María Magdalena: de endemoniada a evangelista

Domingo 11 de agosto de 2019 

Texto base: Juan 20:11-18.

Luego del terrible Calvario y el silencio del sepulcro, el amanecer del primer día de la semana marca también el amanecer espiritual de los discípulos de Cristo, el principio de la nueva creación y la redención de todas las cosas, el nacimiento de una fe y una esperanza que no se destruye ni perece.

Por su parte, María Magdalena, ignorando lo que había ocurrido esa gloriosa mañana del primer día de la semana, se encontraba llorando fuera del sepulcro vacío, pero su llanto se convertiría en alegría, y la noticia de la resurrección estaba por transformar su vida por completo.

     I.        El luto de María Magdalena

María Magdalena es una de las varías ‘Marías’ que mencionan los autores de los 4 Evangelios en sus relatos. Su nombre es una adaptación del hebreo Miriam, y “Magdalena” significa que era de la localidad de Magdala, ubicada en Galilea.

Su primera aparición es en Lc. 8:1-3, donde se relata que luego de que Jesús la liberó de siete demonios, ella formaba parte de un grupo de mujeres que habían sido sanadas, que eran discípulas de Jesús y le servían con sus bienes. Junto con algunas mujeres de este grupo, ella acompañaba a Jesús por todas las ciudades y aldeas, donde Él y sus doce predicaban y anunciaban el evangelio del reino de Dios. Popularmente se le identifica con “la mujer pecadora” de Lc. 7:36-50, pero no hay base bíblica para esto.

Luego de esto, aparece en todos los relatos de la crucifixión, ya que había seguido a Jesús desde Galilea en su tránsito al Calvario (Mt. 27:55). Junto con María la madre de Jesús y otras mujeres estuvo al pie de la cruz (Jn. 19:25) y luego mirando de lejos (Mt. 27:55, Mr. 15:40). Después, cuando José de Arimatea y Nicodemo fueron a sepultar a Jesús, María Magdalena fue tras ellos para ver dónde le iban a poner, y luego estaba sentada frente al sepulcro (Mt. 27:61; Mr. 15:47).

María Magdalena continuó sirviendo a Jesús con sus bienes aun después de muerto, ya que fue con otras mujeres a comprar especias aromáticas, y el domingo muy temprano, estando aún oscuro, ellas fueron a ungir el cuerpo de Jesús (no lo hicieron antes debido al día de reposo).

Ella, probablemente adelantándose a las otras mujeres, fue la primera en ver el sepulcro vacío y la piedra removida, por lo que fue corriendo a avisar a los discípulos, llena de desesperación pensando que se habían llevado el cuerpo del Señor debido a profanación o vandalismo. Ninguna de ellas esperaba la resurrección, ni siquiera sus discípulos. Por lo mismo, luego de haber avisado a Pedro y Juan y claramente yendo más atrás que ellos, volvió al sepulcro, y así es como la encontramos aquí, llorando junto al lugar.

Así, podemos ver que María Magdalena (en adelante, ‘María’), era una discípula abnegada de Cristo, que lo siguió con fervor en su ministerio desde que fue liberada de los demonios que la oprimían, llegando a acompañarlo hasta el sepulcro, sin dejar de honrarlo y servirlo incluso después de muerto. Tanto así que le sigue llamando “mi Señor (v. 13). Y fue ese amor a su Señor lo que la llevó a permanecer allí, en el último lugar donde ella supo que Él estuvo, sin saber dónde estaría ahora. Paralelamente, Pedro y Juan volvían esperanzados luego de haber visto el mismo sepulcro vacío, ya que creyeron que Jesús resucitó, al recordar lo que Él les enseñó durante su ministerio.

Es así como estando junto al sepulcro, mientras lloraba, se inclinó para ver dentro del sepulcro, quizá sin creer todavía lo que estaba pasando. Sin embargo, esta vez vio a dos ángeles con vestiduras blancas sentados dentro. Es interesante que ella no se asusta por la presencia de ellos allí, ni parece llamarle la atención. Podemos presumir que está como aturdida por el dolor y la angustia, no reacciona muy bien ante los hechos que la rodean. Claramente habían sido días terribles para ella y quienes habían seguido a Jesús. Esto la dejó en una especie de shock.

Es impresionante que en la resurrección aparecieron ángeles, lo que nos dice que “el cielo tiene un interés vital por la resurrección de Cristo” (W. Hendriksen), y no es para menos, ya que es un hito que impacta de manera definitiva tanto la creación material como espiritual, con efectos para toda la eternidad. Es el comienzo de la nueva creación, donde esa vieja creación que está bajo el pecado es redimida, donde las cosas viejas pasan y todas son hechas nuevas. Sus vestiduras blancas son típicas de los ángeles, reflejando la santidad y la pureza del Cielo: “las vestiduras blancas son un emblema de la gloria celestial” (J. Calvino).

Estos ángeles hacen la primera pregunta a María Magdalena sobre la razón de su llanto. El objetivo era que ella pensara más allá de su dolor. Ella debía meditar en qué creía realmente sobre Jesús, qué esperaba de Él, en qué consistía esa fe que la había llevado a seguirlo hasta aquí. Es una pregunta mezclada con un reproche sutil, ya que ella parecía haber olvidado lo más importante de las enseñanzas de Jesús, parecía verlo como una víctima de las circunstancias, un simple mortal que fue derrotado por el sepulcro. Piensa de su Señor como un muerto. Claramente habría razones para llorar si ella hubiera encontrado el cadáver de Jesús allí dentro, pero no era así, por tanto ¡no era tiempo para el llanto sino para la alegría!

Cuando acto seguido, es Jesús quien se aparece frente a ella de pie fuera del sepulcro, no puede reconocerlo, y sigue pensando con angustia sobre lo que ha ocurrido, sin luz alguna de esperanza. Jesús repite la pregunta de los ángeles, “¿Por qué lloras?”, con el mismo tono de reproche gentil, agregando “¿A quién buscas?”; como diciendo “¿A qué Jesús buscas, a uno que sería derrotado por la muerte?, ¿Te das cuenta de lo que enseñó aquel a quien buscas entre los muertos?”.

A veces, cuando estamos en medio del dolor, olvidamos las enseñanzas y las promesas de nuestro Dios. La aflicción es tan intensa, el dolor es tan vivo, que parece sedarnos, nos adormece, dejamos que nos llene y tome posesión de nosotros, y ya no podemos ver nada con claridad. Quienes llegan a nuestro lado y nos hablan, parecen espectros sin rostro, y sus palabras no llegan más allá de nuestros tímpanos, parecen entrar por un oído y salir por el otro.

Justamente el Evangelio es para que no nos entristezcamos como quienes no tienen esperanza (1 Tes. 4:13). Cuando estemos en el valle de sombra de muerte, debemos recordar lo que escuchamos y aprendimos de nuestro Dios mientras estábamos a la luz del día. Que los momentos de aflicción y angustia, aunque el dolor sea vivo e intenso, sirvan para glorificar al Señor recordando sus preciosas promesas, como dice el Ap. Pedro, “echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 P. 5:7). No somos llamados a sufrir como quienes no tienen Dios ni esperanza, sino a ser fortalecidos en medio de las pruebas por ese Dios que quiso ser nuestro Padre y Buen Pastor.

    II.        Jesús vivifica el corazón de María Magdalena

Luego de su resurrección, es frecuente que Jesús no fuera reconocido en un principio por quienes lo veían, pese a que podían apreciar que se trataba de una persona e incluso podían conversar con Él. Cleofas y su amigo, que iban camino a Emaús, tenían los ojos velados y no pudieron reconocerlo (Lc. 24:16), también dice que Jesús se apareció “en otra forma” (Mr. 16:2), y Pedro, Juan y otros discípulos vieron a Jesús en la playa, pero no se dieron cuenta de que era Él (Jn. 21:4).

Ignoramos la forma exacta en que Jesús se mostró a ellos y cómo pudo ser oculto a sus ojos, pero Él había dicho: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis” (Jn. 14:19). Luego del Calvario, Jesús nunca volvió a manifestarse visiblemente ante los no creyentes. Con esta forma de aparecerse a los discípulos y, en este caso a María, probablemente quería hacerles entender que ya no debía ser contemplado con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, aun cuando su resurrección fue un hecho tangible y concreto. Ellos ya no debían verlo como hasta ahora lo habían visto, debían comprender que Él es Señor de todo y ha resucitado en gloria para ascender al Cielo y recibir el reino de su Padre. Por eso dice la Escritura:

Así que, de aquí en adelante, nosotros ya no conocemos a nadie desde el punto de vista humano; y aun si a Cristo lo conocimos desde el punto de vista humano, ya no lo conocemos así. 17 De modo que si alguno está en Cristo, ya es una nueva creación; atrás ha quedado lo viejo: ¡ahora ya todo es nuevo!” (2 Co. 5:16-17).

Es relevante que sus discípulos sólo fueron capaces de reconocerlo cuando Él se reveló como Jesús: “Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron” (Lc. 24:31). El Señor es el único que puede abrir nuestros ojos espirituales para ver al Cristo resucitado, sólo Él puede hacer esta obra en nuestro corazón, y eso fue lo que hizo también con María, al llamarla por su nombre.

Jesús debió llamarla en el arameo “Miriam”, con su voz y tono familiar, ese que María conocía muy bien. Este no fue sólo un llamado externo, sino que también interno: no llegó solo a sus tímpanos, sino que fue como una flecha de fuego que inflamó el corazón de ella con fe y alegría. Fue sólo una palabra, un instante, pero lo que ocurrió allí fue una revelación, un verdadero milagro.

Con una sola palabra, con ese llamado por su nombre, Jesús corrigió el error de María que la tenía sumida en tristeza y desesperanza. Con esto recordamos cuando Cristo dijo: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Jn. 10:3).

Así, en María tenemos una imagen viva de nuestro llamado; porque la única manera en la que somos admitidos al verdadero conocimiento de Cristo es, cuando Él es quien nos conoce primero, y luego nos invita con familiaridad a sí mismo, no por una voz común que suena indiscriminadamente en los oídos de todos, sino por esa voz con la cual Él especialmente llama a las ovejas que el Padre le ha dado” (J. Calvino).

El efecto de este llamado espiritual es inmediato en María: ella se rinde ante el Cristo resucitado. Responde llamándole “Raboni” (arameo rabbouni), que quiere decir “Maestro”, o “mi Maestro”, que seguramente era la forma en que ella se refería a Él en el trato cotidiano, aunque ahora vería a Jesús de una manera completamente nueva. Con esta respuesta, María rinde a Cristo el honor que le es debido. No sólo es una muestra de respeto, sino de sumisión y obediencia. Así, reconoce a Jesús como el Maestro, y se declara a sí misma su discípula.

De esta forma, María ya no veía a Jesús como un cadáver a quien llorar, sino como el resucitado a quien dar gloria, el Maestro que había vencido al sepulcro con poder.

Todo verdadero discípulo de Cristo puede verse reflejado aquí: si estás en Cristo, es porque el Señor de todas las cosas te llamó a través de su Palabra llegando hasta lo profundo de tu ser, y por su obra ese corazón que antes era de piedra ahora estaba vivo, tus ojos y tus oídos fueron abiertos a su gloria, y ahora ya no puedes dejar de ver todo a la luz del Cristo resucitado, ya no puedes dejar de verlo frente a ti, no puedes negar al Señor que ha sido revelado a tu ser por el poder del Espíritu Santo, que es equivalente al poder ejercido en la creación:

Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6).

Pero también se compara con el poder ejercido en la resurrección:

 “cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder, 20 el cual obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos y le sentó a su diestra en los lugares celestiales” (Ef. 1:19-20 BLA).

Es decir, la obra sobrenatural del Señor en nosotros es tal, que sólo se puede comparar a la obra realizada la creación y en la resurrección, es decir, la nueva creación. Tal es la obra de salvación que lleva a cabo el Señor en nuestros corazones, tal es el poder que se necesita para resucitar espiritualmente a un corazón que está bajo las tinieblas del pecado.

Y al igual que María, ante este llamado espiritual del Señor debemos responder inmediatamente, llenos de gratitud y gozo, dando gloria a su nombre y la honra que Él merece. Aquí cualquier demora o condición que pongamos, es un menosprecio a la gran salvación del Señor, a la gloria que merece el Cristo resucitado: “Si oyereis hoy su voz, No endurezcáis vuestro corazón” (Sal. 95:7-8).

El Señor te llama cada domingo a través de la enseñanza y la exhortación de la Palabra, y hoy también en la predicación de esta Escritura, y así también cada vez que te expones a su Santa Palabra. No deseches su llamado, no rechaces la voz de Dios a tu vida, siendo ya discípulo, escucha lo que Él te dice en su Palabra y sé diligente en obedecerla: “Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace” (Stg. 1:25).

Pero también esta fe en Jesús debe estar bien enfocada. Ante lo impactante de la situación, al parecer María se aferró a Jesús como no queriendo que desapareciera o temiendo no volver a verlo de nuevo, ante lo cual Él respondió: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre” (v. 17). María se estaba aferrando físicamente a Él como queriendo retenerlo en este mundo, sin entender el propósito espiritual de la resurrección, a la que luego sigue la ascensión para completar la obra de Cristo. Ella no estaba entendiendo la finalidad de esta obra de Cristo, ni la conveniencia de que Cristo se fuera de este mundo para que pudiera venir el Espíritu (Jn. 16:7).

Así, María y todos quienes se acerquen a Cristo, deben verlo no con una perspectiva terrenal, sino espiritual. Aquellos que busquen a Cristo, deben poner la mira en las cosas de arriba (Col. 3:1) y deshacerse de los afectos terrenales de la carne (p. ej. apego al cuerpo de Jesús, a las reliquias, etc.).

Y sólo podemos dirigir nuestra fe correctamente conociendo su Palabra. Muchos se contentan con decir que creen en Cristo, pero piensan lo que quieren sobre Él, y más aun, defienden un supuesto derecho a permanecer en la ignorancia porque a Cristo sólo le importa -según ellos- “el corazón”. Sin embargo, debemos creer en Cristo tal como Él mismo se presenta, no como nosotros nos imaginamos que Él es. La base de nuestra fe es la Palabra de Cristo, no nuestra imaginación ni nuestra creatividad. Además, si alguien cree verdaderamente en Cristo, se entregará sí o sí a conocer su Palabra, porque Cristo y su mensaje son inseparables: “El que me ama, mi palabra guardará” (Jn. 14:23).

   III.        Jesús transforma la vida de María Magdalena

Jesús dio a María la misión de informar a sus discípulos sobre su resurrección y ascensión. Escogió revelarse a ella primero, de tal manera que fue la primera persona en ver a Jesús resucitado. ¿Por qué fue esto así? Mientras los discípulos huyeron en Getsemaní y abandonaron a Jesús, María estuvo al pie de la cruz en el Calvario, acompañó luego a José de Arimatea y Nicodemo en su sepultura y luego fue parte del primer grupo de mujeres que acudió al sepulcro el domingo al amanecer.

Así, en esta consideración a María hay tanto un elogio a su fe como un reproche a los discípulos por haber sido tan lentos y tardos para creer. En el Señor hay esperanza de restauración y perdón, pero cuando nos dejamos llevar por la cobardía o nos permitimos dar un paso atrás, hay una bendición que ciertamente perderemos, un servicio que no tendremos el privilegio de realizar, una obra de Dios que quizá no podremos presenciar mientras nos apartamos. En la vida espiritual, no hay licencia o relajo que podamos darnos sin consecuencias nefastas, no hay paso atrás sin una gran pérdida de por medio, incluso cuando luego seamos perdonados (¡y gloria a Dios por su perdón!).

Por otra parte, vemos que el Señor premia a quienes le buscan: “Es un hecho cierto que aquellos que aman a Cristo más fervientemente y se aferran a Él más fuertemente, siempre disfrutarán de más comunión con Él y sentirán más del testimonio del Espíritu en sus corazones... Aquellos que aman a Cristo con más perseverancia y diligencia, son los que reciben más privilegios de su mano… Aquellos que honran a Cristo, serán honrados por Cristo” (J.C. Ryle).

Y el mensaje que le entrega Jesús es esperanzador: no sólo vive, sino que dice: “Subo a mi Padre”, tal como anunció. A diferencia de Lázaro y otros a quienes Él dio vida, Jesús no volvería a morir, sino que es el primero de entre sus hermanos que volvió a la vida para entrar en la gloria eterna, habiendo vencido al sepulcro en su obediencia. Cristo debía ascender para tomar posesión del reino, sentarse a la diestra del Padre y gobernar la Iglesia por el poder del Espíritu Santo.

Los Apóstoles debían recordar lo que dijo Jesús en el aposento alto, la noche antes de su muerte. Su ascenso al Padre significa que estará con ellos todos los días hasta el fin del mundo (Mt. 28:20), por medio del Espíritu Santo. En estas palabras, el foco no es su ausencia física (el hecho de que se va) sino el poder completo y el reino que ha recibido, lo que debía hacer que sus discípulos pasaran de la tristeza al llanto.

Mientras Moisés, debido a su pecado, fue impedido de guiar la entrada de su pueblo a la tierra prometida y sólo pudo divisarla desde lejos; Cristo, el Mediador del nuevo pacto, por su justicia perfecta conquistó la vida eterna para los suyos, y es el primero en entrar a la gloria, el autor y consumador de nuestra fe.

Lo que sigue en su mensaje es muy significativo: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (v. 17). Esto se relaciona con la forma en que se refiere a sus discípulos: mis hermanos, aquellos con los que tiene un mismo Padre. Así es como llama a quienes lo abandonaron luego de tres años en que los pastoreó, cuidó de ellos, les reveló las más preciosas verdades celestiales; a quienes lo dejaron sólo unas horas después de que Él les lavó los pies y les predicó uno de los sermones más hermosos jamás entregados, lleno de verdades de consuelo y paz. Así llama a quienes temieron más a los hombres que a Dios, a quienes le dieron la espalda en el momento más oscuro, a quienes lo dejaron solo cuando fue rodeado por lobos rapaces y hienas inmundas.

Piensa en aquel hermano de la congregación que no te agrada, quien crees que te hizo algo que te cuesta o derechamente no quieres perdonar, a quien no quieres saludar o con quien no te quieres encontrar. ¿Habrá hecho algo cercano a lo que hicieron estos discípulos a Jesús? La respuesta es un rotundo “NO”, considerando además que Él es perfectamente justo mientras que tú eres pecador, así que mientras Él merece sólo bien, tú mereces mucho más que todo el mal que te han hecho hasta aquí, ya que el castigo adecuado para tus obras era la condenación eterna. No hay orgullo ni soberbia en nosotros que se sostengan ante la humildad y la misericordia de Cristo. Perdona a tu hermano.

Lo de Cristo sin duda es una gran misericordia: al hablar de “mi Padre y vuestro Padre” se presenta como el hermano mayor de ellos, los incluye en la familia de Dios, y al hablar de “mi Dios y vuestro Dios” los reconoce como ese pueblo santo y único que Dios redimió para que sea su especial posesión. “No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, Ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados” Sal. 103:10.

Los discípulos ciertamente no merecían ser llamados hermanos de Jesús, ni hijos del Padre Celestial, pero tampoco lo merecíamos tú ni yo. Lo único que hace esto posible es la fe en Cristo, que nos une espiritualmente a Él: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12); “nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo” (Ef. 1:4-5).

Por tanto, es esa unión espiritual con Cristo la que hace posible que seamos salvos, y nos hace participar del enorme privilegio de que su Padre sea nuestro Padre, y su Dios sea nuestro Dios. Sólo así es posible que Cristo “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (He. 2:11); y “Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos” (He. 11:16), y es porque estamos ‘en’ Cristo, quien pagó el precio de nuestro pecado y nos vistió con su justicia perfecta. Por eso dice que sin Cristo estábamos: “… sin esperanza y sin Dios en el mundo. 1Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:12-13).

El hecho de ser adoptados en aquel que es el Unigénito Hijo del Padre es la base firme e inconmovible de nuestro carácter de hijos, y de esa unión nadie nos puede quitar.

Así es como Cristo restauró a sus discípulos y luego aparecería a ellos para confirmar su fe. También hizo una obra poderosa en María Magdalena, quien pasó de estar poseída por 7 demonios (Lc. 8:2) a ser liberada por Jesús, para luego ser su discípula y servidora, y ahora ser la primera en ver a Cristo resucitado, recibiendo además la misión de comunicar esa noticia a los Apóstoles. Es decir, pasó de ser una endemoniada a una evangelista, testigo de la resurrección de Cristo para el mundo.

Vemos también una gran reivindicación de la mujer: habiendo sido una mujer la primera que fue engañada por la serpiente, luego es a través de mujer que viene el Salvador hecho hombre, ese que aplastaría la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15). Y fue también una mujer la que vio por primera vez resucitado a ese Redentor prometido, y a ella se encargó dar la noticia a los discípulos. Donde antes se dice de una mujer que “tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido” (Gn. 3:6), ¡Ahora sería una mujer la primera en dar la noticia de que Cristo resucitó! Ella, junto con el grupo de mujeres que lo sirvieron y acompañaron aun después de su muerte, fueron escogidas para llevar por primera vez la buena noticia que salvaría eternamente a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación.

Este es el poder transformador de la resurrección, la nueva creación, el poder del Señor que dice: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” Ap. 21:5. Y ese poder está en ti, si has creído en Cristo y su glorioso Evangelio: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

Ese poder obró en ti, que antes estabas sin Dios, que vivías en la vanidad de una mente en tinieblas, que estabas muerto en tus delitos y pecados. Te invito a que recuerdes de dónde te sacó el Señor. Incluso si no tenías vicios, si eras tranquilo y “sin hacer mal a nadie” como se dice comúnmente, sin Cristo tu vida era vana, tus pensamientos eran densa oscuridad, llenos de mentiras y necedad, aun tus acciones más justas eran trapos de inmundicia (Is. 64:6), te dirigías a toda velocidad hacia una destrucción eterna, pero Dios tuvo misericordia de ti y te llamó a Cristo, alumbró tu corazón con su Santo Espíritu para que tus ojos fueran abiertos, donde antes no tenías ni Dios ni esperanza, te hizo ahora parte de la familia de la fe, del pueblo de Dios, y te adoptó como Hijo en Cristo.

¿Cómo seguir viviendo en tus pecados? ¿Cómo seguir viviendo una vida vana, centrada en ti mismo y en tus intereses? ¿Cómo negarte a servir en su obra? ¿Cómo permanecer ocioso o indiferente ante tanta necesidad? Despierta, amado hermano, si has creído en Cristo, al igual que María Magdalena has sido salvado, has sido restaurado, pero también has recibido una misión. Te invito en nombre del Cristo resucitado a que al levantarte de tu silla para salir de este lugar, recuerdes que debes vivir para el Señor que te salvó, porque Él es digno, es nuestra bendición y nuestro privilegio.

Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; 15 y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15).