No seas incrédulo, sino creyente

Domingo 22 de septiembre de 2019 

Texto base: Juan 20:24-29.

Para el momento de estos hechos, ha pasado una semana desde que Cristo resucitó. Una semana en que los doce, las mujeres y los demás discípulos cercanos han podido llenar su corazón de gozo y esperanza, dejando atrás el dolor y la angustia, al ver a Cristo resucitado. Una semana en que ya atesoran este precioso Evangelio en sus corazones, celebrando esa resurrección que divide toda la historia en un antes y un después, y tiene un impacto definitivo en la eternidad.

Todos los discípulos se encontraban disfrutando de esta fiesta en sus corazones, menos uno: Tomás, quien fue el único de los doce que no estuvo en el momento en que Jesús apareció a sus discípulos para confirmar su fe.

Por lo mismo, Jesús aparece nuevamente a sus discípulos, el domingo siguiente al de su resurrección. En este relato, que aparece únicamente en este Evangelio, vemos que nuestro Señor demuestra una gran misericordia y confirma la fe de Tomás; un discípulo que había manifestado una insolente incredulidad, pero que por gracia de Dios termina realizando una de las confesiones de fe en Cristo más significativas de la historia.

     I.        La incredulidad insolente de Tomás

Tomás, cuyo nombre significa ‘gemelo’, es mencionado en los otros Evangelios, pero sólo el de Juan registra algunas de sus intervenciones, con lo cual podemos tener una idea de su persona. Lamentablemente, este discípulo en general es conocido sólo por este episodio, y se le ha llegado a llamar ‘Tomás el dudoso’ o ‘el incrédulo’, un apodo triste tratándose de un discípulo, tanto así que de este pasaje surge el refrán “ver para creer”.

Lo cierto es que se trató de un Apóstol bastante fiel de Jesús, aunque algo pesimista. Siempre tiene miedo de perder a su amado Maestro y muestra algún desaliento, aunque expresa su intención de seguirlo. Por ejemplo, cuando las hermanas de Lázaro mandan a avisar a Jesús que su amigo está gravemente enfermo, los discípulos tratan de convencer al Señor para que no vaya a Judea, pues los judíos querían matarlo. Al ver que Jesús estaba decidido a ir, Tomás dice a sus condiscípulos: “Vamos también nosotros, para que muramos con él” (Jn. 11:16). Su pensamiento es: “Van a matar a Jesús, así que es mejor que no muera solo, todos muramos con Él. Todos vamos a morir”.

Luego, en la última cena, cuando Jesús anunció a sus discípulos que estaba por ascender de este mundo al Padre, Tomás le pregunta: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (Jn. 14:5). En otras palabras, “Señor, queremos seguirte, pero no sabemos cómo ni adónde”, con un sentido de lamento. Así, expresaba su fidelidad, pero sin mucha esperanza. La respuesta de Jesús a esta inquietud terminaría siendo una de las declaraciones más sublimes que Cristo hizo sobre sí mismo (Jn. 14:6).

Es así como Tomás, junto con los otros discípulos, huyó aterrorizado y confundido cuando arrestaron a Jesús, abandonándolo en la hora más oscura. Y el día en que Cristo resucitó, al momento en que los discípulos se encontraban congregados, Tomás se ausentó, perdiéndose así la gran bendición de ver al Cristo resucitado que acudió a confirmar la fe de ellos. Aunque podemos ser restaurados, cuando abandonamos nuestro puesto y dejamos la comunión del Espíritu en medio de nuestros hermanos, perderemos preciosas bendiciones.

A propósito de esto, J.C. Ryle comenta: “Ausentarse de la casa de Dios los domingos sin una buena razón, perderse la Santa Cena cuando es administrada en nuestra congregación, y dejar nuestro lugar vacío cuando los medios de gracia se están llevando a cabo; nunca será una forma para ser un cristiano que crece y prospera. El mismo sermón que nos perdimos innecesariamente, puede contener una palabra preciosa, oportuna para nuestras almas. La misma reunión de oración y alabanza de la que nos ausentamos, puede ser aquella reunión que podría haber guardado, afirmado y despertado nuestros corazones. Sabemos poco sobre cuán dependiente es nuestra salud espiritual de ayudas pequeñas, regulares y habituales, y cuánto sufrimos si nos perdemos nuestra medicina”.

Sin embargo, el Señor transformó este mal en bien, de modo que esa ausencia de Tomás resultó no sólo en una nueva confirmación de la fe de los discípulos y del mismo Tomás, sino también en una nueva evidencia de la resurrección para nosotros.

Ya con el reporte inicial de las mujeres que visitaron la tumba y la encontraron vacía, habría bastado para que Tomás creyera en la resurrección de Jesús. Es más, el mismo Señor les había anunciado en varias ocasiones durante su ministerio terrenal que iba a morir y luego resucitar al tercer día, y en su última enseñanza del aposento alto había reforzado este anuncio. Además, sus condiscípulos le comunicaron que habían visto al Señor, y deben haberlo hecho desbordando alegría, con mucha insistencia. Es más, en toda esa semana no debieron haber hablado de otra cosa que de la resurrección de su Señor y Maestro.

Así, Tomás tenía evidencias más que suficientes para creer, pero se negó a hacerlo. Más bien, exigió nuevas evidencias, y sin ellas se niega rotundamente a creer. Es posible percibir un dejo de envidia hacia los demás discípulos: él quiso tener la misma experiencia que tuvo el resto de los doce (Lc. 24:39). Es muy enfático en demandar evidencia concreta y específica de la resurrección, con una actitud amarga, obstinada e insolente, muy similar a la incredulidad rebelde que pudo observarse en los judíos durante el ministerio de Jesús (4:48). Su corazón está en el extremo opuesto de alegrarse en la resurrección de Cristo por la fe. Está endurecido en incredulidad.

La incredulidad de Tomás no es la de un escéptico moderno, que niega la dimensión espiritual y se limita a creer en lo material, en lo que pueda percibir por los sentidos y probar por causas naturales. No, esa no es su incredulidad. La raíz de su falta de fe es más bien la desilusión, algo como lo que vemos en el Sal. 73:12-13. Podemos casi escuchar a Tomás diciendo: “¿Se dan cuenta? Yo sabía que lo peor iba a pasar. Siempre hay que pensar lo peor, para que cuando eso ocurra, no decaigas hasta destruirte. Yo ya lo sabía”.

Después de que nuestras expectativas sobre lo que el Señor debe ser o hacer se rompen en mil pedazos, una de las reacciones más comunes es endurecernos en una amarga incredulidad. No es que el Señor haya fallado en sus promesas, sino que nosotros fuimos quienes nos forjamos anhelos y deseos sobre el Señor que son ajenos a lo que Él ha dicho realmente en su Palabra. Así, dejamos de ver lo que el Señor sí ha cumplido, perdiendo la oportunidad de gozarnos y celebrar su fidelidad; por aferrarnos a deseos, anhelos y expectativas terrenales que nosotros mismos nos levantamos, y esto no es más que idolatría, pues no estamos buscando al Dios verdadero tal como Él es, sino al Dios que nosotros queremos que exista, hecho a nuestra imagen y semejanza (Cfr. Lc. 24:21-24).

Por eso, cuando converso con alguien que está desilusionado del Señor, le pregunto: “¿Qué fue lo que Dios te prometió y luego no cumplió? ¿En qué te ha fallado?” Para que la persona aprenda a distinguir entre sus deseos personales y lo que Dios efectivamente ha prometido. Dios no es nuestro genio en la botella, sino que es el Señor de todas las cosas, y nosotros sus siervos por misericordia. No se trata de nuestros deseos y expectativas terrenales, sino de su perfecta voluntad.

Tomás y quienes se encuentran en este estado de “incredulidad por desilusión”, demuestran que son sabios en su propia opinión, tienen un exceso de confianza en su visión de las cosas y en su criterio. Aquí vemos a Tomás, un simple discípulo, un vaso de barro, imponiendo condiciones al alfarero para creer en Él. Esto ocurre a los que están de tal forma concentrados en sí mismos, que no dejan lugar a la Palabra.

Y eso es precisamente lo que ocurrió con Tomás: él estaba menospreciando la Palabra. Menospreció las profecías y anuncios de la Escritura, las promesas explícitas que hizo Jesús, y el testimonio fiable de sus condiscípulos y de otros creyentes en Cristo. Él está rechazando el anuncio del Evangelio, para él no es suficiente: quiere ver y sentir, quiere señales. CUIDADO con esta actitud, ya que Cristo puso a la Escritura en el sitial más alto, y antes de revelarse a dos que iban camino a Emaús como el Cristo resucitado, los guio al testimonio de la Escritura que es la Palabra profética más segura, para que lo vieran allí.

Que las desilusiones no te alejen del Señor, sino más bien que te lleven a analizar en qué estás poniendo tu esperanza, y te sirvan para reenfocar tu corazón y elevarlo al Señor en alabanza y oración. Que la desilusión te lleve a los pies de Cristo, para que allí, humillado ante su presencia, te des cuenta de que Él es todo lo que tienes realmente, y todo lo que necesitas, que no hay bien fuera de Él, tanto que puedas decir: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra. 26 Mi carne y mi corazón desfallecen; Mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre. 27 Porque he aquí, los que se alejan de ti perecerán; Tú destruirás a todo aquel que de ti se aparta. 28 Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; He puesto en Jehová el Señor mi esperanza, Para contar todas tus obras” (Sal. 73).

La Escritura nos llama a velar por nuestros hermanos y ver que esta incredulidad no brote en medio nuestro: “Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; 13 antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado […] Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (He. 3:12-13; 12:15).

Esto es responsabilidad de todos nosotros. Seamos guardas de nuestros hermanos, y permitamos que nuestros hermanos nos guarden a nosotros. Si a alguien le desagrada esta supervisión amorosa de unos a otros, esta exhortación y corrección piadosa, lo que está rechazando es las instrucciones de Dios para el funcionamiento saludable del Cuerpo de Cristo. Uno de los propósitos principales que la Escritura describe para congregarnos es este ánimo y exhortación mutua. Dimensionemos la importancia de esto.

Tomás se mantuvo durante una semana en este suspenso de su incredulidad amarga, mientras los demás se gozaban con todo su ser en la resurrección de Cristo. Pero esta insolencia de Tomás pondría el telón negro de fondo para que brillara aún más el diamante de la gracia de Dios.

    II.        La increíble misericordia de nuestro Salvador

Y es así porque es difícil pensar en una actitud más irrespetuosa y provocadora que la de Tomás, pero también es imposible imaginar una actitud más paciente y compasiva que el trato que Jesús le dio en respuesta. “El Espíritu Santo se ha ocupado de dar abundante evidencia de que Jesús es rico en paciencia y compasión, y que Él soporta las debilidades de su pueblo” J.C. Ryle.

Es así como Jesús vino y se puso nuevamente de pie en medio de ellos, en lo que parece una repetición exacta de su primera aparición, ingresando de manera sobrenatural a ese cuarto cerrado. Una vez más, las primeras palabras que les dirige no son reproches, ni recriminaciones, ni acusaciones: lo primero que les dice es “Paz a vosotros (v. 26). Aunque se trata de una forma tradicional de saludar entre los judíos (“Shalom Aleijem”), ahora cobraba un nuevo sentido, ya que esa paz es la que Él les había prometido en su enseñanza la noche previa a su crucifixión, y es la paz que Él había comprado para ellos a través de su sacrificio, y que ahora podía derramar sobre ellos como un regalo. Esa paz permite a Tomás estar delante de Cristo sin ser fulminado en el acto por su insolencia, y que en lugar de eso él sea ahora confirmado en su fe.

Jesús, entonces, esperó hasta el domingo siguiente, es decir, ocho días después según la contabilidad judía (que incluye en la cuenta el día presente). Es ampliamente aceptado que con esto, nuestro Señor establece un patrón de aparecer en comunión con sus discípulos el domingo, motivando así a los suyos a congregarse el mismo día en que Él resucitó. Por eso luego el domingo sería llamado por Juan “el día del Señor” (Ap. 1:10), y esta forma de nombrar el primer día de la semana se puede observar en toda la iglesia desde sus primeros años. De hecho, la venida del Espíritu en Pentecostés ocurriría también en domingo.

Y lo que hace Jesús es impresionante (v. 27): dio la oportunidad a Tomás de recibir toda la evidencia que exigió, una por una, con lo que revela también su omnisciencia, ya que sin estar presente en la conversación de los discípulos; conoció en detalle lo que ellos conversaron: Tomás exigió: “si no viere en sus manos la señal de los clavos”, y a eso Jesús respondió: “mira mis manos”. Tomás requirió: “[si no] metiere mi dedo en el lugar de los clavos”, y Jesús le dijo: “pon aquí tu dedo”. Tomás demandó: “[si no] metiere mi mano en su costado”, y Jesús lo invitó diciendo: “acerca tu mano, y métela en mi costado”; y cerró todo esto diciendo: “no seas incrédulo, sino creyente”.

Tomás merecía ser expulsado de entre los discípulos por su tremenda insolencia, pero en lugar de eso, recibió paciencia, compasión, y finalmente se le dio la misma evidencia que a los discípulos que se encontraban congregados el día de la resurrección, una semana antes. Piensa en la misericordia que el Señor ha tenido contigo: Esta misma semana, ¿Cuántas veces has dudado de Él y de sus promesas? ¿Cuántas veces has actuado como si no hubiera Dios, o como si Cristo no fuera tu Señor y Salvador? ¿Cuántas veces has dejado que el engaño del pecado te seduzca, llevándote a dejar de confiar en Cristo? Sin embargo, ¿Te puedes dar cuenta de cómo te ha guardado el Señor? Si estás aquí, es porque Él te sigue preservando, y te da la oportunidad de escuchar su Palabra para guardar tu corazón, te permite cantar y orar con tus hermanos para animar tu alma y fortalecer tu fe. No olvides ninguno de sus beneficios, y recuerda que Él ha dicho que no se dormirá el que te guarda (Sal. 121:3).

Vemos a Jesús aquí no como un capataz cruel con un látigo en su mano, pronto a molernos a azotes apenas vea el más mínimo error, sino como ese Pastor tierno, guiándonos con paciencia a caminar aún cuando nuestros pasos de fe sean débiles, vacilantes y torpes. Allí donde ve verdadera fe, alienta a sus discípulos, los motiva y estimula para crecer y fortalecerse en esa fe. Podemos ver a una pequeña ovejita con sus patas temblando, apenas se nota que va avanzando, apenas afirma sus patitas en tierra, pero el Buen Pastor la empuja tiernamente hacia adelante, haciendo lo necesario con paciencia para que sus pasos se afirmen. Allí donde ve una chispa de fe en nosotros, la sopla con constancia para que se vaya transformando en una llama que arde y nos inflama por completo.

Lo visto aquí también nos muestra que la incredulidad no se debe a falta de evidencia. Los judíos estuvieron expuestos a muchas señales extraordinarias, nunca vistas, que indudablemente evidenciaban que Jesús había venido de lo alto. Sin embargo, la mayoría de ellos permaneció en porfiada incredulidad, e incluso ante la resurrección de Lázaro la reacción de los líderes al conocer los testimonios fieles de ese hecho fue querer matar a Cristo y a Lázaro, cuando deberían haberse rendido a los pies de Jesús. Por eso, la incredulidad no es un problema sólo intelectual, sino espiritual, pues es fruto del pecado: “no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Jn. 5:40).

¿Y por qué Jesús, además de dar las pruebas, agrega esta exhortación a dejar la incredulidad y ser creyente? Porque la sola prueba material de la resurrección no era suficiente. Tomás debía rendir su corazón a Cristo, recibir al Cristo resucitado por la fe.

No basta con ver con ojos físicos, debe haber un corazón transformado por la obra del Espíritu para que exista la fe verdadera, aquella que salva. Por eso Fil. 1:29 nos dice que la fe es algo que Dios concede a sus hijos. Sólo el poder sobrenatural del Espíritu puede hacer que un corazón que está bajo el pecado pueda manifestar una fe verdadera y viva en Cristo. Entonces, no se trata de ‘ver para creer’, sino de ‘creer para ver’. Sólo contemplando a Cristo resucitado por la fe es que podemos ver con claridad todo lo demás, ya que Él es la luz del mundo y alumbra todo para nosotros.

   III.        La fe bienaventurada

Ante esto, Tomás no pudo hacer otra cosa que caer rendido a los pies de Cristo. Lo que produjo este efecto en él no fue sólo la evidencia que pudo apreciar en el cuerpo de Jesús, sino también el darse cuenta de lo hondo y abominable de su pecado, pero aún más allá, que la misericordia y la gracia de Dios eran todavía más profundas y abundantes que su pecado y rebelión.

Esto también nos muestra la reacción adecuada ante el amor del Jesús resucitado: una confesión de fe que lo reconoce como Señor y Dios. No como un simple maestro de ética, ni como un ángel o ser celestial, ni como un simple ser humano de bondad conmovedora, sino como el Dios Eterno e Inmortal que se hizo hombre y habitó entre nosotros, que murió en la cruz, pero también resucitó, venciendo al sepulcro para nuestra salvación. Era ese Señor y Dios el que estaba presente físicamente en esa habitación con ellos.

No se puede negar que en su confesión se mezcló la fe con una gran vergüenza, y que en sus palabras estaba condenando su propia necedad, como habiendo despertado de un sueño. La fe no estaba del todo extinta en él, pero estaba asfixiada por la amargura y la desilusión. Vemos algo parecido en David, cuando su fe también había sido asfixiada, pero en ese caso por la perversión del adulterio y el homicidio. Cuando fue exhortado por el profeta Natán, no pudo decir otra cosa que: “Pequé contra Jehová” (2 S. 12:13), como despertando de repente de un aturdimiento de pecado.

Pasa también con quienes caen a tal nivel de necedad, que pueden llegar a pasar por estaciones en su vida en que actúan como si hubieran renunciado a la fe, o viven por momentos como quienes no conocen a Dios. Si son hijos de Dios, es Él quien los preserva de alejarse definitivamente, es Él quien mantiene y aviva la chispa de su fe por medio del Espíritu, y hay un momento en que, como el hijo pródigo, “vuelven en sí”, y regresan en arrepentimiento, confesando sus pecados en fe.

Es así, entonces, como Tomás vuelve a los pies de Jesús, haciendo esta confesión de fe personal, “¡Señor mío, y Dios mío!”, se apropia de Cristo por la fe, es ‘su’ Señor y ‘su’ Dios. Su alma fue traspasada por el Evangelio, ahora todo se veía claro y cada pieza caía en su lugar. Y estas dos formas en que se refiere a Cristo necesariamente van de la mano. No podemos llamarle Dios en todo el sentido de la palabra sin ver su señorío, ni podemos de verdad llamarle Señor sin ver claramente su divinidad.

El que poco antes estaba tratando de ‘señorear sobre el señor’ (poniéndole condiciones que debía cumplir), se ha vuelto sumiso. Tomás ya no quiere mandar. En Jesús reconoce a su soberano, sí incluso a su Dios” W. Hendriksen.

Esta confesión de fe de Tomás se une a otras muy significativas en este Evangelio: “Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Jn. 6:69); “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Jn. 11:27). Estas, junto con la de Tomás, son confesiones de fe que todo aquél que se diga cristiano sea cual sea el tiempo y el lugar en que viva, debe hacer desde lo más profundo de su corazón. Ruega para que desde tu corazón nazca de manera viva y verdadera también esta confesión de fe en Jesús.

Hoy, algunos extraviados dicen que Jesús nunca afirmó ser Dios. Aquí tenemos una de las declaraciones más claras de su divinidad, y Él no rechazó esta honra. Dar una honra así a alguien que no es Dios no es otra cosa que idolatría, y de acuerdo con la ley de Moisés tal persona debía morir sin apelación posible. En la Escritura hay registros de ángeles que recibieron esta honra, pero la rechazaron por esa misma razón (P. ej. Hch. 10:26). Pero Cristo no la rechazó, sino que motivó esta fe en Él, lo que nos habla nuevamente de su divinidad.

En cuanto a Tomás, vemos que su incredulidad fue pecado, y como tal, tuvo consecuencias. Aunque los discípulos de Cristo hemos creído en Él, podemos pasar por períodos de dudas, tentaciones, luchas y, por momentos, podemos ceder a la incredulidad (recordar el “castillo de la desesperación” en la obra de Bunyan). Aunque seamos restaurados de esto (¡y gloria a Dios por eso!), la incredulidad nos hace perder grandes bendiciones. En el caso de Tomás, perdió el agregar bienaventuranza a su fe.

Sí, porque “la fe que proviene del ver es buena; pero la fe que procede del oír es todavía más excelente” (W. Hendriksen). “La fe tiene su propia vista, pero una que no limita su visión al mundo y las cosas terrenales… depende de la boca de Dios y, confiando en su Palabra, se eleva por sobre el mundo entero, para fijar su ancla en el Cielo… la fe no es del tipo correcto, a menos que esté fundada en la Palabra de Dios” (J. Calvino).

Las palabras de Jesús a Tomás aquí no son un reproche, sino una declaración que confirma su fe, y prepara el camino para la bienaventuranza que expresa a continuación, y que nos bendice aquí y ahora: “bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (v. 29). La palabra “bienaventurados” (gr. ‘makarios’) no sólo considera dichosos a quienes reúnen las condiciones, sino también aceptados por Dios.

Tomás debía de igual forma ver al Cristo resucitado físicamente porque debía ser testigo de esta resurrección en su calidad de Apóstol de Cristo. En la Escritura ese testimonio es muy importante (P. ej. Jn. 17:20; 1 Jn. 1:1-4).

Nosotros somos quienes no pudimos tener esta experiencia visual de Tomás, pero que, en parte por conocer esta experiencia y el testimonio de Tomás, podemos venir a la misma fe que tuvo él, y al ver a Cristo resucitado por medio de la fe, podemos decir: “Señor mío, y Dios mío”. Es la visión del Cristo resucitado por la fe, en el poder del Espíritu, la que nos transforma por completo. Fue esa visión espiritual, y no meramente la física, la que transformó completamente a los doce y luego al Apóstol Pablo mientras iba camino a Damasco.

Sí, la visión de Cristo por la fe es la definitiva y fundamental, y por eso es que la Escritura dice: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6); y también “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:18). Estas preciosas verdades se pueden decir tanto de los apóstoles testigos de la resurrección como de quienes creímos por la palabra de ellos, ya que ambos grupos vinimos a Cristo por la fe.

Quizá piensas que sería tan distinto si pudieras ver físicamente a Cristo, e imaginas que tu fe sería mucho más fortalecida por eso. Pero el mismo Señor Jesús está diciendo que tu fe y la mía es más bienaventurada, porque sin haber visto, creímos. Esa fe demuestra con mucha mayor fuerza la obra del Espíritu en un corazón pecador, porque pese a que los ojos físicos no han visto, el corazón sí tiene la certeza y la esperanza firme puesta en Cristo, y eso no puede ser otra cosa que un milagro obrado por Dios en nosotros.

Esta visión del Cristo resucitado fue la que llevó a este Tomás, insolente e incrédulo, a predicar el Evangelio en el terreno hostil de la India, y finalmente morir atravesado por una lanza debido a su testimonio de Cristo. Lo único que puede transformar también tu vida de gloria en gloria, es la visión de este Cristo glorioso, el ser alumbrado por su gloria y conmovido por su amor.

¿Qué te detiene de venir a Cristo? ¿Qué te estorba aún para entregar por completo tu vida a Él? ¿Qué podría ser más alto y más sublime que vivir completamente para este precioso Salvador?

Que, pese a tus luchas, tus debilidades y tus caídas, puedas poner los ojos de tu alma en Cristo por medio de esa fe que Él mismo llamó bienaventurada, y te conmuevas por el amor de este precioso Salvador que murió y resucitó por ti, y ahora te guía y te cuida con paciencia cada día: “no seas incrédulo, sino creyente… bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.