Por Álex Figueroa

«Luego de examinar la situación, me levanté y dije a los nobles y gobernantes, y al resto del pueblo: ‘¡No les tengan miedo! Acuérdense del Señor, que es grande y temible, y peleen por sus hermanos, por sus hijos e hijas, y por sus esposas y sus hogares’». Nehemías 4:14

Texto Base: Nehemías cap. 4.

En las dos predicaciones anteriores, Pablo habló sobre la reconstrucción de los muros y las puertas de la ciudad de Jerusalén, en donde resaltó la importancia del trabajo de todos y cada uno de quienes componen el pueblo de Dios, y advirtió de los peligros de que alguno dejara su obra inconclusa.

También pudimos apreciar nuevamente la importancia de ver a Cristo en toda la Palabra de Dios, sabiendo que lo que se escribió en el Antiguo Testamento era una sombra y una representación de lo que había de venir. Cristo es, entonces, tanto los muros que nos resguardan, la puerta que nos protege, y la Ciudad Santa en la que habitamos en paz.

En esta oportunidad surge una vez más un tema del que ya habíamos predicado: la oposición a la obra del pueblo de Dios. Muchas de las cosas que hemos hablado, las volveremos a revisar, y es que la oposición espiritual es algo con lo que debemos lidiar cada día, por lo que siempre debemos estar repasando las verdades de la Palabra de Dios que nos ayudarán a enfrentar aquellos momentos de dificultad.

Ante todo debemos volver a tratar algunas verdades fundamentales sobre la oposición, y sobre la lucha que en la que estamos insertos querámoslo o no.

No debemos perder de vista que toda la creación se puede dividir en dos reinos: el Reino de Dios y el reino de las tinieblas. En Col. 1:13 dice que Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo». Esto nos da a entender que o estamos bajo un reino o bajo el otro, pero no podemos estar en ambos, o en ninguno. Estos reinos están en pugna, pero no nos confundamos, no es una lucha entre dos fuerzas iguales, sino entre el Dios Soberano y Todopoderoso y aquellos que persisten en rebelarse contra su voluntad, y cuya destrucción y condenación son seguras y ciertas.

El Apóstol Juan dice: «Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno» (I Jn. 5:19). Con otras palabras, ha explicado la misma verdad. No hay punto medio, o eres de Dios o estás bajo el maligno, y tu posición en uno u otro reino dice relación con tu reacción ante la verdad. Esto resulta todavía más claro cuando leemos lo que Jesús lo dijo: «Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. 43 ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. 44 Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira» (Jn. 8:42-44).

La Escritura es clara, entonces, en que hay dos reinos o dos potestades. Insistimos, no es que sean dos fuerzas iguales, ya que el Señor es Todopoderoso y su victoria es segura. Pero aquellos que no creen en Cristo, o lo que es lo mismo, quienes no creen en la Verdad, son enemigos de Dios y lo aborrecen.

En relación con esto, debemos aclarar que todos nosotros también fuimos en otro tiempo enemigos de Dios y lo aborrecíamos. Sólo un acto soberano y misericordioso del Señor puede rescatar a uno de sus enemigos y volverlo uno de sus hijos. Esto es lo que dicen las Escrituras (Tit. 3:3-6): «Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros. 4 Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, 5 nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, 6 el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador».

Aquí vemos que nadie puede decir que nació cristiano, o que es cristiano desde que tiene uso de razón. Todos nacemos siendo enemigos y aborrecedores de Dios, rebeldes por naturaleza. Si tú estás aquí y has creído verdaderamente en el Señor Jesucristo, no es porque hayas sido más sabio que otros que no lo han hecho. Es porque Dios tuvo misericordia y quiso cambiar tu corazón, haciendo que pasara de muerte a vida. Solo el Espíritu Santo puede hacer que un corazón que nació aborrecedor y enemigo de Dios, pase a ser un hijo de Dios, alguien que puede profesar amor genuino a su Padre Celestial.

En otra porción de las Escrituras, el Apóstol Pablo resume lo que acabamos de decir: «En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, 2 en los cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la desobediencia. 3 En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios. 4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, 5 nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han sido salvados!» (Ef. 2:1-4, NVI).

Entonces, concluimos que todo aquél que no haya creído en Cristo, que no haya creído en la Verdad que Dios ha revelado en su Palabra ni haya sometido su vida a ella, es enemigo y aborrecedor de Dios, condición en la que todos nacemos. Por extensión, tal persona es enemiga del pueblo de Dios. Eso no significa que como pueblo de Dios debamos aborrecer, odiar y maltratar a esas personas. Todo lo contrario, debemos mirarlas con compasión, y tener de ellos misericordia como Dios la tuvo con nosotros. Pero significa que esas personas aborrecen al pueblo de Dios tanto como aborrecen al Dios de ese pueblo. Ellos podrían incluso profesarnos alta estima, pero siempre que no les hablemos de la verdad de Dios. Podrían incluso desear nuestra compañía y anhelar que seamos uno de ellos, pero siempre que callemos y nos guardemos el Evangelio y al Dios que amamos. Si quieres saber si alguien es enemigo de Dios, no tienes más que hablar de la verdad de Dios en Jesucristo, y ver si esa persona reacciona con alegría llamándote ‘hermano’, o si se altera, confunde, o perturba con tus palabras, y prefiere no oírte hablar más del asunto.

En todo esto debemos recordar que, como nos explica el Apóstol Pablo, «… nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Ef. 6:12 NVI). Esos poderes y potestades mencionadas gobiernan a las personas que están bajo su dominio, pero estas personas de todas maneras son responsables de lo que hagan contra Dios y su pueblo. En esta lucha podemos tener a personas incluso cercanas que se conviertan en enemigos (Mt. 16:23), por poner los ojos en las cosas de los hombres y no en las de Dios, y por llamarnos a compadecernos de nosotros mismos. Todo lo que nos llame a la autocompasión nos aparta de nuestro llamado, así como todo lo que nos llame a poner la mira en nuestros intereses personales y en las cosas de los hombres antes que en las de Dios.

Ahora, volviendo al contexto de Nehemías, debemos recordar que no es primera vez que el pueblo que retornó del exilio debía enfrentar la oposición de sus enemigos. Cuando Josué y Zorobabel lideraron la primera oleada de judíos que volvieron a Jerusalén, también debieron enfrentar obstáculos interpuestos por quienes se presentaron inicialmente como amigos, pero que luego revelaron su verdadera naturaleza: enemigos del pueblo de Dios.

A las personas en general no les molesta la espiritualidad. Ni siquiera son tan hostiles a la religión en sí misma. Lo que les molesta es un Dios soberano que imponga su reinado sobre todas las áreas de la vida del hombre, y que se revele estableciendo su Palabra como la única verdad.

Desde luego, ya que Dios les molesta, también expresarán su rechazo al grupo de personas que creen en ese Dios y que llaman al resto de la humanidad a someterse al reinado de este Soberano del universo. El pueblo de Dios, la iglesia, es llamada «columna y baluarte de la verdad» (1 Ti. 3:15). Es decir, es la encargada de sostener la verdad de Dios ante el mundo, de reflejar su carácter. La iglesia, entonces, debe estar unida, porque Dios es uno. Debe andar en santidad, porque Dios es Santo. Sus miembros deben amarse unos a otros, porque Dios es amor.

Desde luego al mundo no le molesta aquella “iglesia” que ha dejado de cumplir este deber. No les resulta desagradable ese inmenso grupo de gente que se llama a sí misma “cristiana”, pero que vive según las costumbres del mundo, y no según la Palabra de Dios. Y no les molesta porque en realidad estas congregaciones que se hacen llamar “iglesia” no son la verdadera “Iglesia”, sino una falsificación de ella. Han traicionado a Cristo, han vendido barata su Palabra Santa, han renunciado a su misión y a su llamado, han abandonado al Señor para agradar a los hombres y a sus propios deseos desviados.

En otras palabras, al mundo no le molesta esta pseudo-iglesia porque es parte de ellos, no se diferencia en nada de los enemigos de Dios, porque ella misma es enemiga y aborrecedora del Dios vivo y verdadero.

Pero ¿Cómo reacciona el mundo ante la verdadera Iglesia, aquella que ama la verdad y camina en ella? Es cierto que en ocasiones reacciona reconociendo su servicio y su piedad, incluso con cierta admiración, como ocurrió en un comienzo con la iglesia de los apóstoles en el libro de Hechos. Sin embargo, tal como sucedió a esa iglesia, el mundo sin Cristo no tarda en mostrar su desagrado y su reprobación a la Iglesia. Para el mundo, la verdadera Iglesia nunca estará de moda. Tal como aborrecieron a Cristo y lo crucificaron, intentarán borrarla y eliminarla, pero no podrán.

Por algo el Apóstol Pablo fue claro en afirmar que «Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución». Por eso es que también Cristo llamó a quien quisiera seguirlo a «negarse a sí mismo», y «tomar su cruz», porque el camino que lleva a la salvación es angosto, y es necesario morir a uno mismo para tener verdadera vida. Este camino implica aflicciones, rechazo, pruebas y dolor, pero lo que nos sostiene es saber que Cristo vive, que se levantó de los muertos, y porque Él vive, nosotros también viviremos.

Participar de sus padecimientos es un privilegio. Él, siendo perfecto, santo, puro y completamente justo, sufrió por los pecados de la iglesia. Fue condenado a muerte por una deuda que no era suya, y la pagó completamente, hasta el último céntimo. Si nuestro Señor y Maestro hizo esto, nosotros, unos simples gusanos rescatados por gracia, hechos herederos de la vida, debemos con alegría tomar esa cruz, sabiendo que al final del camino nos espera la gloria, y que en el trayecto disfrutamos de la hermosa comunión de los santos, la preciosa Iglesia de Cristo.

Este rechazo del que hablamos es el que manifestaron los enemigos de los judíos: «Cuando Sambalat se enteró de que estábamos reconstruyendo la muralla, se disgustó muchísimo y se burló de los judíos» (v. 1). Al ver que el pueblo de Dios ejecuta la obra de Dios, sus enemigos se enfurecen. El pueblo de Dios es la embajada del reino de Dios en la tierra, y por supuesto ellos no quieren que esta embajada se establezca, rechazan que este Rey usurpe el lugar que ellos quieren tomar, porque el hombre quiere ser dios y rey de su propia vida, el capitán de su destino y el dueño de su suerte. No quieren a Dios en el trono, porque quieren ese lugar para ellos mismos, sin percatarse de que son ellos los usurpadores, los rebeldes y criminales que quieren desterrar a Dios de su creación, desconociendo su señorío sobre todas las cosas.

El predicador Leonard Ravenhill dijo: «Si vas a madurar en Dios, todos los enanos a tu alrededor te criticarán y te despreciarán, diciendo: ‘así que estás tratando de ser más santo que todos nosotros, ¿ah?’».

Si echamos un vistazo a la historia, los enemigos de Dios han usado muy diversos métodos para oponerse al pueblo de Dios. Entre ellos se cuentan las amenazas, los sobornos, los engaños, la violencia, la difamación, el bloqueo financiero, el aislamiento social, el exilio y las ejecuciones públicas. En este capítulo 4 los enemigos de Dios usaron un método que puede parecer menos agresivo que los anteriores, pero resulta ser muy destructivo: el desánimo.

Las Escrituras registran lo que dijo Sambalat delante de su ejército: «—¿Qué están haciendo estos miserables judíos? ¿Creen que se les va a dejar que reconstruyan y que vuelvan a ofrecer sacrificios? ¿Piensan acaso terminar en un solo día? ¿Cómo creen que de esas piedras quemadas, de esos escombros, van a hacer algo nuevo? 3 Y Tobías el amonita, que estaba junto a él, añadió: —¡Hasta una zorra, si se sube a ese montón de piedras, lo echa abajo!» (vv. 2-3).

El discurso de Sambalat era demoledor. Apuntó directamente al orgullo de los judíos. Evidenció su debilidad, su miseria, se burló de su religión y del trabajo que estaban realizando, enfatizando en lo dificultoso que sería levantar todo de nuevo desde los escombros y las cenizas. Tobías, para rematarlos, afirmó que hasta el peso de un animal tan liviano como una zorra podía echar abajo el muro que habían logrado levantar.

Pensemos en el contexto de estas palabras. La primera oleada de judíos había regresado hace 140 años. Para que nos hagamos una idea, si contamos 140 años hacia atrás desde el 2014, estaríamos hablando de 1874. En todo ese tiempo, no habían sido capaces de reconstruir los muros. El pueblo ahora trabajaba a prisa, pero ¿Qué aseguraba que terminarían la obra? Tanto les había costado, pasaron 140 años, un siglo y medio, ¿Cómo lo lograrían después de tanto tiempo? Los mismos judíos débiles y temerosos, ¿Ahora se lanzarían a reconstruir los muros de su ciudad?

Sin duda palabras como esta podían tumbar el ánimo hasta del más entusiasta. Así es el daño que produce el desánimo. Es un fuego que va consumiendo lentamente nuestro trabajo en la obra de Dios. Hay personas que pasan por altos y bajos muy pronunciados, y que un día pueden estar en la cima del Everest, pero al otro están en el fondo del abismo. Otras, en cambio, pasan por ciclos más prolongados, y por momentos muestran gran fervor en la obra de Dios, pero luego se van apagando y caen a un pozo profundo por algún tiempo, siendo muy difícil sacarlos de ahí.

El desánimo va mezclado frecuentemente con la intimidación. Cuando nos sobrecoge el temor y el miedo nos posee, generalmente caemos presa del desánimo. Así, los enemigos de los judíos decían también: «Les caeremos por sorpresa y los mataremos; así haremos que la obra se suspenda» (v. 11).

Sea que el desánimo nos tumbe de inmediato, o que nos consuma de apoco hasta casi apagarnos, es un arma efectiva que utiliza el enemigo para dejarnos fuera de combate. Job, después de perder a todos sus hijos y gran parte de sus propiedades, además de sufrir una terrible enfermedad, debió soportar las duras palabras de su esposa, quien lo llamó a maldecir a Dios y morirse. Los israelitas, antes de entrar a la tierra prometida, recibieron reportes de que ésta se encontraba habitada por gigantes invencibles. Los apóstoles, luego de la muerte de Jesús, estaban encerrados y llenos de espanto. En todos estos casos los hijos de Dios debieron sobreponerse a las circunstancias, que hacían que su entusiasmo se derrumbara.

Incluso, el desánimo puede provenir de nuestras propias filas. Los de la tribu de Judá decían: «Los cargadores desfallecen, pues son muchos los escombros; no vamos a poder reconstruir esta muralla!» (v. 10), y los vecinos de Jerusalén, quienes eran también judíos, afirmaban: «Los van a atacar por todos lados» (v. 12). Frecuentemente, cuando nos rodean dificultades surgen de entre nosotros mismos algunas voces que nos llaman a desistir, o a bajar la marcha. Los desmotivadores internos pueden incluso hacer más daño que los de afuera, y se convierten en células cancerígenas que comienzan a dañar al cuerpo entero con el veneno de su desmotivación. No es casualidad que en muchos ejércitos los soldados que desmotivan a sus compañeros reciben la pena de muerte como castigo.

Lo triste es que muchos cristianos desaniman a otros sin siquiera darse cuenta. Un caso típico de esto es ausentarse de los cultos, o mostrar poco compromiso con la iglesia, que no es otra cosa que poco compromiso con el Señor. Lo curioso es que muchos se permiten faltar o ser perezosos precisamente porque se sienten desanimados, desmotivados, sin ganas de asistir. Pero en vez de resistir el desánimo y cuidar su parte del muro, se unen al ejército enemigo y abren un forado en la muralla para que éste se abra paso. No solo dejan de animar a sus hermanos a las buenas obras (He. 10:24-25), sino que se permiten desmotivarlos, sumando así más bajas en el pueblo de Dios, y entorpeciendo la obra que es responsabilidad de todos.

Pero detengámonos un momento en lo que Sambalat y Tobías dijeron a los israelitas. Ellos hicieron hincapié en su debilidad, en su miseria, en su incapacidad para hacer algo bueno. ¿Estaban equivocados? Increíblemente, la respuesta es no. Estaban en lo cierto. Lo que pasa es que cuando se trata del desánimo, hay al menos 2 tipos de mentiras que nos intentarán seducir con su engaño:

Mentira N° 1: El “Tú puedes”. Este engaño es muy popular por nuestros días. Su discurso es una completa mentira, pero agrada tanto a nuestro corazón corrompido, que nos suena de lo más agradable. Ante una dificultad, este engañador nos dirá cosas como “tú puedes”, “el secreto está en ti”, “mira en tu interior y encontrarás la respuesta”, “descubre el campeón que hay en ti”, “lo importante es sentirte fuerte”, o frases grandilocuentes como “no hay sueño demasiado grande, sino soñadores muy pequeños”.

Según este engaño, lo importante es amarse a uno mismo, es decir, tener alta “autoestima”. Esa sería la solución a los problemas, y permitiría enfrentar la vida con la disposición correcta. Lo peor es que muchos supuestos predicadores cristianos han adoptado este como su discurso, y por eso muchas personas piensan que esto es cristianismo, pero la verdad es que no tiene nada que ver con el Evangelio, y se distancia completamente de las Palabras de las Escrituras.

Mentiroso N° 2: El “Nunca podrás”. Esta mentira es sutil y muy persuasiva, porque parte diciendo una verdad: Tú no puedes. Es cierto, todos nacemos pecadores, aborrecedores de Dios en nuestra mente, rebeldes a su voluntad y siendo sus enemigos. En palabras de Jesús, nacemos «esclavos del pecado», lo que significa que no podemos escaparnos por nosotros mismos de sus garras, y que hagamos lo que hagamos, pecaremos, incluso al respirar, porque no lo hacemos para gloria de Dios.

Toda esta naturaleza corrompida, entonces, tiene como consecuencia que de nosotros no puede salir nada bueno a los ojos de Dios, aunque los hombres nos alaben y nos aplaudan por nuestra aparente bondad.

El problema de esta mentira es que se queda ahí. No nos muestra la otra cara de la moneda, y solo nos cuenta media verdad, y quien cuenta una media verdad ha contado una mentira completa. Lo triste es que también muchos predicadores se quedan aquí, sin hablar al cristiano de su nueva naturaleza en Cristo.

Es curioso que ambos mentirosos, el “Tú puedes” y el “Nunca podrás” sacan a Dios de la escena. En ambos el centro es el hombre. En un caso el hombre se presenta como algo que no es, un pequeño dios, un ser autosuficiente y capaz en sí mismo. En el segundo caso, el hombre se presenta como es, pero no se menciona a Dios ni lo que éste puede hacer en favor del hombre.

La verdad: Pero ¿Cuál es la verdad? La verdad es que efectivamente tú no puedes solo, pero con Cristo sí. Esto se refleja plenamente en las Palabras de Cristo:

«Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí. 5 »Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada» (Jn. 15:4-5).

Separados de él no podemos hacer cosa alguna, pero todo lo podemos en Cristo que nos fortalece. Y aquí con “todo lo podemos” no nos referimos a tener un Ferrari, ser el más famoso del mundo o cumplir todos nuestros sueños. Nos referimos a obedecer la voluntad de Dios, a ser agradables delante de Él. “¡Qué aburrido!” –dirán algunos-, pero ¿Hay otro fin más noble para el ser humano? Si recibimos aliento de vida, es para dedicarnos por entero a agradar a Dios. Todo lo demás es necedad y sin sentido.

La clave, entonces, es reconocer nuestra absoluta incapacidad de hacer lo bueno, pero admirar también la preciosa gracia de Dios, que nos puede capacitar para obedecer, y depender de ella. Jesús dijo a los paralíticos “levántate y anda”. ¿Podían ellos hacerlo? Lázaro había muerto, pero le ordenó “¡sal fuera!” ¿Podía Lázaro revivir y salir fuera? ¿Podía siquiera escuchar la orden? ¡NO! Los paralíticos no podían andar, ni los ciegos ver, ni los sordos oír, ni los muertos revivir, pero Dios con su poder los capacitó para hacerlo, y ellos obedecieron con fe a Jesús, sabiendo que todo dependía de Él. Por eso Jesús les respondía que habían sido salvos por su fe, porque habían creído que Él era poderoso para sanarlos.

Así fue como reaccionó el pueblo de Dios en este cap. 4. El v. 14 dice: «Luego de examinar la situación, me levanté y dije a los nobles y gobernantes, y al resto del pueblo: ‘¡No les tengan miedo! Acuérdense del Señor, que es grande y temible, y peleen por sus hermanos, por sus hijos e hijas, y por sus esposas y sus hogares’».

Conclusiones

• Hay solo dos reinos: el Reino de Dios y el reino de las tinieblas, y no puedes ser neutral: o estás en uno o estás en el otro. • El pueblo de Dios, la Iglesia, es la embajada del Reino de Dios en la tierra y debe reflejar su carácter. • Todo ser humano nace siendo enemigo de Dios y esclavo del pecado, y solo Dios puede revertir esa situación con su gracia. • El desánimo en el pueblo de Dios puede ser tan dañino como la violencia y la persecución. • El desánimo puede venir desde los enemigos o desde los propios miembros de la iglesia. • Para enfrentar el desánimo debemos vencer tanto la mentira del “Tú puedes” como la del “Nunca podrás”, sabiendo que la única manera de triunfar es dependiendo completamente del poder de Cristo.

Reflexión final

Sin duda el desánimo es un enemigo muy peligroso, y a menudo invisible, que ha cobrado muchas víctimas en la Iglesia. Pero aparte de los ejemplos de los milagros que ya mencionamos, hay otro caso muy claro: Pedro –como todo ser humano- nunca pudo caminar sobre el mar, pero cuando Cristo se lo ordenó, él se aventuró y pudo dar algunos pasos.

¿Por qué se comenzó a hundir? Porque sacó la vista de Cristo, probablemente porque cayó en la mentira del “Tú puedes”. Luego comenzó a ver las fuertes olas y pasó rápidamente a la mentira del “Tú nunca podrás”. Se olvidó que dependía de Cristo, que él nunca había siquiera dado un paso sobre el mar, y que si pudo hacerlo al menos por un momento no fue por sí mismo, sino por el poder de Cristo. Por eso, cuando lo rescató, Cristo lo reprendió diciendo “¡Hombre de poca fe!”. De eso se trata, ¡De fe!

Pero Cristo mismo debió enfrentar estas mentiras. Por un lado el diablo lo tentó con el “Tú puedes”, cuando lo invitó a lanzarse desde el pináculo del templo, o a convertir las piedras en pan. Por supuesto Jesús es Todopoderoso, y desde luego que Él podía hacer estas cosas, pero la tentación fue a desobedecer a su Padre y desenfocarse de su propósito al hacerse hombre. Luego fue tentado con el “Nunca podrás”, cuando se angustió en extremo en Getsemaní, y luego cuando colgaba de la cruz, y la gente le decía: «sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mt. 27:40).

Él fue tentado en todas estas cosas, pero venció siempre, para poder ayudarnos en nuestra debilidad. La invitación ante el desánimo, entonces, es reconocer nuestra debilidad e incapacidad, pero reconocer acto seguido que Dios es Todopoderoso y que nos ha concedido todas las cosas en su Hijo, sabiendo que, como dijo el Apóstol Pablo, su poder se perfecciona en la debilidad. En Cristo, cuando somos débiles, entonces somos fuertes. Mientras más fuerte te creas, menos fruto llevarás. Mientras más incapaz y desvalido te reconozcas delante de Cristo, más lugar darás a su poder para que obre en ti. ¡Sí, somos débiles, pero Él es Todopoderoso!