Jesús fue sepultado

Domingo 2 de junio de 2019 

Texto base: Juan 19:38-42.

A lo largo de este Evangelio de Juan, hemos podido ver cómo el Señor Jesucristo ha cumplido la obra que el Padre le dio para que hiciera, y así ha glorificado su Santo Nombre. Ahora nos encontramos en la hora de su glorificación, pero su gloria no es como la del mundo ni se sujeta a sus parámetros, sino que fue dispuesto de tal manera el plan de Dios, que Jesús debía pasar por una obediencia perfecta hasta la muerte de cruz en el Calvario, antes de ascender al Trono a la diestra del Padre.

Así, hemos visto como fue arrestado con insolencia, sentenciado en el juicio más injusto de la historia, fue abandonado por sus discípulos, negado por Pedro, traicionado por Judas, azotado, abofeteado, fue objeto de las burlas más blasfemas y fue crucificado, donde finalmente murió allí en el madero.

En este mensaje, veremos que también fue sepultado. Ya hablamos en el mensaje anterior sobre cómo el Señor usó poderosamente a José de Arimatea y Nicodemo en este momento crucial en la historia de la redención. Pero queda por resolver algunas preguntas que plantea este texto: ¿Por qué debía ir al sepulcro? ¿Qué significa el sepulcro para nosotros? ¿Qué obra realizó Cristo estando en esa tumba?

     I.        La necesidad de la sepultura

Cuando hablamos sobre la muerte de Jesús, es usual que nos enfoquemos en la crucifixión y en el momento en que entregó el espíritu y luego pasemos directo a su resurrección, pero no es común que meditemos sobre su sepultura. Sin embargo, el hecho de que Jesucristo fue sepultado fue profetizado en la Escritura con anterioridad, y tiene un lugar clave en la historia de la redención.

Tal es la importancia de este hito, que el Señor demostró su magnífica providencia ordenando todos los acontecimientos para asegurarse de que Jesús fuera sepultado. Así, de manera inesperada usó a dos de sus discípulos que hasta ese momento habían permanecido en secreto por temor a los judíos: José de Arimatea y Nicodemo, quienes dieron así el paso de mayor valentía posible en la hora más oscura, donde era más peligroso identificarse como discípulo de Cristo.

Así, José y Nicodemo se preocuparon de dar a Jesús una sepultura digna de un rey, aunque eso significó arriesgar sus vidas, su posición social y todo lo que tenían. Además, hicieron una cuantiosa ofrenda de lienzos y especias aromáticas de gran valor. Tal fue la providencia de Dios, que cuando José de Arimatea compró ese huerto y labró un sepulcro en la roca, ignoraba que no era para sí mismo, sino para hospedar al Salvador del mundo.

Era necesario que fuese sepultado como evidencia adicional y clara de que su muerte fue real. Además, el hecho de que fuera puesto en un sepulcro nuevo y que nadie más usó, evita confusiones con otros muertos o la entrada de terceros ajenos a Jesús y a sus discípulos. Desde un punto de vista espiritual, este sepulcro nuevo también se relaciona con la verdad de que Cristo es las primicias de entre los que resucitan de los muertos, es decir, es el primero que resucita para gloria eterna (ya que Lázaro y los demás que habían sido resucitados antes volvieron a morir con posterioridad), y es importante que su cuerpo no se descompuso ni tocó la podredumbre de algún otro cadáver.

De este modo, nuestro Señor nació en un establo en Belén, pero fue sepultado por los ricos. Esta honra de la que muy pocos disfrutaban, no sólo anunciaba pálidamente su glorificación futura, sino que también cumplía lo que está escrito: “Y se dispuso con los impíos su sepultura [es decir, las autoridades judías y romanas que lo juzgaron pensaron que debía morir como un criminal], mas con los ricos fue en su muerte… [finalmente recibió los honores de la realeza]” (Is. 53:9).

También profecías como la del Salmo 16:10, nos dan a entender que el Santo descendería al Seol, que no solo se refiere a una región espiritual de los muertos sino también al sepulcro (Diccionario Bíblico Certeza, 2ª ed., p. 1259).

El mismo Señor Jesús anunció que descendería al sepulcro, de una forma bastante enigmática: “El respondió y les dijo: La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. 40 Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches” (Mt. 12:39-40).

A pesar de todas las señales que el Señor Jesús había hecho ante sus ojos, los judíos seguían demandando nuevos milagros, con lo que demostraban un corazón duro de incredulidad ante el mensaje y la obra que Cristo venía realizando públicamente. Debido a esto, el Señor se negó a darles más señal que esta, la del profeta Jonás, y comparó los 3 días que Jonás estuvo en el vientre del gran pez, con los 3 días que Él mismo estaría muerto y en el sepulcro, “el corazón de la tierra”.

Hay otra razón por el cual era necesario que Cristo fuera sepultado, pero trataremos de él al final.

Lo anterior evidencia, entonces, que la sepultura de Jesús juega un papel fundamental en su ministerio y el testimonio que debía dar de la verdad a los que eran hijos de Abraham según la sangre. Incluso vemos que, tal fue la obediencia perfecta de Cristo, que guardó la ley incluso en esto, descansando plenamente en el sábado, que era el día de reposo del antiguo pacto, antes de resucitar en gloria al día siguiente.

Ningún aspecto del ministerio de Cristo fue dejado al azar. Ningún detalle fue “porque sí”. Ninguna de sus acciones fue ociosa, ni siquiera lo que ocurrió con su cuerpo una vez que entregó el espíritu. Cada aspecto fue cuidadosamente decretado por Dios en la eternidad y ejecutado por su providencia. Tal es así que cuando se nos describe el Evangelio tal como debe ser enseñado, dice: “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Co. 15:3-4).

    II.        Nuestro enemigo el sepulcro

Ante todo debemos entender que el sepulcro es un intruso en este mundo, ya que no fue parte del diseño de Dios para su creación. Así, este invasor hizo su entrada a esta tierra junto con el pecado: "Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron" Ro. 5:12

Así, cuando Adán pecó, Dios lo maldijo diciendo: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás" (Gn. 3:19). Es así como después de la caída, comenzamos a leer la triste frase "y murió", y más adelante leemos "murió y fue sepultado".

A pesar de que el sepulcro es un intruso, se volvió parte de la cotidianeidad del hombre en la tierra, y hoy no entendemos la realidad sin su presencia en medio nuestro. De esta forma, no hay ciudad sin cementerio, allí donde el hombre se asienta, la muerte y el sepulcro llegan con él.

Y el hecho de que la muerte sea la consecuencia final del pecado, hace que el sepulcro nos cause un terrible espanto. Alguien que esté en su sano juicio, no soportará mucho tiempo al ver un cadáver en descomposición. Hay una deformidad, una degradación en la muerte que nos causa repulsión y terror. Nos resulta terrible ver que donde antes hubo una persona pensando, hablando, riendo, viviendo; ahora haya solo un cuerpo que se degrada y se pudre sin remedio. Esa verdadera deshumanización del sepulcro causa un impacto terrible a nuestra alma, de tal manera que solo los pervertidos y aquellos paganos con su mente corrompida pueden encontrar algo lindo o atractivo en la muerte e incluso llegar a rendirle culto.

A pesar de este terror que nos causa el sepulcro, se trata de una realidad inevitable y segura. Así cómo nacemos, también vamos a morir. Quien nace en esta tierra, tiene esperándole una cuna, pero sólo unos pasos más allá está también aguardándole el sepulcro, de tal manera dice: "Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio" He. 9:27.

Y además de inevitable, es una realidad irreversible. Dice la Escritura: "Como la nube se desvanece y se va, Así el que desciende al Seol no subirá" (Job 7:9), y "¿Qué hombre vivirá y no verá muerte? ¿Librará su vida del poder del Seol?" (Sal. 89:48). No importa cuanto clamemos, cuanto gritemos y lloremos por quien ha muerto. Una vez que desciende a la tumba, allí permanecerá.

Debido a esta terrible realidad, en la Escritura se describe a la muerte (el Seol) como un monstruo voraz que nos traga vivos: "Los tragaremos vivos como el Seol, Y enteros, como los que caen en un abismo" (Pr. 1:12); "El Seol y el Abadón nunca se sacian" (27:20a); "Por eso el sepulcro ensancha su garganta, y desmesuradamente abre sus fauces. Allí bajan nobles y plebeyos, con sus juergas y diversiones" (Is. 5:14 NVI). De hecho, nuestra palabra 'sarcófago' viene del griego, y literalmente significa "devorador de carne". Quien entra allí, ya no vuelve ni es contado entre los vivientes.

También se describe el sepulcro como un lugar de silencio y oscuridad: “¿Qué provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el polvo? ¿Anunciará tu verdad?" (Sal. 30:9). Con esto se quiere enfatizar que los muertos en los sepulcros no hablan, no piensan, no alaban, allí hay solo un silencio permanente, el silencio asfixiante de la muerte. Toda la vida del hombre se desvanece allí, ante las fauces del Seol, una vez que entramos a la fosa ya no hay actividad ni vida posible, por eso dice: "Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría" (Ec. 9:10).

El sepulcro no da explicaciones. Esto lleva al más profundo desconsuelo, por eso ante el sepulcro se derraman las lágrimas más amargas, por aquellas palabras que no se dijeron o por obras que no se hicieron. Se llora con pesado lamento por ese padre y la madre que fueron cortados de la tierra y ya no velarán por nosotros, por ese marido que era el amparo de su mujer, por esa esposa que era la alegría y el deleite de su esposo, por ese hijo que partió antes que nosotros de este mundo, en ocasiones tan temprano que aún podíamos cargarlos en nuestros brazos, o incluso eran más pequeños que la palma de nuestra mano. Lloramos por el hermano en la fe entrañable y querido, y por el amigo que ya no volverá. El sepulcro no dará un porqué, sólo seguirá tragando con voracidad. La guerra, la enfermedad y las catástrofes naturales sólo aceleran lo que de todas formas ocurrirá.

El sepulcro es implacable: no sabemos dónde ni cuándo nos está asechando, y una vez que ha escogido a su presa, no espera para devorarla. "¡Sepulcro, espérame, que tengo dos hijos pequeñitos que quedarán desamparados!", "¡Sepulcro, espérame, que aún no me he casado y quiero formar mi familia", "¡Sepulcro, todavía no, que no he terminado mi carrera universitaria!", "¡Sepulcro, espérame, que estoy al cuidado de mi madre anciana y si muero quedará desamparada!". El sepulcro no espera, ni siquiera responde, es implacable, solo corta, despedaza, muele, tritura y devora sin detenerse, no importando si es oportuno o no, si hay algo pendiente y si hay algo que atender, cuando ha llegado la hora simplemente traga y no hay vuelta atrás, tanto así que muchos han muerto de manera tan repentina que ni siquiera han podido darse cuenta de qué los mató.

Para peor, en aquellos casos en que el sepulcro se anuncia, suele enviar a sus terribles mensajeros: la decadencia progresiva del cuerpo, las fuerzas nos abandonan con los años, los miembros se agotan, los órganos colapsan, los ojos se apagan, la memoria y la lucidez se desvanecen, hasta que llega el día en que ya no soporta más y exhala el último suspiro. O también una enfermedad larga y desgastante que va erosionando el ánimo y el vigor. En ocasiones envía a su mensajero el dolor, quien hace padecer una terrible agonía donde el moribundo se retuerce y pide la muerte a gritos. También entre los emisarios del sepulcro están las atrocidades del hambre y de la guerra, y la brutalidad de los crímenes violentos. En cualquier caso, sea que se anuncie o no, el sepulcro exige satisfacción y devora sin dudar.

La espada del sepulcro corta sin discriminar. No se impresionará por tu dinero, no puedes sobornarlo. A él no le impresionan los títulos de nobleza ni tus logros en esta vida. Ante él son iguales el príncipe y el mendigo. No importa si tu cadáver se encuentra en un lujoso mausoleo o en una fosa común, ya que enfrentarás la misma podredumbre y a los mismos gusanos. Devora a grandes y a pequeños, a niños, jóvenes y ancianos, a ricos y pobres, a hombres y mujeres, a los conquistadores y a los vencidos, a gobernantes y súbditos. Tal es el poder igualador del sepulcro, que nos hace semejantes a las bestias, que también mueren. Así lo describe con crudeza el salmista:

"Ninguno ... podrá en manera alguna redimir al hermano, Ni dar a Dios su rescate 8 (Porque la redención de su vida es de gran precio, Y no se logrará jamás), 9 Para que viva en adelante para siempre, Y nunca vea corrupción.10 Pues verá que aun los sabios mueren; Que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, Y dejan a otros sus riquezas. 11 Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, Y sus habitaciones para generación y generación; Dan sus nombres a sus tierras. 12 Mas el hombre no permanecerá en honra; Es semejante a las bestias que perecen... 14 Como a rebaños que son conducidos al Seol, La muerte los pastoreará, ... Se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada" (Sal. 49:7-12,14, extractos).

Ante esto, una reacción natural del hombre es intentar evadir esta realidad. Para ello nos tapamos los ojos y los oídos, no queremos saber de esto, buscamos entretenernos con el trabajo, la familia y distintas formas de diversión, con tal de no quedarnos solos con nuestros pensamientos y recordar el fin que nos espera. Cuando hablamos sobre este asunto, el mundo nos desprecia diciendo que somos graves o amargados, y nos invita a vivir en una mentalidad positiva hueca y superficial, que invita a sonreír y pasarlo bien porque "solo se vive una vez", pero sin abrazar ninguna esperanza real.

Sin embargo, la Escritura recomienda todo lo contrario: "Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón... 4 El corazón de los sabios está en la casa del luto; mas el corazón de los insensatos, en la casa en que hay alegría" (Ec. 7:2,4).

Considerando estas cosas, ¿Cómo dudar que el sepulcro es nuestro peor enemigo? Es un lobo despiadado, un carnicero inmisericorde que arrasa con todo a su paso. Tanto ha sido su poder devastador y destructor, que son más los seres humanos que ya fueron devorados por el sepulcro a lo largo de la historia, que los que estamos actualmente vivos sobre la tierra. ¿Cómo podríamos vencerlo? Ante él estamos condenados y perdidos, y esto es justo, debido a nuestro pecado.

   III.        La victoria sobre el sepulcro

Pero tengo una excelente noticia que darles: Nuestro Salvador Jesucristo, entró voluntariamente al sepulcro, fue como Cordero a la boca del Seol, a las fauces de este espantoso lobo negro y se dejó tragar por él. Pero increíblemente, es el único ser humano que ha entrado allí y no ha sido derrotado por las tinieblas y el silencio, sino que desde dentro del mismo sepulcro que intentó encerrarlo, consumó su victoria y destruyó a nuestro enemigo: pulverizó la prisión de muerte que nos tendría cautivos para siempre.

¿Por qué Jesús debía ser sepultado? ¿Por qué no fue simplemente levantado en gloria desde la misma cruz una vez que murió? Nos había quedado pendiente una razón: Porque debía identificarse también con los que duermen en el sepulcro. Con su presencia allí, al interior de la tumba, Él santificó ese lugar para nosotros y se identificó con nosotros en nuestra humanidad para derrotar en nuestra representación a ese enemigo al que nunca podríamos haber vencido:

Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, 15 y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” He. 2:14-15.

Así, Jesús, el Hijo de David, derrotó con poder a ese terrible Goliat que se jactaba de una victoria segura sobre nosotros. Con esto da una esperanza indestructible a quienes cerraron ya sus ojos por última vez y dieron su último suspiro confiando en Él para salvación. Él también durmió en el corazón de la tierra como ellos lo están haciendo ahora, y tal como Él fue levantado, ¡Quienes murieron con su esperanza en Él también lo serán!, como Él dijo: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19). Aunque el sepulcro aún nos desafía amenazante, podemos mirarlo a la cara con confianza y decir: “eres un enemigo terrible pero ya no tienes poder sobre mí. No te tengo miedo, mi Salvador estuvo allí dentro y venció por mí”. ¡Gracias a Dios por Jesucristo!

Así, se ha producido una gloriosa transformación: sin Cristo somos los que mueren, pero en Cristo somos los que duermen. Cerraremos nuestros ojos por algún tiempo, pero sólo para volver a abrirlos y despertar en gloria, ya que Cristo conquistó el sepulcro. Como Él mismo anunció: “… vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; 29 y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Jn. 5:28-29).

Para quienes están en Cristo, la tumba ya no es el castigo por el pecado, porque Cristo sufrió ese castigo en nuestro lugar, y el Señor es justo, Él no exige castigo por el pecado allí donde el precio ya ha sido pagado. En vez de eso, el sepulcro es ahora la puerta hacia la gloria. Ya no es nuestra prisión eterna, sino una sala de espera donde nuestro cuerpo aguarda la resurrección final. Ya no es la fosa que nos devora para siempre, sino la barcaza en la que cruzamos el río de la muerte, desde esta orilla del siglo presente, a la otra orilla que es el siglo venidero.

Así es como podemos entender las palabras del Apóstol Pablo: “… Devorada ha sido la muerte en victoria. 55 ¿Donde esta, oh muerte, tu victoria? ¿Donde, oh sepulcro, tu aguijon56 El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley; 57 pero a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:54b-57 BLA). El sepulcro, que se describía como un devorador voraz, ahora ha sido devorado por la victoria de Cristo, ¡Gloria a Dios!

Aquellos que hoy están enfermos y afligidos, padeciendo dolores y viendo cómo sus fuerzas los abandonan, aquellos que son atemorizados con la posibilidad de la muerte, aquellos que están agonizando o que han sido desahuciados por alguna enfermedad incurable, pueden poner toda su esperanza en Cristo y encontrar consuelo, paz y seguridad en medio de su aflicción. El sepulcro ha sido vencido, y ahora los que eran sus mensajeros (el dolor, la enfermedad, etc.) son medios por los cuales Dios va trabajando en nosotros para hacernos conforme a la imagen de Cristo, sabiendo que ¡Nada puede separarnos de su amor!

Pero la sepultura de Cristo no sólo es esperanza para los que sufren, sino que debe ser una forma de ver nuestra vida. Sí, porque nuestra conversión también se describe usando la imagen de la sepultura: “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” Ro. 6:4. Así, no solo morimos con Cristo, también fuimos sepultados con Él, y sólo así podemos vivir con Él.

¿Qué significa ser sepultado con Él? Significa que por la obra de Cristo, somos hechos nuevas criaturas, y que por tanto las cosas viejas pasaron, es decir, el viejo hombre que éramos sin Cristo, que estaba dominado por su pecado y con su corazón en tinieblas, debe quedar atrás, y ahora debemos revestirnos del nuevo hombre que ha sido creado a la imagen de Cristo, en la justicia y santidad de la verdad (2 Co. 5:17; Col. 4:22-24). La Escritura constantemente nos llama a recordar que hemos nacido de nuevo en Cristo, nos invita a reaccionar y darnos cuenta que ya no podemos vivir como si todavía estuviéramos perdidos sin Él, sino que debemos entender que ese pecador condenado que éramos ha sido sepultado junto con Cristo.

Por eso el Señor ha querido también dejar una señal visible de esto, y lo hizo estableciendo el bautismo como uno de los sacramentos del nuevo pacto. Esto es lo que explica el pasaje que citamos de Ro. 6. Al ingresar a las aguas del bautismo y sumergirnos en ellas, declaramos que hemos muerto al pecado y al viejo hombre que éramos, y ese viejo hombre queda sepultado allí en las aguas (“la tumba líquida” como decía Spurgeon); y al salir del agua demostramos que resucitamos a una vida nueva, que ahora se caracteriza por la santidad y la obediencia a la Palabra de Dios. Por eso es tan importante la inmersión para que se mantenga la fuerza del simbolismo.

Entonces, ese contraste entre muerte y vida es fundamental para nosotros. Cristo resucitó en gloria, pero antes de eso murió y fue sepultado. Así, nosotros no podemos vivir con Cristo si antes no morimos con Él, pero también es necesario que seamos sepultados con Él. Si miras tu vida, ¿Realmente ha sido sepultado ese viejo hombre, o dejas que su podredumbre todavía influya tu día a día? ¿Recuerdas con añoranza esos días en que no conocías al Señor, deseando haber pecado más, haber disfrutado más la maldad en la que vivías, o realmente sepultaste a ese viejo hombre que está viciado con sus deseos engañosos, y desearías en realidad nunca haber vivido sin Cristo?

¿Marcó Cristo un antes y un después definitivo en tu vida? Quizá no recuerdes el momento exacto de tu conversión, a lo mejor el Señor fue tratando con tu vida en un proceso paulatino, pero debes poder decir que antes estuviste perdido y muerto en tus pecados, y que ahora estás vivo en Cristo; que antes estabas ciego y en tinieblas, pero que ahora has sido alumbrado por la gloria de Cristo en su Evangelio. No serás salvo por tradición familiar, ni por llevar muchos años en la iglesia: debe haber esa obra del Espíritu en ti que te lleve a decir que aún no eres lo que debes ser, pero por la gracia de Dios ya no eres lo que eras, y esperas esa transformación final y completa de tu ser.

Y más concretamente, la Palabra de Dios te llama a tener esa consciencia firme de que el viejo hombre ha quedado sepultado con Cristo, y que ahora no vives tú, sino que Cristo vive en ti (Gá. 2:20). En palabras del Apóstol Pablo: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14). Y cuando el Apóstol habló de aquello que dejó atrás, no se refirió a lo que él consideraba más despreciable en él, sino incluso lo que él creía que era lo mejor de su persona, aquello que usaba para jactarse ante los demás. Todo lo que éramos sin Cristo debe quedar atrás, sepultado con Él, y ahora debemos procurar una vida por completo renovada por su Espíritu obrando en nosotros.

En palabras del Ap. Juan, todo el que tiene esta esperanza se purifica a sí mismo. Meditemos, entonces, en esta gran obra de Cristo, y quedémonos con esta verdad: Cristo fue al sepulcro no sólo para resucitarnos de él cuando morimos, sino también para que un día, el sepulcro ya no sea más. Dijimos que hoy no existe ciudad en la que no encontremos también un cementerio. Sin embargo, por la victoria de Cristo habrá una ciudad a la que nunca acompañará un cementerio, la Nueva Jerusalén, ya que la muerte no existirá más y el sepulcro perderá así todo su poder:

Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor;porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas” Ap. 21:2-5.