Por Álex Figueroa

«Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee». (Mt. 5:13, NVI).

Texto base: Esdras cap. 9.

El domingo pasado vimos algunos principios para el servicio cristiano expuestos en Esdras cap. 8. Estos principios eran: (i) Debemos hacer solo aquello que Dios nos ha autorizado a hacer, (ii) Debemos servir con devoción y quebrantamiento, (iii) Debemos servir consagrados, y (iv) Debemos servir reconociendo nuestra necesidad y dependencia de la gracia de Dios.

Hoy nos centraremos en el capítulo 9, en el que Esdras debe enfrentar no la oposición de los enemigos de Dios, ni dificultades con el gobierno de Persia, sino que el pecado flagrante y desvergonzado de su propio pueblo, y la apostasía de sus líderes.

Tristemente, este capítulo 9 parte de la peor manera (vv. 1-2). Lo primero que vemos es que no pasó mucho tiempo desde que el pueblo volvió liderado por Esdras, hasta que ocurriera este terrible hecho. Esto porque el texto parte diciendo «Acabadas estas cosas…». Es decir, poco tiempo después del retorno, y de cumplidas las órdenes del rey Artajerjes, ocurrió lo que se infirmó a Esdras, es decir, el pueblo, los sacerdotes y los levitas habían incurrido en tres cosas: (i) Habían tomado para sí mujeres extranjeras, mezclando el linaje santo con los pueblos de las tierras, (ii) no se habían separado de los pueblos de la región, y (iii) hacían conforme a las abominaciones de estos pueblos.

Ahora, podemos identificar algunas características de esta caída:

I. Un liderazgo que guía hacia el mal

Todo lo anterior ocurrió con una terrible agravante: los sacerdotes y levitas estaban involucrados. Es decir, quienes estaban encargados de representar al pueblo ante Dios, de realizar los sacrificios para expiar los pecados del pueblo, y quienes debían encargarse del funcionamiento del templo, de la consagración y la santificación de los utensilios y quienes debían enseñar la ley al pueblo, siendo ejemplos de santidad y pureza; ellos, digo, habían incurrido en este pecado abierto y flagrante, tal como el resto del pueblo.

Además, el texto nos dice que «… la mano de los príncipes y de los gobernadores ha sido la primera en cometer este pecado» (v. 2). Con esto, vemos que todo estaba al revés. Quienes debían guiar al pueblo hacia el Señor, habían sido los primeros en el camino a la destrucción. En otro tiempo, los jefes de las casas paternas habían liderado al pueblo en su retorno a Jerusalén, para reconstruir el templo y la ciudad. Ahora, iban delante de ellos hacia el abismo, hacia la destrucción y la ruina que siguen al pecado.

Varias décadas antes de estas cosas, la razón por la cual en Esdras cap. 4 los judíos rechazaron trabajar junto a quienes vivían en esa región, fue precisamente que ellos habían desobedecido al Señor, mezclándose con los habitantes de la zona y con los colonos que los reyes asirios habían enviado a ese lugar, con lo que adoptaron sus costumbres y sus ritos paganos. Fue por eso que los judíos vieron que quienes llegaron a ofrecerles ayuda, a pesar de identificarse como siervos del Señor, eran en realidad impostores. Era esa “mezcla”, esa identificación con los pueblos de la región lo que los había hecho no aptos para servir junto al verdadero pueblo de Dios.

Sin embargo, este remanente que había vuelto a Jerusalén para reconstruir el templo y la ciudad, que había sido perseguido por servir al Señor, que había soportado difamaciones, sobornos, amenazas y violencia en su contra por trabajar en la obra de Dios, que había sabido rechazar a los falsos obreros quienes decían servir a Jehová pero en realidad se habían mezclado con los paganos; este remanente que había sido exhortado a volver a la obra por los profetas Hageo y Zacarías; al paso de unas generaciones se volvió a los mismos pecados que antes habían provocado a ira al Señor, quien los había castigado con el exilio y la persecución.

En otras palabras, este pueblo, que había visto las consecuencias del pecado, que había sufrido el castigo por su rebelión, y que había sido perdonado y restaurado por el Señor desde esa condición miserable, ahora volvía a ensuciarse con las mismas rebeliones de sus padres.

Ellos sabían que el Señor los había perdonado, vieron que había despertado el corazón de Ciro y luego el de Artajerjes para hacerles bien con decretos extremadamente favorables para ellos, supieron del cuidado y la provisión del Señor para su pueblo mientras retornaban a su amada ciudad, y pudieron apreciar la mano misericordiosa de Jehová hacia su nación, a pesar de toda su rebelión.

Sin embargo, luego de dos o tres generaciones, todo esto se fue al tacho de la basura, el pueblo judío volvía a foja cero, tropezando con la misma piedra que sus antepasados. Tanto así que Esdras 10:18, nos dice que incluso los hijos y sobrinos de Jesúa, sumo sacerdote, estaban dentro de los que habían tomado mujeres extranjeras como esposas. ¡Sí, los hijos y sobrinos de Jesúa!

II. Tendencia natural a caer en los mismos pecados

Pero, ¿Qué ocurrió? A todos nos hubiese gustado que el libro de Esdras terminara en el cap. 8, con todo funcionando en orden, con los sacerdotes y levitas consagrados, y con los sacrificios realizándose tal como la ley lo demandaba. Este capítulo 9 parece sacado de otro libro, es algo inesperado, algo absolutamente indeseable de escuchar. Sin embargo, sucedió.

En las Escrituras podemos ver que desde el tiempo de los jueces, los varones israelitas se habían casado con mujeres paganas, adoptando sus prácticas religiosas: «Los israelitas vivían entre cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos. 6 Se casaron con las hijas de esos pueblos, y a sus propias hijas las casaron con ellos y adoraron a sus dioses. 7 Los israelitas hicieron lo que ofende al Señor; se olvidaron del Señor su Dios, y adoraron a las imágenes de Baal y de Aserá» (Jue. 3:5-7).

Aun Salomón, el gran rey de Israel, cayó en este pecado:

«Ahora bien, además de casarse con la hija del faraón, el rey Salomón tuvo amoríos con muchas mujeres moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas, todas ellas mujeres extranjeras, 2 que procedían de naciones de las cuales el Señor había dicho a los israelitas: «No se unan a ellas, ni ellas a ustedes, porque de seguro les desviarán el *corazón para que sigan a otros dioses.» Con tales mujeres se unió Salomón y tuvo amoríos. 3 Tuvo setecientas esposas que eran princesas, y trescientas concubinas; todas estas mujeres hicieron que se pervirtiera su corazón. 4 En efecto, cuando Salomón llegó a viejo, sus mujeres le pervirtieron el corazón de modo que él siguió a otros dioses, y no siempre fue fiel al Señor su Dios como lo había sido su padre David. 5 Por el contrario, Salomón siguió a *Astarté, diosa de los sidonios, y a Moloc, el detestable dios de los amonitas. 6 Así que Salomón hizo lo que ofende al Señor y no permaneció fiel a él como su padre David.7 Fue en esa época cuando, en una montaña al este de Jerusalén, Salomón edificó un *altar pagano para Quemós, el detestable dios de Moab, y otro para Moloc, el despreciable dios de los amonitas. 8 Lo mismo hizo en favor de sus mujeres extranjeras, para que éstas pudieran quemar incienso y ofrecer sacrificios a sus dioses» (1 Re. 11:1-8).

Todo esto ocurrió a pesar de que esta práctica estaba prohibida por la Ley de Dios:

«3 Tampoco te unirás en matrimonio con ninguna de esas naciones; no darás tus hijas a sus hijos ni tomarás sus hijas para tus hijos, 4 porque ellas los apartarán del Señor y los harán servir a otros dioses. Entonces la ira del Señor se encenderá contra ti y te destruirá de inmediato» (Dt. 7:3-4).

Ahora bien, muchos pueden estar preocupados pensando que la Biblia es racista. Sin embargo, el asunto tenía que ver con que el pueblo de Israel era un pueblo santo para Dios, y el mezclarse con los pueblos de la región haría que comenzaran a adoptar su idolatría, sus ritos y costumbres que contradecían las Escrituras y que habían provocado a ira al Señor. En otras palabras, la oposición a los matrimonios mixtos no era un prejuicio racial, ya que los judíos y los no judíos de esta área compartían el mismo trasfondo racial, ya que todos pertenecían al grupo semita.

En suma, las razones eran estrictamente espirituales. Si se fijan, en los ejemplos bíblicos anteriores en los que ocurrió lo mismo, el casarse con extranjeros siempre estuvo ligado a la decadencia espiritual y la idolatría. El que se casara con un pagano se veía inclinado a adoptar las creencias y prácticas paganas de esa persona. Si los israelitas fueron tan insensibles para desobedecer a Dios en algo tan importante como el matrimonio, no podían ser lo suficientemente fuertes para permanecer firmes ante la idolatría de sus cónyuges.

El Nuevo Testamento dice a los creyentes «… no os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (II Co 6:14). Tales matrimonios no pueden tener unidad en el asunto más importante de la vida: el compromiso y la obediencia a Dios. Debido a que el matrimonio consiste en la unión de dos personas en una sola, la fe puede llegar a ser un asunto crucial, y un cónyuge probablemente tendrá que comprometer sus creencias para el bienestar de la unidad.

¿Cuántas veces hemos visto creyentes que comenzaron con mucho entusiasmo su carrera espiritual, y que luego de unirse a una persona no creyente se apartaron definitivamente? Personalmente he visto muchos que habían comenzado a venir a la iglesia y a interesarse por la Palabra de Dios, pero un enamoramiento repentino de una persona incrédula los alejó de la fe. Mucha gente no presta atención a este problema, sólo para lamentarse después. Por eso no debes permitir que la emoción o la pasión te cieguen ante la máxima importancia de casarse con alguien con quien no puedas estar unido espiritualmente.

Como buenos sacerdotes y levitas, quienes tomaron a mujeres extranjeras como esposas conocían bien estas advertencias. Sin embargo, no les importó desobedecer a Dios y repetir el mismo pecado. De hecho, una generación después, en tiempos de Nehemías, volvieron a caer en lo mismo.

Y ¿Cómo se explica esto? A decir verdad, aunque este episodio parece sorprendente, en realidad no lo es tanto. Esto porque como seres caídos, es decir, como seres que viven bajo la realidad del pecado, tenemos una tendencia a caer en los mismos pecados una y otra vez, y a repetir los mismos errores del pasado, no solo nuestros, sino de quienes nos han precedido. Esto es una inclinación natural, no tenemos que hacer esfuerzo alguno para que esto sea así.

Es más, el profeta Zacarías había profetizado sobre esto algunas décadas antes de estos acontecimientos, como predicamos hace varios domingos atrás. Él llamó al pueblo a no cometer los mismos errores de sus padres, pues ya estaban recorriendo el mismo camino hacia la ruina.

Por algo la Escritura afirma: «El perro vuelve a su vómito», y «la puerca lavada, a revolcarse en el lodo» (II P. 2:22, NVI). Aun cuando sabemos que el vómito es asqueroso y repugnante, y que el lodo es sucio y que nos mancha; volvemos a ellos y hacemos lo malo, incluso deseando hacer lo bueno. Con razón Pablo exclamaba, «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Ro. 7:24).

El mismo Pablo en I Corintios cap. 10 nos habla de la necesidad de no confiarse y de estar alertas, porque podemos cometer los mismos errores de quienes nos precedieron en la fe. Allí afirma: «Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo» (10:1-4).

¿Qué quiere decir con esto? Pablo los quiere hacer meditar, pensar. Les está diciendo: 'fíjense, eran iguales a uds.'. Estuvieron bajo la nube y pasaron el mar, es decir, salieron de alguna forma del mundo queriendo seguir a Dios. Además, fueron bautizados, y comieron de la misma comida y bebieron de la misma bebida, simbolizando todo esto al cuerpo y la sangre de Cristo. Esto nos recuerda un poco lo que dice Hebreos, refiriéndose a aquellos «que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron...» (He. 6:4-6).

En esos dos últimos pasajes está apuntando a quienes se han congregado junto con los hermanos, siendo así partícipes del Espíritu y alimentados con la Palabra, ''gustando' del don Celestial, pareciendo servir a Dios como todo el resto de los hermanos. Pero, ¿A qué nos quiere llevar Pablo? Nos está diciendo que podemos caer igual que ellos lo hicieron, porque participamos de las mismas cosas de las que ellos participaron, y aun así cayeron. Podemos deslizarnos por barrancos resbalosos, si no atendemos a las señales del camino.

Pero ¿Cuáles son esas señales del camino? Aquello que ya se escribió, que ahora sirve como ejemplo, y están escritas para amonestación de los creyentes de los últimos siglos. Estas señales del camino nos indican que hay muerte y destrucción en la idolatría, fornicación, murmuración y en tentar al Señor. Dios las sigue aborreciendo y abominando tanto como antes lo hizo, aunque ahora no veamos a personas arder por este hecho.

Es preciso estar atentos a estas señales, escudriñando las Escrituras para descubrirlas. La Palabra nos dice: «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol» (Ec. 1:9). Muchos fueron puestos por escarmiento por Dios, para advertir a sus hijos sobre los peligros del pecado. La gran mayoría de quienes fueron destruidos, eran contados dentro del pueblo de Dios, y disfrutaron de las mismas bendiciones de todo el resto del pueblo.

Por ello afirma después: «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga» (I Co. 10:11-12).

En otras Palabras, Pablo nos está diciendo: '¿Viste lo que les ocurrió? ¿Qué te hace pensar que no te podría ocurrir a ti? Ten cuidado para que no termines como ellos'.

III. Un pecado público que evidencia un proceso de decadencia anterior

Ahora, volviendo al texto, el que los príncipes y gobernadores, así como los sacerdotes y levitas hayan caído, revela que su corazón estaba apartado del Señor hace un tiempo, y que venían experimentando una decadencia continua que finalmente los llevó a pecar de una manera tan grosera y flagrante. ¿Es que acaso no sabían que debían apartarse de las mujeres extranjeras? Por supuesto que sí, el problema es que no había temor de Dios en ellos, y simplemente no les importó entregarse a sus propios deseos y satisfacer su maldad, delante del Señor que escudriña hasta lo profundo del corazón.

Como reza el dicho, ningún hombre se vuelve vil de repente. Para llegar a este punto, el pecado se ha de haber estado cocinando a fuego lento en el corazón de estos hombres, hasta que su hervor se manifestó plenamente en este episodio tan terrible.

Así ocurre con nosotros. Cede al pecado un milímetro, y se tomará un kilómetro. Abre solo una rendija de la puerta, y hará un socavón en tus muros, barriendo con todo a su paso. Acepta jugar con él solo un momento, y terminarás con pesadas bolas de acero encadenadas a tus pies, y con tus manos esposadas. Con cada pequeño 'pecadillo' que te permites, aunque sea solo una imaginación ilícita en tu pensamiento, estás dando pasos agigantados hacia la destrucción.

Es muy probable que esta decadencia en sus corazones se hubiera producido ya mientras se encontraban aún en Babilonia. Y es que el contacto con una sociedad pecaminosa, querámoslo o no, genera corrupción en nosotros. Basta ver el caso de Lot, quien logró a duras penas salir de Sodoma, para luego cometer un pecado que quizá a algunos sodomitas los hubiese sonrojado de vergüenza, es decir, el acostarse con sus propias hijas mientras estaba borracho.

¿Somos nosotros mejores que Lot? ¿Seremos mejores que los judíos que tomaron para sí mujeres extranjeras? ¿Estaremos libres de caer en lo que ellos cayeron? ¿Cómo nos habrá afectado el ver tanta perversión en las calles, en las películas, en las canciones, en la televisión? Piensa, ¿En qué medida te has acostumbrado al pecado? Toda aquella información en tu mente de tus pecados pasados, lo que has visto, lo que has oído, lo que has hecho, lo que has visto a otros hacer, ¿Ha hecho que el pecado no te parezca en realidad tan malo? Repito la pregunta, ¿Seremos acaso mejores que este grupo de judíos? Las palabras de Pablo vuelven a resonar con fuerza: «… el que piensa estar firme, mire que no caiga».

Todos los cristianos llevamos marcas y cicatrices en nuestro pensamiento por haber nacido y crecido en una cultura que está bajo el maligno. El conocer las Escrituras y meditar en ellas nos hará conscientes de esas marcas y cicatrices, y permitirá que el tejido de nuestra mente se vaya regenerando por la Palabra de Vida. Nos hacemos mucho daño si simplemente asumimos que la forma de pensar que tenemos está de acuerdo a las Escrituras. Este daño se extenderá a nuestra familia, nuestra iglesia y nuestra sociedad. Nuestra mente está inclinada al mal, necesitamos que las Escrituras enderecen nuestros pensamientos.

IV. El costo de no enseñar el Evangelio a la siguiente generación

Por otra parte, no podemos dejar de referirnos al hecho de que solo unas generaciones después del glorioso retorno a Jerusalén, se haya incurrido en un pecado tan tremendo y tan evidente. ¿Qué pasó entre la generación que volvió tan piadosamente y aquella que cayó tan estrepitosamente?

Frecuentemente vemos que luego de algunos eventos considerados “avivamientos”, luego viene un período de acostumbramiento, posteriormente uno de apatía, y luego la caída. En un tiempo una iglesia puede haber estado llena de personas que querían servir al Señor y se desvivieron por su gloria. Luego estos creyentes tuvieron hijos, quienes crecieron y se hicieron cargo de la congregación. Luego vinieron sus nietos y para ese entonces el fervor ya se había apagado, y la doctrina podía haberse desviado tanto del punto inicial que ya parece otra iglesia.

Una de las cosas que debe llamarnos la atención es que incluso los hijos y sobrinos de Jesúa se contaron entre los que cayeron. De esto debemos aprender que no podemos dormirnos. No podemos confiarnos, debemos preocuparnos celosamente de predicar el Evangelio a las generaciones que nos siguen.

Como decía el pastor Sugel Michelén, no podemos dar por sentado el Evangelio. No podemos simplemente asumir que el Evangelio les llegará por osmosis a nuestros hijos, que simplemente por ‘estar’ en la iglesia, por participar de este ambiente, les llegará el Evangelio como si se tratara de un resfriado. No, no es así. Debemos ocuparnos activa y conscientemente de presentar el Evangelio a nuestros niños y jóvenes, de ser ejemplos para ellos, de ser referentes en la fe de los cuales puedan aprender.

El costo de no hacerlo es muy alto: el trabajo espiritual de décadas puede irse a la basura en tan solo una o dos generaciones. Una obra que comenzó andando en la verdad puede terminar sirviendo a la mentira. Una congregación que partió siendo una lumbrera para el mundo, puede terminar en la más densa oscuridad, inconfundible de las tinieblas que caracterizan a la cultura y la sociedad en la que está inserta.

Enlos dos versículos analizados tenemos, entonces, la crónica de una caída anunciada. Tenemos el diagnóstico y las características de una caída que se veía venir, y que nos deja muchas lecciones que aprender, sabiendo que en nosotros está la materia prima para cometer los mismos pecados que ellos, y que ya se nos ha advertido que debemos tener en cuenta lo que les ocurrió, para no tropezar con la misma piedra.

Conclusiones

• El estar en una posición de liderazgo no garantiza nuestra firmeza espiritual. • Nuestra tendencia natural es a repetir los errores y pecados del pasado, aun cuando hayamos visto sus nefastas consecuencias. • No podemos confiarnos en que participamos junto a otros creyentes de las bendiciones de la iglesia, porque muchos participaron de estas bendiciones y se terminaron apartando de la fe. • Debemos tener cuidado, ya que el estar en medio de una sociedad y una cultura llena de pecado, termina corrompiendo nuestros sentidos y haciéndonos insensibles a la maldad. • No somos mejores que aquellos que cayeron, por lo que debemos aprender las lecciones de la Escritura y estar alertas. • Las uniones mixtas entre creyentes e incrédulos hacen que los cristianos asuman prácticas y creencias de quienes no creen, y se terminen desviando de la fe. • Antes de un pecado público y evidente, hay un proceso de decadencia en el corazón. • No podemos dar por sentado el Evangelio, sino que debemos preocuparnos celosamente de predicar el Evangelio a la siguiente generación.

Reflexión final

El pueblo de Dios está llamado a ser santo, como el Señor es Santo. Está llamado a reflejar su carácter, su santidad, su pureza, a ser luz del mundo, a brillar como luminares en medio de una generación corrupta y perversa. En palabras del Apóstol Juan, «Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; 7 pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (I Jn. 1:6-7).

Sin embargo, el pueblo judío no había cumplido con este llamado. Se contaminaron con las costumbres de los pueblos paganos, y hacían según sus abominaciones. Ya no eran luz, sino que se habían confundido con las tinieblas hasta no poder distinguirse de ellas. Así, recordamos las Palabras de Cristo: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee» (Mt. 5:13, NVI).

La sal se usaba en la antigüedad para preservar los alimentos de pudrirse, en un tiempo en el que no existía el refrigerador. Es decir, su propiedad característica era preservar, guardar de la corrupción. Como iglesia, estamos llamados a ser santos, reflejando el carácter de Dios e impactando nuestra sociedad para detener el avance de la corrupción, de la podredumbre. No podemos hacer esto si hacemos según sus abominaciones y nos comportamos como uno más de ellos. Debemos marcar una diferencia en todo ámbito, y esa diferencia está dada porque Cristo vive en nosotros, porque somos Templo del Espíritu Santo.

¡Dios vive en nosotros! No vivamos como quienes están muertos, no nos unamos en yugo desigual con quienes aman las tinieblas. Tenemos el deber de ser salados, de preservar de la pudrición a una sociedad perversa, de ser un baluarte de resistencia contra el pecado y la maldad, de brillar predicando la Palabra de Dios, la antorcha encendida en un mundo dominado por la oscuridad y el pecado.

Si esto te es completamente ajeno, si nunca has conocido la luz, si nunca has sido transformado por la Palabra, es tiempo de venir a Cristo. Si crees que ya fuiste salvado por Jesús, pero has caído como los judíos que tomaron para sí mujeres extranjeras, si has deshonrado el Evangelio y a la iglesia, ven a Cristo. «Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto —dice el Señor—. Aunque sus pecados sean como la escarlata, yo los haré tan blancos como la nieve. Aunque sean rojos como el carmesí, yo los haré tan blancos como la lana» (Is. 1:18, NTV).

Es tiempo de despertar y asumir nuestro rol de mostrar al mundo el carácter de Dios. Un Dios que es Uno, que es Santo y que es Amor. Que su gracia nos ampare. Amén.