblo ante el Señor, presentando el sacrificio por los pecados de ellos. Se ofrecía un animal, cuya sangre debía ser derramada sobre el altar, y sobre ese animal se cargaban los pecados del pueblo. De esa forma eran perdonados y podían tener comunión con Dios. Un ejemplo de esto lo encontramos en Lv. 9:5-7:

«5 Los israelitas llevaron hasta la *Tienda de reunión lo que Moisés había mandado; y toda la comunidad se acercó y se quedó de pie ante el Señor. 6 Y Moisés les dijo: «Esto es lo que el Señor les manda hacer, para que la gloria del Señor se manifieste ante ustedes.» 7 Después Moisés le dijo a Aarón: «Acércate al altar, y ofrece tu sacrificio expiatorio y tu holocausto. Haz *propiciación por ti y por el pueblo. Presenta la ofrenda por el pueblo y haz propiciación por ellos, tal como el Señor lo ha mandado» (NVI).

Es decir, recapitulando, tenemos a los descendientes de Leví, que se ocupaban de los asuntos del templo. Dentro de los descendientes de Leví, estaban los descendientes de Aarón, quienes ejercían el oficio de sacerdotes, estando encargados de enseñar la ley al pueblo, así como de ofrecer incienso y sacrificios para apaciguar la ira de Dios por los pecados del pueblo. Pero dentro de los sacerdotes estaban los sumos sacerdotes, quienes eran los únicos que podían entrar al lugar central del templo, que se llamaba “lugar santísimo”. En ese lugar se manifestaba la presencia de Dios, y el sumo sacerdote debía entrar allí una vez al año, para realizar una ofrenda por los pecados del pueblo.

«Así dispuestas todas estas cosas, los sacerdotes entran continuamente en la primera parte del tabernáculo para celebrar el culto. 7 Pero en la segunda parte entra únicamente el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, provisto siempre de sangre que ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia cometidos por el pueblo» (He. 9:6-7).

«4 Se pondrá la túnica sagrada de lino y la ropa interior de lino. Se ceñirá con la faja de lino y se pondrá la tiara de lino. Éstas son las vestiduras sagradas que se pondrá después de haberse bañado con agua.

[…] 16 Así hará propiciación por el santuario para *purificarlo de las impurezas y transgresiones de los israelitas, cualesquiera que hayan sido sus pecados. Hará lo mismo por la Tienda de reunión, que está entre ellos en medio de sus impurezas. 17 Nadie deberá estar en la Tienda de reunión desde el momento en que Aarón entre para hacer propiciación en el santuario hasta que salga, es decir, mientras esté haciendo propiciación por sí mismo, por su familia y por toda la asamblea de Israel. […] 32 »La propiciación la realizará el sacerdote que haya sido ungido y ordenado como sucesor de su padre. Se pondrá las vestiduras sagradas de lino, 33 y hará propiciación por el lugar santísimo, por la Tienda de reunión y por el altar. También hará propiciación por los sacerdotes y por toda la comunidad allí reunida. 34 »Éste les será un estatuto perpetuo: Una vez al año se deberá hacer propiciación por todos los israelitas a causa de todos sus pecados» (Lv. 16, NVI).

Este sumo sacerdote se bañaba completamente en varias oportunidades, y debía ofrecer sacrificios por sus propios pecados, para poder estar puro y poder entrar al lugar santísimo, donde se encontraba la presencia misma de Dios. Si el sumo sacerdote no cumplía rigurosamente estos ritos de purificación, podía morir en el lugar santísimo, ya que la santidad de Dios podía fulminarlo.

Sin duda, en el momento de entrar al lugar santísimo, el Sumo Sacerdote era lo más puro, lo más consagrado, lo más limpio de Israel, y en ese momento representaba a todo su pueblo delante de Dios.

(v. 3) Sin embargo, aun con todos esos lavamientos y ritos de purificación, Zac. 3:3 nos dice que «… Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel». Otras versiones dicen: «ropas sucias» (NVI, BLA), «ropas muy sucias» (DHH). De nada servía la túnica sagrada de lino de blanco radiante, ni todos los lavamientos, ni todos los ritos de purificación. Su pecado lo ensuciaba y lo hacía repugnante delante de Dios, y la limpieza externa no lo podía ayudar en ninguna manera.

Tal es la palabra empleada para indicar la suciedad de las ropas de Jesúa, que algunos señalan que se refiere a excremento, es decir, Jesúa estaba completamente cubierto de inmundicia delante de Dios.

La realidad del pecado nos corrompe y nos ensucia completamente. Nos va pudriendo desde dentro hacia fuera, y ningún método humano puede limpiarlo, ninguna cosa creada nos puede purificar de la inmundicia que nos cubre, y que sale emana de lo más hondo de nuestro ser. Por eso Jeremías dijo al pueblo de Israel: «Aunque te laves con lejía, y te frotes con mucho jabón, ante mí seguirá presente la mancha de tu iniquidad —afirma el Señor omnipotente—.» (2:22, NVI). Jesús, por otro lado, dejó claro a los rigurosos fariseos que no tenía sentido que se preocuparan de la limpieza externa, si su alma todavía estaba podrida, ya que no es lo externo lo que nos hace inmundos, sino lo que sale de nuestro propio corazón: «18 Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. 19 Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. 20 Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre» (Mt. 15, NVI).

Este pecado lo traemos con nosotros desde nuestra gestación, y corrompe nuestro ser manchándolo completamente. No importa cuán tierno e inocente luzca un niño, ya que lleva en sí mismo la semilla para los peores delitos y crímenes, y aunque no se haya manifestado en su forma definitiva, tal niño nació con un corazón rebelde a Dios y enemigo de su voluntad perfecta. Dios no ve como nosotros vemos, pues Dios puede ver hasta lo profundo del corazón.

Si Jesúa, siendo el sumo sacerdote de Israel, lo más santo, puro y consagrado del pueblo de Dios, aparecía con ropas cubiertas de excremento delante de Él, ¿Cuánto más la persona común, que vive sin preocuparse de agradar a Dios ni de cumplir sus mandamientos? Si Jesúa, con todo su celo y diligencia en obedecer lucía así de inmundo, ¿Cuánto más aquel que vive según sus propias reglas y configura su vida según sus propias preferencias, sin someterse en absoluto al Señor?

Por eso llama la atención la inmensa cantidad de personas que no se detiene a considerar la profundidad y perversidad del pecado. Ellos prefieren vivir contentos en su ignorancia y su apatía cotidianas, y se caracterizan por tildar de “grave” a quien se dedique a reflexionar en sus caminos y a seguir al Señor con diligencia. Si te contristas con tu pecado, te recomiendan no ser “tan grave”, mientras hacen un gesto de desprecio. Si les adviertes del peligro en el que se encuentran con su pecado, responden molestos, exigiéndote que no seas “grave” y los dejes en paz. Si te escandalizas con la maldad en la sociedad, se compadecen de ti mientras se sienten orgullosos de sí mismos, por no ser tan “graves” como tú. Si te espanta el pecado en la iglesia y alzas la voz en contra del error, sacarán de nuevo su inmenso escudo que tiene grabada con letras rojas la frase: “no seas tan grave”. Ellos se consideran sencillos, más genuinos, dicen vivir una fe más simple.

Pero este versículo nos muestra que el pecado sí es algo muy grave, y que merece toda nuestra preocupación. Sin duda nos desharíamos de vergüenza si estuviéramos cubiertos de excremento delante de nuestros vecinos. Más aun, sería la peor pesadilla estar inmundos delante de nuestros jefes. Desde luego, por ningún motivo nos presentaríamos inmundos delante de algún Senador o del Presidente de la República. ¿Por qué entonces, nos da lo mismo estar inmundos delante del Señor? ¿No es el Rey de toda la creación? ¿No es el Alto, Sublime, aquél incomparable y Santo como ninguno? ¿No es terrible menospreciar a Dios de esta manera? Sin embargo, la mayoría de las personas viven sus vidas cubiertas de excremento delante de Dios, y no les importa en lo más mínimo, todo lo contrario, se sumergen y juegan en su inmundicia.

(v. 1 «Satanás estaba a su mano derecha para acusarle») Esta terrible inmundicia hacía que Jesúa fuera vulnerable a las acusaciones de cualquier tipo. El problema es que además, en su condición de Sumo Sacerdote, representaba a todo el pueblo, por lo que toda la asamblea estaba inmunda y bajo acusación.

El nombre ‘diablo’ viene del griego diabolos, que significa “acusador”, “calumniador”. Satanás ejerce este oficio desde antiguo. Se nos dice que calumniaba a Job delante de Dios. En Ap. 12:10 dice: «Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche». Quizá nunca lo supiste, pero ciertamente debes haber sido calumniado delante de Dios en innumerables ocasiones. Este es uno de los oficios más terribles de Satanás en nuestra contra, además de su calidad de “tentador”. Su labor calumniadora en nuestra contra no cesa, ya que la hace día y noche. Por eso es nuestro enemigo, aquel contra quien es nuestra lucha, y el que instiga en contra nuestra a quienes no conocen a Dios y están bajo su dominio.

Pero el Ángel del Señor, que es Cristo –como explicamos el domingo pasado-, respondió a Satanás: «Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda». A pesar de las numerosas e incesantes calumnias de Satanás, el Señor ha escogido a su pueblo, y se ha decidido a tener misericordia sobre él y hacerle bien. El Ángel de Jehová repite, «Jehová te reprenda», enfatizando su rechazo a las acusaciones del calumniador.

No había nada en Jesúa ni en el pueblo de Israel que los hiciera merecer esta misericordia. Fue por la pura voluntad de Dios, que decidió escoger a Jerusalén y mirarla con favor.

Es más, el Señor dice que Jesúa era como un «tizón arrebatado del incendio». Lo mismo dijo del pueblo de Israel en Amós 4:11: «Destruí algunas de sus ciudades, así como destruí Sodoma y Gomorra. Ustedes que sobrevivieron parecían tizones rescatados del fuego; pero aun así, no se volvieron a mí —dice el Señor—». El pueblo de Dios fue sacado de entre aquellos que debían perecer, fue arrebatado del incendio, fue liberado de ser consumido por pura misericordia. Ninguno dentro del pueblo de Dios podría decir que no estaba involucrado en esta realidad. Todos fuimos arrebatados del fuego por el poderoso brazo de Dios.

Pero el Señor no se contentó con reprender a Satanás. Él además remedió la situación de Jesúa, y satisfizo su necesidad de ser limpiado, de ser purificado. Fue así como dio la orden: «Entonces el ángel dijo a los otros que estaban allí: «Quítenle esa ropa sucia». Luego se volvió hacia Jesúa y le dijo: «¿Ya ves? He quitado tus pecados y ahora te voy a dar esta ropa nueva y fina» (v. 4). Esto nos confirma que las ropas viles se debían a su pecado, y al de su pueblo. El Ángel del Señor, entonces, ordenó quitar los ropajes cubiertos de inmundicia, y le hizo vestir de ropa de gala, ropa fina, nueva, verdaderamente pura y limpia. ¿Cómo hizo esto?

El Ángel de Jehová, Cristo, se desvistió de su propia gloria y se hizo hombre, vistiéndose con las ropas sucias e inmundas que cubrían a Jesúa y a su pueblo. Así, vestido con este ropaje inmundo, se expuso ante todo el universo, ante todos los ejércitos celestiales, ante las potestades de las tinieblas, ante la humanidad y ante el Padre Celestial, y llevó la vergüenza de esas vestiduras viles sobre sí. Llevó la fetidez, la inmundicia, la contaminación, la mancha y la infamia de esos ropajes que nos cubrían, y nos pasó sus ropas, nos vistió con sus vestiduras finas, con su ropa de gala, de la que Él escogió despojarse.

Él, que nunca cometió pecado, fue cubierto de nuestra maldad. Él que nunca cometió injusticia, llevó el castigo de los injustos. Él llevó sobre sí los pecados de su pueblo. Él fue a la cruz con el prontuario de sus escogidos. En su sentencia decía: condenado por mentiroso, blasfemo, codicioso, fornicario, avaro, homosexual, adúltero, envidioso, soberbio, arrogante, homicida, y un sinfín de maldades cometidas por los suyos. Él pagó por esos delitos, ¡él cumplió la condena para que los suyos no tuvieran que cumplirla! Él tomó tu ropa inmunda y te vistió de su ropa fina, pura, limpia.

(v. 7) Luego de comunicar a Jesúa que había sido limpiado, el Señor lo exhorta a trabajar. ¿No es lo mismo que hace con nosotros? Sabemos que hemos sido salvados, que nuestra salvación está segura en Cristo si hemos creído en Él. Esa es nuestra motivación para trabajar, para las buenas obras, para servir al Señor. No le servimos desesperados, tratando de conseguir su favor. No le servimos orgullosos, confiando en lo que podemos lograr para Él. Le servimos agradecidos, confiando en lo que Él ya hizo por nosotros. Le servimos alegres, porque quitó de nosotros las ropas inmundas, y nos regaló sus ropas de gala para que nos vistiéramos con ellas.

¿Estás desmotivado? ¡Piensa en las misericordias del Señor! ¡Recuerda lo que ha hecho por ti! Estabas sucio y Él te ha limpiado, debías quemarte y Él te arrebató del incendio, estabas muerto y Él te dio vida, estabas solo en el mundo, y Él te hizo parte de un pueblo.

(vv. 8-9) El Señor hace aun más claro que está hablando en términos simbólicos, usando a Jesúa y sus compañeros como figuras de lo que había de venir. La Palabra anuncia aquí que vendrá luego ‘El Renuevo’, un término usado para referirse al Mesías, al Hijo de David, aquél que tomaría el Trono de David y reinaría para siempre. Por este Renuevo el pecado sería quitado de la tierra en un día. Así fue anunciado Cristo por Juan el Bautista: «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). Cristo, como el Sumo Sacerdote verdadero y definitivo, llevaría los pecados de su pueblo y haría expiación por ellos, borrándolos delante de la presencia de Dios.

No es casualidad que “Jesúa” sea un nombre hebreo que pasó al griego como “Jesús”. Podemos hacer un paralelo, en donde Jesúa representa a los sumos sacerdotes del antiguo testamento, y Jesús es la realidad definitiva de todas las cosas: Jesúa necesitaba ofrecer sacrificios por su propio pecado. Cristo es santo y no cometió pecado, pero Él mismo fue el sacrificio definitivo para borrar la maldad de su pueblo. Jesúa sólo podía entrar una vez al año a la presencia de Dios, y debía traspasar el velo del tabernáculo. Jesús rasgó el velo, y abrió un camino directo y continuo a la presencia de Dios. Jesúa ofrecía sacrificios de animales, cuya sangre no podía limpiar los pecados de su pueblo. Jesús ofreció su propia sangre preciosa, que tiene el poder de cubrir para siempre los pecados de los suyos. Jesúa moriría, y otro debería sucederlo. Jesús es eterno, e intercede por nosotros para siempre delante de Dios.

(v. 10) Luego de que la justicia de Dios fuera satisfecha en Cristo, su pueblo podía disfrutar de paz y bienestar, simbolizadas por la vid y la higuera. Isaías nos dice que «el castigo de nuestra paz fue sobre Él». Luego que Él llevó nuestra culpa, podemos ser reconciliados con Dios, y alegrarnos porque hemos alcanzado la paz con Él. La Biblia dice que no hay paz para el impío (Is. 48:22), pero para los hijos de Dios, Cristo dejó su paz (Jn. 14:27). Más aun, Pablo dijo: «Porque él es nuestra paz» (Ef. 2:14). Quien no tiene a Cristo no conocerá la paz, pero quien tiene a Cristo disfrutará de la verdadera paz.

Conclusiones

• No podemos ignorar que Satanás es nuestro enemigo espiritual, y que nos acusa delante de Dios. • Cristo nos defiende de la labor acusadora de Satanás, e intercede ante Dios en favor de su pueblo. • Nuestro pecado nos ensucia y nos hace repugnantes delante de Dios, pero la obra de Cristo permite que ante Él seamos considerados limpios. • Cristo no solo nos libra de la condenación del pecado (ropas sucias), sino que nos regala su justicia (ropas limpias). • Cuando recibimos la salvación por gracia de Dios, somos libres para obedecer. • Jesús es el Renuevo anunciado, que quitaría definitivamente el pecado del pueblo de Dios. • Con la obra de Jesús, que satisfizo la justicia de Dios, su pueblo puede disfrutar de paz.

Reflexión final

El Señor habló a su pueblo a través de Zacarías una vez más, mostrándoles simbólicamente que su pecado había sido perdonado, y validando a Jesúa como sumo sacerdote y líder del pueblo. Pero con esto además anunció lo que haría con su pueblo de manera definitiva, quitando de ellos la mancha y la condenación del pecado, mediante la obra de Cristo, quien tomó sobre sí la inmundicia del pueblo.

Nada es más inmovilizante y desmotivante que la culpa. Satanás nos recuerda nuestros pecados, pero nosotros debemos recordarle la obra de Cristo, quien ya pagó por ellos. No nos quedemos pegados en la culpa por los pecados que Dios ya olvidó.

Cristo es nuestra paz, porque pagó nuestra condena. Si hemos creído en Él, nadie puede acusarnos ni hacer que paguemos la condena por nuestro pecado. «12 pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, 13 de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; 14 porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (He. 10:12-14).

Estuviste vestido de ropas inmundas, pero ahora puedes disfrutar de tus ropas limpias. Accede confiadamente al Trono de la Gracia, porque has sido limpiado de tu maldad, y purificado de tus pecados. Que este gran amor te motive a poner manos a la obra, confiados en que el Señor nos llevará hasta el final. Amén.