La Fe en el Éxodo y la Conquista
“Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido por sus padres por tres meses, porque le vieron niño hermoso, y no temieron el decreto del rey. Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible. Por la fe celebró la pascua y la aspersión de la sangre, para que el que destruía a los primogénitos no los tocase a ellos. Por la fe pasaron el Mar Rojo como por tierra seca; e intentando los egipcios hacer lo mismo, fueron ahogados. Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días. Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz.”
(He.11.23-31).
Siguiendo el mismo orden que el Espíritu Santo nos dispuso, nos encontramos con la fe de Moisés, Josué y Rahab. Sin embargo, debemos destacar que estos nombres no son los únicos que se resaltan. En los versículos que leímos, si bien se remarca el nombre de Moisés principalmente, no vemos una fe personal e individual, sino vemos una fe que involucró a un pueblo. Lo vemos en el versículo con el que iniciamos la lectura, allí se destaca la fe de los padres de Moisés. Y en los versículos 29 y 30 se resalta la fe del pueblo al pasar por en medio del Mar Rojo y al rodear la ciudad de Jericó. Por ello, es que este sermón más que titularse “la Fe de Moisés, de Josué o de Rahab”, tiene por título “La fe en el Éxodo y la Conquista”, como los episodios históricos que son destacados en esta sección.
Anteriormente vimos como Abraham recibió una promesa, de que su descendencia sería un canal por el que vendría una bendición para todas las familias de la tierra. Esta promesa fue heredada a Isaac, e Isaac la heredó en forma de bendición a Jacob, y Jacob la heredó a José. Sin embargo, esta promesa parecería en un momento ser pausada por un episodio difícil que este pueblo debía pasar. A Abraham se le dijo en Gn.15.13: “Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza” (Gn.15.13-14). La razón por la que volverían en gran número era para juzgar a las naciones que en ese tiempo vivían en la tierra prometida, naciones cuya maldad estaba en aumento.
Los hijos de Jacob se fueron a instalar a Egipto, debido a que José, el hermano que vendieron, había llegado a convertirse en el segundo al mando de esa nación, y fue allí que Jacob, su padre, le confirmó esta promesa diciendo “He aquí yo muero; pero Dios estará con vosotros, y os hará volver a la tierra de vuestros padres” (Gn.48.21). José, por la fe, le dijo a sus hermanos algo prácticamente idéntico a lo que le dijo su padre antes de morir: “Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y Jacob. E hizo jurar José a los hijos de Israel, diciendo: Dios ciertamente os visitará, y haréis llevar de aquí mis huesos” (Gn.50.24-25).
Y en ese contexto, en un Israel que estaba naciendo en medio de una nación extranjera que es Egipto, que la promesa pareciera verse interrumpida por 400 años de esclavitud. La Escritura inicia el Libro del Éxodo con la aflicción de los israelitas en Egipto. Dice la Escritura que ellos fructificaron y multiplicaron, y fueron aumentados y fortalecidos, llenando la tierra de Egipto (Éx.1.7). Luego que José murió, un nuevo Faraón se levantó en Egipto, el cual no conocía a José, decidió limitar la fuerza hebrea esclavizándoles con dureza. Resultó que mientras más se les trataba cruelmente, aumentaba el número de los israelitas.
Preocupado por el alto volumen de la población hebrea, y por el riesgo de una sublevación, el nuevo Faraón decidió controlar su población mediante un sanguinario control de natalidad. Las parteras egipcias, algo así como las matronas de dicho tiempo, al atender los nacimientos debían matar a los niños, y preservar la vida de las niñas.
La cruel medida no fue bienvenida por las parteras, quienes decidieron pasar por alto el nacimiento de los niños. Nos dice la Escritura que esta legítima desobediencia fue bendecida por Dios, prosperando a las familias de las parteras. Faraón decidió ser más drástico aún y emitió uno de los edictos más horrendos registrados en la Escritura: “Echad al río a todo hijo que nazca, y a toda hija preservad la vida” (Éx.1.22). Así el Nilo se convirtió en el símbolo del infanticidio, cuántos pequeños desgarraron su garganta llorando en aquellas frías aguas, mientras sus madres morían por dentro al no poder consolarles en su tibio pecho.
Un joven matrimonio de la tribu de Leví, uno de los descendientes de Jacob, acababa de tener un bebé de hermoso aspecto, al cual lograron esconder por tres meses. De ellos nos dice el primer versículo de nuestro texto: “Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido por sus padres por tres meses, porque le vieron niño hermoso, y no temieron el decreto del rey”. Tan sólo imaginemos cuán difícil fue esta tarea. Todos aquellos que somos padres o que deben cuidar bebés saben que ellos, al no poder comunicarse con palabras, lloran, y en ocasiones es difícil saber qué les ocurre, llorando sin cesar. Y es terrible pensar que fue precisamente el llanto de los bebés el medio por el que los sádicos soldados egipcios encontraban a los niños que después ahogaban en el Nilo.
Si los soldados egipcios hubiesen sabido que los hebreos les estaban engañando, podían fácilmente matarlos o hacerles pagar su osadía con forzosos trabajos de esclavitud. Sin embargo, fue la fe el medio por el que los padres de Moisés escondieron a su hijo, a pesar que ello podía significarles su propia muerte. Sin duda, el sólo hecho de amar a nuestros hijos es un motivo suficiente como para resguardarles a costa de nuestra propia vida, pero no fue el único motivo por el que los padres de Moisés le escondieron. No por nada la Escritura nos dice que le escondieron por tres meses porque vieron que el niño era hermoso.
Sin duda si a alguno de los que somos padres nos preguntaran qué niño es el más hermoso de todos, cada uno daría el nombre de sus hijos. No es a esa belleza subjetiva a la que se refiere este texto. Los niños hebreos eran estéticamente de cierta forma, pero Moisés destacaba por su belleza ante Dios, así nos lo dice Hch.7.20, cuando señala que Moisés era “agradable a Dios”. No con ello se debe pensar que Dios escoge a los hermosos, mientras que desecha a los feos, recordemos lo que nos dice Pr.31.30: “Engañosa es la gracia, y vana la hermosura”. No olvidemos que los padres de Moisés venían de la tribu de Leví, y Leví fue uno de los doce hermanos que escucharon las palabras de José, cuando profetizó que volverían a la tierra prometida. Ellos estaban viviendo una persecución terrible, junto con ser esclavizados, sus bebés estaban siendo ahogados en un río, ¡cuánto esperaban entonces que esa profecía se cumpliese! ¡Cuánto anhelaban ser libres de esta nación que les atormentaba!
Estos padres, vieron en la hermosura sobresaliente de su hijo, una señal de libertad. La belleza en los tiempos bíblicos era sinónimo de una promesa de liderazgo. Vemos esto cuando el pueblo de Israel vio a Saúl, dice la Escritura que “Entre los hijos de Israel no había otro más hermoso que él; de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo” (1 Sa.9.2). También la Escritura nos habla de David como un joven “hermoso de ojos, y de buen parecer” (1 Sa.16.12). Vemos en la Escritura que, en estos tiempos, la belleza física era una señal de grandeza y liderazgo. Si este niño fue dotado de esta elevada belleza, es porque Dios le ocuparía para cumplir la promesa.
El texto también nos decía que ellos no temieron el decreto del Faraón. La fe fue precisamente el medio por el cual se armaron de santa valentía. La fe en Dios siempre nos pondrá por encima del temor a los hombres. Aunque Faraón podía desplegar un ejército completo de experimentados guerreros, no será amedrentado el que confía en el Señor. La fe de estos padres les llevó a temer a Dios en lugar de los hombres. Como nos dice el Salmo 118.6: “Jehová está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre”. Estos padres estaban convencidos, por medio de su fe, que Dios estaba con ellos al querer preservar la vida del futuro libertador, y no temerían lo que el hombre pudiera hacerles, aunque este hombre fuese nada más y nada menos que el Faraón, uno de los hombres más poderosos de la tierra en ese tiempo.
En los padres de Moisés vemos un ejemplo de santa valentía. Ningún temor debe ser lo suficientemente fuerte como para desobedecer a nuestro Dios. Por el contrario, debemos tener un temor reverente a nuestro Dios, y no a los hombres. Así nuestro Señor nos dijo: “No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed” (Lc.12.4-5). ¿Quién es el único con autoridad de dar y quitar la vida, y de luego de quitarla juzgar a los hombres en el infierno? Sólo Dios. A Él debemos temer.
Cuando ya no era posible seguir ocultando al niño, estos padres, tomaron al bebé de tres meses y lo pusieron en una canasta de juncos que flotaba en el río Nilo, y dejaron que este río se lo llevase. Estos padres habían preservado la vida de este niño no sólo porque lo amaban sino porque tenían el indicio que se trataba del salvador que libertaría al pueblo. Por lo tanto, con la misma fe con que lo cuidaron, empujaron esa canasta y encomendaron a Dios su destino final. La hermana de Moisés fue vigilando el trayecto de la canasta y logró divisar que, río abajo, llegó a manos de las egipcias, y no a cualquiera de ellas, sino a las propias manos de la hija de Faraón, la hija de aquel poderoso que había mandado a matar a los niños varones de los hebreos.
Dios, a través de su Providencia, ha querido manifestar su poder de esta manera. Cómo los eventos más inesperados pueden ser utilizados por Dios para manifestar su perfecto propósito. En medio de este mundo sin compasión alguna, Dios quebrantó el corazón de esta noble, y se apiadó de aquel niño que no paraba de llorar. La hija de Faraón decidió tener a este niño a su cuidado, y solicitó a aquella joven hermana de Moisés que le buscara una nodriza para criarlo. ¿Y a quién creen ustedes que escogió ella para criar a su propio hermano? Así es, Moisés volvió a los brazos de su madre, ahora simulando ser su nodriza.
¡Oh cuánta alegría le dio a su madre el giro que la Providencia le proporcionó! Aquellas lágrimas que caían de sus ojos al ver a su pequeño flotar en un río, ahora secas son con su pequeño nuevamente entre sus brazos. Cuando Moisés creció, su madre tuvo que cumplir el trato, y entregarlo a la hija de Faraón, a quien le debemos su nombre, porque fue ella quien le puso por nombre Moisés, que significa “salvado de las aguas”, y fue criado bajo su tutela, sin imaginar ella que estaba siendo el instrumento que Dios tomó para preservar a quien lideraría la liberación de los esclavos en Egipto.
Decía nuestro texto que: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón”.
Aunque el haber sido criado a las faldas de la princesa egipcia podía asegurar a Moisés una vida llena de lujos y placeres terrenales, él se sentía tan identificado con el pueblo de Dios que decidió llevar su causa. Nos dice la Escritura que cuando Moisés fue adulto vio cómo un egipcio maltrataba cruelmente a uno de sus hermanos hebreos, y en defensa de este último decidió asesinarle (Éx.2.11-12). Sabemos que la Ley de Dios bien nos dice “No matarás”, pero también concede espacio a la legítima defensa, y es en este aspecto en que Moisés decide actuar para proteger a un hebreo. El que un hebreo asesinara a un egipcio significaba la pena de muerte inmediata. Cuando Faraón supo que Moisés había cometido tal falta, mandó a matarle.
Con este acto de librar a un hebreo oprimido, Moisés firmó su carta de renuncia a los honores, las riquezas, los placeres y los rangos que le ofrecía la casa de Faraón, y a la siguiente hoja firmaba su completa adherencia a los sufrimientos que el pueblo de Dios estaba experimentando. Es llamativo ver que lo primero que se nos dice del Moisés adulto fue que rehusó de los deleites temporales del pecado, para sumarse al pueblo de Dios, que estaba siendo maltratado. Esta férrea decisión no pudo haber sido posible si no es por la fe.
Ninguno de nosotros puede dar un solo paso fuera de los dominios del pecado si no es por la fe. La fe es como una cuerda irrompible de las que nos tomamos para ser trasladados de las tinieblas a la luz admirable de Dios. Pero para que podamos en verdad renunciar al pecado y unirnos al pueblo de Dios, es necesario que esa fe sólo descanse en Jesucristo, como nos dice el apóstol: “consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Ro.6.11).
Nos dice el texto que por esa misma fe Moisés tenía en mayor estima el vituperio de Cristo que los tesoros egipcios, porque tenía puesta la mirada en el galardón. Vituperio es una palabra que significa censura o reproche público que sufre una persona. En otras palabras, Moisés escogió ser rechazado por este mundo, antes que disfrutar las riquezas que tenía en casa de la princesa de los egipcios. Nuestro Señor Jesús nos dijo: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; mas porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: No es el siervo mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán...” (Jn.15.19-20). Así el apóstol Pablo dijo a Timoteo: “Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti.3.12). También en otro lugar dijo que es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios (Hch.14.22). Por lo tanto, los sufrimientos del pueblo de Dios parecen ser la regla, y no la excepción.
Nuestro corazón por naturaleza es codicioso, y tiende a sacar cuentas de la conveniencia de lo que el mundo le ofrece. Pero sólo un corazón regenerado por el Espíritu Santo estimará como valiosos los sufrimientos por la causa del evangelio y renunciará a la comodidad de los bienes de este mundo. Los cristianos encuentran pleno gozo en Cristo, pero son llamados a llevar una cruz y estar dispuestos a morir por el Cristo del que han sido enseñados.
El camino de santidad es difícil, aunque hay algunos que no lo caminan y dicen que es sencillo. A pesar que nuestro Señor dijo que era un camino angosto y que en el mundo tendremos aflicción, siguen existiendo hombres faltos de entendimiento que estimulan a los creyentes carnales a codiciar bienestar terrenal. Dicen que Dios no quiere que estén enfermos, que sean pobres o que pasen dificultades, y si ahora las están pasando es porque les viene una gran bendición, dicen ellos. Según sus vanos pensamientos, los sufrimientos por Cristo sólo son un medio por el cual alcanzamos mejores condiciones, porque ellos dicen que “después de la prueba, viene la bendición”. No logran ver en los sufrimientos por la causa de Cristo otro beneficio más que lo terrenal.
Sin embargo, en el cielo es la cosecha. Como nos dijo nuestro Señor: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt.6.19-21). Si el galardón que buscas se encuentra en esta tierra, el camino de Cristo no te sirve. Pero si tu tesoro se encuentra en los cielos, lo incrementarás cargando una cruz, porque como nos dijo el Señor “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mt.5.11-12).
Tal como nos dice el versículo 6 del capítulo 11 de Hebreos, “sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (He.11.6). Santiago nos dice en su epístola: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Stgo.1.12). Esfuérzate y sé valiente, este galardón espera a aquellos que perseveran en bien hacer, con fe en Jesucristo, por causa de quien somos afligidos.
Dice el texto en el versículo 27 que “Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible”.
Al leer este pasaje se nos presenta una ligera dificultad, de saber de cuál salida de Egipto se está hablando. Porque Moisés salió dos veces de Egipto, la primera fue sólo, y fue justamente luego de haber cometido esta traición a los egipcios. En dicha salida, el Éxodo nos dice que sintió temor luego de saber que se había descubierto su homicidio, por lo tanto, no parece el Espíritu estarse refiriendo a dicha salida. Más bien me inclino a pensar que se está refiriendo a su segunda salida, a aquella en la que, como un pastor que guía a millones de ovejas, sale raudo y valiente, guiando al pueblo de Dios, sin temer las represalias que el Faraón de turno tenía en mente.
Nos dice la Palabra que, por fe se sostuvo, como viendo al Invisible. El primer versículo del capítulo que estamos estudiando nos dice que la fe es la convicción de lo que no se ve. Moisés tuvo la seguridad de sostenerse a un Dios que no podía ver con sus ojos terrenales. De hecho, Dios mismo más adelante le negó a Moisés su petición de verle, porque le dijo: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá” (Éx.33.20) Así también lo describió el apóstol Pablo cuando le dijo a Timoteo que Dios “habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1 Ti.6.16). Sólo por la fe es que creemos en un Dios al que no hemos visto, porque, como nos dice el versículo 6, “es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay” (He.11.6).
No debemos desestimar que, como lo dice el apóstol Pablo a los Colosenses, Jesucristo es “la imagen del Dios invisible” (Col.1.15). Nos lo dice también el evangelio de Juan: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn.1.18). Jesucristo es la imagen del Dios invisible. Moisés vio por la fe a Cristo y se sostuvo de Él. Esto confirma lo que hemos venido diciendo a lo largo de la serie, que todos los hombres que fueron salvos en el Antiguo Testamento, alcanzaron esa salvación por haber creído en Jesucristo.
Moisés, al igual que sus padres, no temió el edicto del rey. Vemos que esta osada valentía de los creyentes sólo surge de un corazón con plena fe en Dios. Pero a diferencia de Moisés y de sus padres, muchas veces, por temor a los hombres, decidimos no obedecer a Dios, sino mantenernos en una cierta posición para no ofender a nadie. Cuántas veces personas que necesitan a gritos del evangelio, se lo negamos con nuestro silencio, por temor al rechazo o la impopularidad. Preferimos desobedecer, por temor a los hombres, que sujetarnos a Dios.
Todo el que se añada al pueblo de Dios, por medio de la fe en Cristo, debe saber que se ha asegurado el odio del mundo. Un odio que puede ser silencioso, murmurador o discriminador, como también puede ser homicida, perseguidor y torturador. Los caminos son claros, o temes a los hombres, para ser amado por ellos, o temes a Dios, y por consecuencia eres odiado por el mundo.
El pueblo de Israel, liderados por Moisés, raudos y fortalecidos salieron de Egipto, aunque no por poco tiempo sin la presión del Faraón. Nos dice el versículo 29 que “Por la fe pasaron el Mar Rojo como por tierra seca; e intentando los egipcios hacer lo mismo, fueron ahogados”.
Este sin duda es el episodio que más se recuerda de la vida de Moisés, cuando mediante el poder de Dios se abrió el Mar Rojo. Dios les llevó por el camino del desierto del Mar Rojo y acamparon junto al mar. 600 carros egipcios fueron alistados para ir a buscar a los hebreos. Cuando los israelitas vieron llegar a los egipcios armados, temieron en gran manera y decían a Moisés: “¿Por qué has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto? ¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto” (Éx.14.11-12).
Moisés les dijo: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros” (Éx.14.13). Una nube espesa de tinieblas les bloqueó el paso a los egipcios, mientras que Moisés alzó su vara y extendió su mano sobre el mar y lo dividió, como dos murallas de agua a cada lado. Y marchando el pueblo entró por en medio del mar en seco. Habiendo pasado ya el pueblo, los egipcios intentaron hacer lo mismo, pero a la orden de Dios, Moisés volvió a extender su mano y el mar se cerró ahogando a todo ese ejército.
Vemos dos cosas importantes aquí. Primero, los hebreos no manifestaron de inmediato fe en que Dios podía salvarles. Al ver los poderosos carros egipcios temieron a los hombres, y al verse acorralados comenzaron a decir que mejor les hubiese sido seguir en la esclavitud, antes que morir de esta forma. En ellos se representan todos aquellos que con inicial entusiasmo manifiestan una fe temporal, pero cuando ven el peligro de inmediato comienzan a dudar.
John Bunyan, en su famosa obra “El progreso del peregrino” ilustró esta actitud con un hombre llamado Flexible, que acompañaba a un cristiano en su ida a la Ciudad Celestial. Decía estar muy alegre al escuchar lo maravillosa que era esa ciudad. Sin embargo, dice el libro, que, sin darse cuenta, cayeron a un fango asqueroso, un lugar llamado el “Pantano del Desaliento”. Al ver que en lo poco que llevaba de camino ya había caído en tal desgracia, Flexible dijo a Cristiano: “¿Acaso es ésta la dicha que con tanta alegría describías y ensalzabas? Si lo pasamos tan mal al principio de nuestro viaje, ¿cómo será el resto? De veras que si salgo bien de ésta, ya puedes disfrutar tú sólo de ese país fantástico al que te diriges, porque yo regreso a casa”. Así Flexible volvió a la ciudad de destrucción.
Recordemos lo que dijo nuestro Señor sobre aquella semilla que cayó en los pedregales: “son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan” (Lc.8.13). ¡Oh cuán corta es su duración, cuán finita es su fe! A la primera muestra de dificultad desean volverse al pecado, y olvidarse de Dios. Tal como los hebreos, al verse acorralados por el ejército de Faraón, cuantos hombres desprecian la fe que habían confesado, diciendo: “Si me va a costar algo, entonces no quiero a Cristo”.
Esta incredulidad de los hebreos quedó atrás al ver cómo Dios abría el mar e impedía el avance de los egipcios. Al ver cómo su Dios peleaba por ellos, olvidaron la posibilidad de volverse a Egipto, y con fe pasaron el Mar Rojo en seco. Los que recién estaban cuestionando por qué se les había liberado, ahora callados marchaban por en medio del Mar Rojo, con fe en que las aguas no se cerrarían hasta que el último de ellos cruzara al otro lado. Esto nos muestra que no hay mejor remedio para el alma inconstante que ver por la fe a Jesucristo venciendo a sus enemigos. No hay nada que nos pueda hacer más determinados en la santidad que creer en nuestro Señor venciendo nuestro pecado. Todo el que quiera dejar de ser un creyente intermitente, acuda a las Escrituras y mire al Señor por la fe venciendo en la cruz sobre el pecado, el diablo y el mundo.
Es terrible pensar que de los mismos que pasaron por en medio del Mar Rojo muchos ya en el Sinaí hicieron un becerro de oro. Es terrible pensar que aquellos que vieron cómo se desplegó el poder de Dios cuestionaran a Moisés constantemente, exigiéndoles regresar a Egipto porque allá comían carne. Ellos vieron las plagas, el mar abrirse, el maná del cielo, la presencia de Dios en el Sinaí, pero si hay algo que no vieron fue que su corazón de piedra fuera quitado. En sus ojos estaban las grandes maravillas, mientras que su corazón seguía tan muerto y endurecido como siempre.
Así muchos hoy en día exigen ver grandes milagros como prueba de la obra de Dios en una iglesia. Dicen que debe manifestarse visiblemente el poder del Espíritu Santo mediante sorprendentes sanidades, liberaciones de demonios, cojos caminando, ciegos mirando, mudos hablando, entre otros. Pero su foco no está en el milagro más sorprendente e inesperado, aquel que sana el alma de su pecado, aquel que libera de las cadenas de Satán, aquel que abre los ojos a la verdad, aquel pone los pies en el camino angosto, aquel libera la boca de palabras inmundas y murmuraciones.
Podrías haber sido sanado de una mortal enfermedad, liberado de una profunda preocupación, haber visto cómo Dios milagrosamente obró en una situación a tu favor, o te libró de la muerte, o pagó una deuda que no podías pagar, y en todo ello haber puesto tu fe a prueba, pero si no has depositado tu fe en Jesucristo, y no has comenzado a vivir el milagro de la novedad de vida, todos los milagros que presenciaste o experimentaste serán una agravante más en tu juicio delante de Dios.
Los incrédulos del pueblo de Israel no accedieron a la tierra prometida. A causa de todas las quejas de este pueblo Dios les mantuvo vagando en el desierto cuarenta años, hasta que toda esa generación perversa muriera. Y fueron las siguientes generaciones, los niños de ese tiempo, los que tomarían la labor de heredar esa tierra. Uno de los primeros objetivos que debían pasar era Jericó, una ciudad amurallada que estaba muy cerrada a los israelitas. Josué, uno de los que era de las nuevas generaciones que Dios escogió para tomar la tierra, envió a dos espías a la ciudad de Jericó para tomar conocimiento del lugar y cómo tomar la ciudad, espías que se escondieron en la casa de una ramera llamada Rahab.
El rey de Jericó supo de la presencia de estos espías en la casa de Rahab y le mandó a entregarlos. Sin embargo, Rahab decidió esconderlos y decir a los soldados que allanaban su casa, que efectivamente los recibió, pero ya se habían ido. De esta manera ella salvó la vida de dos miembros del pueblo de Dios. Una vez que los soldados se fueron, Rahab les dijo a los espías que ella sabía que Dios les había hecho pasar por medio del Mar Rojo y que Jericó era la primera ciudad que ellos debían conquistar (Jos.2.9-10). Por lo cual, ella les hizo jurar, que cuando viniese el juicio de Dios contra Jericó, perdonaran su vida y la de su familia (Jos.2.12-13). Los espías le respondieron que por cuanto les salvó la vida al no denunciarles, cuando tomaran la ciudad se acordarían de lo que hizo por ellos, pero para identificar su casa, ella debía atar una cuerda a la misma ventana desde donde escaparon.
Llegado el tiempo, los hebreos se organizaron para tomar la ciudad. Sin embargo, Dios les había mandado una estrategia no convencional. Consistía en rodear la ciudad en silencio durante seis días, y el séptimo rodearla siete veces, para luego, al son de las bocinas, gritar y conquistar la ciudad. La peregrinación alrededor de la ciudad requería el completo silencio de los hebreos. Cualquier palabra arruinaría el momento. Era necesario que todos los de esa caravana creyeran que Dios cumpliría su palabra, y que esa sería la manera en la que serían vencedores.
Los salmos nos dicen: “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él” (Sal.37.7), “Aguarda a Jehová; Esfuérzate y aliéntese tu corazón; Sí, espera en Jehová” (Sal.27.14). La fe contribuye poderosamente a esa espera paciente y silenciosa. He.10.36 nos dice: “porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”. La promesa de Dios fue entregar la ciudad de Jericó en manos de Israel, y los hebreos verían esta realidad si permanecían en fe. Así nos dice nuestro texto: “Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días”.
Al caer los muros, el pueblo de Israel hizo dominio de la ciudad, recordando la señal que puso Rahab en su ventana. Nos dice nuestro texto “Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz”. Israel cumplió su palabra con Rahab, todo el que estaba dentro de su casa vivió, mientras que todo el que estaba fuera de su casa pereció en el juicio de Dios contra Jericó. Esta cuerda era la señal para que el juicio de Dios no les tocase.
Similar situación vivieron los hebreos antes de irse de Egipto cuando Dios instituyó la Pascua. Luego de nueve plagas en las que Dios castigó a Egipto, mandó a las familias hebreas a tomar cada una un cordero para degollarlo. Con la sangre de dicho cordero debían pintar el dintel de las puertas más los dos pilares. La sangre sería la señal para que el ángel de Jehová, encargado de dar muerte a los primogénitos, no tocara a los hijos de los hebreos. Sus casas serían verdaderos refugios, mientras que fuera de ellas el juicio de Dios se desataba. Por esto nos dice el versículo 28: “Por la fe celebró la pascua y la aspersión de la sangre, para que el que destruía a los primogénitos no los tocase a ellos”.
Aquí vemos dos cosas. En primer lugar, que a lo largo de la Escritura se va repitiendo este modelo de un refugio, donde dentro están los salvados, y fuera los que serán condenados. Lo vimos en el arca de Noé. El arca es el único medio para salvarse, afuera del arca hay peligro, dentro del arca hay seguridad. Afuera el juicio de Dios está siendo derramado sobre los impíos, mientras que dentro se preserva la vida por gracia. Lo vemos en la casa de Rahab, dentro de su casa su familia era protegida de la conquista hebrea, mientras que fuera de su casa los malvados de Jericó eran juzgados.
El Salmo 62 entona “Nuestro mayor refugio es Él”. Jesucristo es el tabernáculo de Dios, Él es el refugio definitivo al que acuden los salvados para ser librados del juicio de Dios a los que se hallen fuera de Él. Por esto se nos dice que no hay condenación para los que están EN Cristo Jesús (Ro.8.1). Por esto el apóstol Pablo nos dice que “estando ya justificados EN su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Ro.5.9), afuera de Cristo la ira venidera asecha a los impíos, pero en su sangre hay salvación. Colosenses 3.3 nos dice que “vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Jesucristo es este escondedero fiel, Él es el tabernáculo y la morada de Dios en la que nos guardará de la ira venidera. El arca de madera que guardó al justo Noé, la casa de los hebreos manchada con la sangre de los corderos, la casa de Rahab para resguardar a su familia, son sólo símbolos del verdadero y definitivo refugio de Dios, que es Jesucristo.
Y lo segundo que se nos deja ver en la pascua es que la sangre con la que se coloreaba la puerta sería el signo de que la muerte de esos primogénitos ya se había pagado, un cordero inocente había muerto por ellos. La sangre comunicaba que en ese lugar el pecado ya había sido cancelado. Es por esto que Cristo es el mejor refugio, porque a sus puertas la sangre da señal de que el pecado de los que se refugian en Él está totalmente pagado.
De la misma forma como Dios cuidó del bebé Moisés, así también cuidó de ti en tu infancia. Pudiste haber muerto en cualquiera de esos días, sin embargo, Dios te mantuvo en vida. Quizás la fe de otros intercedió para que hoy creas, como lo fue la fe de los padres de Moisés. Quizás tu pecado te tiene atado y dominado, esclavizado hasta lo más profundo, y como un Faraón que exige tu obediencia, se levanta a diario contra ti alejándote cada día más de tu Creador. Ha mandado a sus mensajeros, sus corsarios a caballo, las tentaciones y las ansiedades, para hacerte caer y matarte. Pero el Dios de toda gracia nos ha enviado a su definitivo Moisés, el verdadero libertador, aquel que dijo que si Él nos libertare seremos verdaderamente libres. Él ha abierto el Mar que nos estorbaba para llegar a su tierra prometida, la Jerusalén Celestial. Hoy te hago el llamado a entrar en el refugio de Cristo, porque sólo tenemos dos lugares para estar, adentro o afuera de este refugio. La ira de Dios que merece tu vida de pecado, o es agotada en la propiciación que hizo el Señor Jesús, o será derramada cuando seas sorprendido fuera de los contornos de su salvación. Por ello, si hoy has escuchado su voz no se endurezca tu corazón.
Finalizamos con las palabras de nuestro Señor en Jn.8.32: “y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.