Pedro niega a su Señor
Domingo 23 de diciembre de 2018
Texto base: Juan 18:15-18; 25-27.
En el mensaje anterior, vemos cómo la terrible dureza de la incredulidad llevó a los líderes religiosos a cometer la máxima insolencia: arrestar y juzgar al Juez Justo de toda la tierra. Hoy, en la negación de Pedro, veremos hasta dónde puede llegar la debilidad de un discípulo de Cristo, pero aun más, hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios sobreponiéndose a nuestra maldad.
Los cuatro Evangelios registran el anuncio que hace Jesús, de que Pedro lo negará. Los cuatro, asimismo, relatan la vergonzosa negación del Apóstol. Es uno de los hechos más conocidos popularmente, y desde luego debemos examinarlo con mucha atención. ¿En qué consistió la negación de Pedro? ¿Qué lecciones nos deja para el hoy y el ahora? ¿Qué nos dice la reacción de Cristo al ser negado? Abramos la Escritura y veamos.
I. Radiografía de la negación [Mt. 26:69-75; Mr. 14:66-72; Lc. 22:55-62]
Debemos recordar que la misma noche en que Jesús tuvo la cena pascual con sus discípulos, fue arrestado y juzgado por el Sanedrín. Él había anunciado solo unos instantes antes: “He aquí la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn. 16:32). Esto se cumplió esa misma noche en el huerto, cuando al momento de su arresto, “… todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Mt. 26:56).
Sin embargo, dos de ellos lo siguieron de lejos en la oscuridad (Lc. 22:54). Uno de ellos, cuyo nombre no se menciona, lo más probable es que fuese el Apóstol Juan, ya que habla de sí mismo en este Evangelio sin mencionar su nombre. Juan era conocido del sumo sacerdote. No se conoce el cómo ni el porqué de este lazo, pero la palabra usada en el original denota una relación muy cercana, casi familiar. Además, los detalles que dan en el relato nos hablan de alguien que presenció los hechos en persona (“hacía frío”, “Pedro estaba en pie calentándose”).
Juan, entonces, al ser conocido por el sumo sacerdote, permitió a Pedro entrar a la casa en que vivían Anás y Caifás. Estos palacios de medio oriente miraban hacia su propio interior, es decir, las habitaciones estaban construidas alrededor de un patio abierto, estando ese patio al centro de la casa (parecido a casonas antiguas en Chile).
Debemos imaginarnos a Pedro, entonces, entrando a esta casa, un lugar desconocido para él, desorientado, con sueño por ser ya pasada la medianoche, sin saber bien qué ocurre, lleno de dudas e incertidumbre en su mente, llegando a un patio lleno de guardias y criados que además estaban despiertos y activos precisamente porque se había realizado la detención de su Maestro.
En ese contexto, se le acerca la criada que le abrió la puerta. Estaba oscuro, pero Marcos nos dice que cuando Pedro se acercó al fuego, ella lo miró, Lucas nos dice que se fijó en él, y se dio cuenta que estaba con Jesús el nazareno, y allí le dice: “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?”. Ante esto, Pedro se vio expuesto. Estaba rodeado de los alguaciles que habían ido a detener a Jesús, recordando además que su actuación en el huerto no fue recatada, sino que le había cortado la oreja a uno de esos siervos, nada más y nada menos.
Su reacción inmediata, instintiva, es inmediatamente negar su relación con Jesús, algo que haría tristemente célebre a Pedro: “No lo soy”, dijo. Marcos agrega que dijo: “No le conozco, ni sé lo que dices” (14:68). El temor lo hizo echar por la borda 3 años siguiendo a Jesús, compartiendo con Él cada día, recibiendo sus cuidados, su pastoreo, su enseñanza y toda su misericordia hacia él. Los momentos gloriosos, la transfiguración, los milagros, las resurrecciones, el momento en que lo rescató de las olas cuando intentó caminar sobre el mar; todo eso quedó en un segundo plano. Lo que salió de su boca fueron las palabras más tristes, más amargas, en la hora más oscura: “No lo soy, no le conozco”.
Teniendo en cuenta los relatos paralelos, luego de esto, Pedro intentó salir del palacio, pero allí se encontró nuevamente con la criada y con otra más, quienes lo reconocieron, y lo acusaron de ser uno de los discípulos de Jesús, y así comenzaron a divulgar entre los que estaban allí. Él nuevamente lo negó, diciendo “No conozco al hombre” (Mt. 26:72).
Al ver frustrado su intento de huir, vuelve nuevamente al fuego, y podemos suponer que a estas alturas Pedro era un manojo de nervios. Para continuar con su pesadilla, es reconocido por quienes estaban allí, quienes por su acento galileo concluyen que andaba con Jesús y sus discípulos. Pedro vuelve a negar que conoce a Jesús, pero para colmo uno de los siervos del sumo sacerdote, era pariente de Malco, a quien Pedro había cortado su oreja. Éste le dice más incisivamente: “¿No te vi yo en el huerto con él?”. Pedro a estas alturas reacciona impulsivamente y con ira, como es propio de él, y según los relatos de Mateo y Marcos comenzó a maldecir y jurar, diciendo “No conozco a este hombre de quien habláis” (Mr. 14:71; Mt. 26:74).
El hecho de maldecir y jurar implica que Pedro invocó el nombre de Dios sobre lo que estaba diciendo. Al jurar, digo “que Dios me castigue sin piedad, si lo que estoy diciendo no es cierto”. Pedro se hundió profundamente en un pozo oscuro de cobardía y terror. Al ver peligrar su vida, negó a su Señor y Maestro.
Al ver películas o recreaciones sobre este asunto, podemos engañarnos. Este hecho no ocurrió en el lapso de unos minutos, con las 3 negaciones seguidas, sino en un lapso de aprox. 2 horas. Y cuando dice que Pedro negó a Jesús 3 veces, no se trata de 3 ocasiones exactas en que dijo “no le conozco”. Se trata más bien de 3 escenas o situaciones: primero en el fuego, recién entrado al patio. Luego cerca de la puerta, al intentar salir. Luego nuevamente cerca del fuego, cuando su huida se vio frustrada. De hecho, en cada una de estas 3 situaciones dijo varias veces y a distintas personas que no conocía a Jesús, que no era su discípulo.
El Señor Jesús había anunciado: “De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces” (Jn. 13:38). En aquel entonces, dividían la noche en 4 vigilias. Los gallos comenzaban a cantar aprox. a las 3 de la madrugada, lo que marcaba el paso de la tercera a la cuarta vigilia. El Señor estaba diciendo con esto a Pedro que no sólo fallaría en seguirlo hasta la muerte, como él se había jactado, sino que esa misma noche, antes de las 3 de la madrugada, Pedro lo habría negado 3 veces.
Cuando terminó toda la tercera negación, se escuchó el canto del gallo. Allí fue cuando Pedro recordó lo que Jesús había anunciado. Más aun, Lucas nos dice: “Entonces el Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro la palabra del Señor, cómo le había dicho: Antes que el gallo cante hoy, me negarás tres veces. 62 Y saliendo fuera, lloró amargamente” (Lc. 22:61-62 BLA). ¿Podemos imaginar esa mirada del Señor? Ni 10 lanzas habrían podido atravesar el corazón de Pedro como lo atravesó esa mirada de Jesús.
Mientras Jesús comparecía solo ante el Sanedrín, Judas estaba a horas de ahorcarse, los discípulos se dispersaron en la oscuridad de la noche, y Pedro se apartó a llorar amargamente. Con esto, se cierra uno de los episodios más tristes de la Escritura.
II. La negación de Pedro y nosotros - Lecciones
¿Cómo no vernos reflejados en Pedro? Lejos de apuntarlo desde lejos, en él vemos tristemente un retrato de nosotros mismos, en nuestros peores momentos. Este triste momento nos deja varias lecciones:
- La debilidad del cristiano: Si algo queda claro, es lo débiles que somos. Podemos estar en un momento glorioso de comunión con el Señor, aprendiendo cosas sublimes que impactan nuestro corazón, y a la vuelta de la esquina podemos caer estrepitosamente si no velamos.
“Esto ocurrió inmediatamente después de recibir la cena del Señor, después de escuchar la más conmovedora de las exhortaciones y de las oraciones que oído mortal jamás ha escuchado, luego de las advertencias más claras posibles, [y ocurrió] bajo la presión de una tentación no muy seria” (J.C. Ryle).
El Señor advirtió a sus discípulos en el huerto, unos instantes antes: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26:41). Nunca podemos enfatizar demasiado el hecho de que debemos depender del Señor constantemente. Nuestra naturaleza de maldad no se sujeta a la ley de Dios, ni siquiera necesitamos enemigos externos, pues en nosotros tenemos el mayor obstáculo para una vida de obediencia. Dijo el Señor, “separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5). Este es un clarísimo testimonio de eso, haremos bien en recordar esta verdad a cada momento.
El pastor Augustus Nicodemus dijo: “La oración es para los débiles, por eso yo oro”. ¿Te crees fuerte? ¿Piensas tener la fuerza para enfrentarte a cada situación diaria y acudes al Señor sólo si te ves muy sobrepasado? Eso no es más que orgullo. Creo que todos aquí confesaremos de boca que somos débiles y necesitados de la gracia de Dios, pero finalmente será nuestra vida de oración la evidencia final de si realmente nos reconocemos débiles y dependientes del Señor, o si somos orgullosos y confiados en nosotros mismos.
- El absurdo de la autoconfianza: El mismo punto anterior demuestra lo ridículo que es pensar que podemos hacer algo por nosotros mismos, en nuestras propias fuerzas. Sin embargo, esta es una actitud que vemos permanentemente en Pedro.
- Cuando vio a Jesús andando sobre el mar, se apresuró a decir “Señor, si eres tú, mándame que vaya a ti sobre las aguas” (Mt. 14:28). Luego, cuando ya sus pies estaban sobre las olas, temió y comenzó a hundirse. El Señor tuvo que tomarlo del brazo y librarlo de ahogarse.
- Cuando Jesús anunció que debía morir y resucitar al tercer día, Pedro lo tomó aparte y quiso prevenirlo de hacer tal cosa, como si Él pudiera ser más sabio que Jesús y pudiera corregirlo. Esto terminó muy mal para Pedro. Jesús le respondió: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mt. 16:23).
- Cuando el Señor Jesús anunció que los discípulos se dispersarían, Pedro dijo lleno de autoconfianza: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mt. 26:33). Cuando el Señor le aclaró que esto no sería así, sino que Pedro lo negaría, él le dijo: “Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mt. 26:35). Vemos que una vez más corrigió al Señor, y no tuvo en cuenta su advertencia.
- Cuando Cristo fue arrestado, Pedro quiso salvar la situación, pensando que él podía proteger a Jesús, así que, sin esperar órdenes, desenvainó la espada y cortó la oreja de Malco, siervo del sumo sacerdote (Jn. 18:10). Se vio a sí mismo como fuerte y a Jesús como indefenso. Él sería el superhéroe que salvaría la noche. Una vez más, terminó siendo reprendido por Jesús.
- En el momento de su arresto, Cristo dijo a los guardias que dejaran ir a los discípulos (Jn. 18:8). Esto fue para que no se perdiera ninguno de ellos, sino que sus vidas fueran preservadas. Sin embargo, Pedro, el superhéroe, quiso seguir a Jesús de lejos, quiso ver dónde le pondrían, y quizá aún esperaba la posibilidad para salvar al que veía como su indefenso Maestro.
Estos son sólo algunos ejemplos de la impulsividad de Pedro, basada en la gran confianza que tenía en sí mismo. Era un hombre que se lanzaba a hacer algo, porque sí, y una vez que estaba en medio de la situación, pensaba por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Se creía tan fuerte como para defender al Señor, y tan sabio como para corregirlo. Pero nadie que esté tan lleno de autoconfianza termina bien: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, Y antes de la caída la altivez de espíritu” (Pr. 16:18). Así, este rudo pescador se llenó de pavor ante la pregunta de una criada, quien ni siquiera lo amenazó.
¿Cuántas veces hacemos lo mismo? Simplemente nos lanzamos a hacer cosas, nos entregamos a los afanes, tomamos decisiones, algunas incluso muy importantes, todo sin antes habernos detenido a meditar en la voluntad del Señor y a encomendarnos seriamente a Él. Pensamos que podemos, que sabemos, que no necesitamos la ayuda del Señor; y muchas veces el Señor nos deja en nuestra autoconfianza, sólo para que después nos demos cuenta de que estamos en un pozo y no podemos salir sin que Él nos saque.
- El peligro de la pereza: Cuando el Señor les dijo en el huerto que velaran y oraran para no entrar en tentación, Pedro dormía, siendo incapaz de velar junto con Jesús como Él se lo pidió (Mt. 26:40,43). Este era el sueño de la necia autoconfianza. Pedro no vio necesidad de prepararse, de estar atento, de velar, pese a todo lo que el Señor les enseñó y les anunció que iba a ocurrir. Ante sus ojos, él tenía dominada la situación y no había ningún peligro.
Piensa en tu vida: ¿Sabes cuándo vendrá el día malo? Si a la salida de esta reunión te espera una gran calamidad o una terrible prueba, ¿Estarías preparado espiritualmente para enfrentarla? La pereza es el taller del diablo, y ojo que aquí con pereza no necesariamente hablamos de dormir o de no hacer nada, sino de no hacer lo que debes hacer cuando debes hacerlo, lo que incluye también dedicarte a hacer otra cosa, distinta de la que es tu deber. Recordemos el caso de David, quien, en vez de liderar a sus ejércitos a la batalla, se quedó en su alcoba, y fue cuando vio a Betsabé desde su balcón.
La exhortación del Señor se repite: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26:41).
- La parálisis por el temor de los hombres y la autoconservación: Ante el temor de resultar dañado en caso de confesar que sí era discípulo de Cristo, Pedro prefirió negarlo y salvar su pellejo. Y es que siempre que negamos al Señor, es por este temor de los hombres, es porque vemos que es preferible agradarlos a ellos que al Señor, o en el sentido contrario, pensamos que es más grave desagradarlos a ellos que al Señor. Esto no es más que incredulidad y cobardía.
Por eso dice el proverbio: “El temor del hombre pondrá lazo; Mas el que confía en Jehová será exaltado” (Pr. 29:25). El temor a los hombres produce una parálisis en el alma, nos enfría y nos hace pensar que estamos solos, que el Señor ha desaparecido, que por un momento no existe, que no será fiel a sus promesas, y que lo único que nos queda es salvar nuestra vida. Quien vive permanentemente bajo este temor de los hombres, no puede agradar a Dios, porque es un incrédulo. Por eso los cobardes son los primeros en la lista para ser arrojados al lago de azufre (Ap. 21:8).
Esto es especialmente relevante en nuestra época, donde la autoconservación es tan enfatizada. Queremos evitar cualquier cosa que implique desgaste, cansancio, sacrificio o sufrimiento. Inventamos mil excusas y justificaciones para conservarnos, para salvarnos el pellejo, cuando estamos llamados a arder como sacrificios vivos delante de Dios.
Y es triste pensar que no hubo dos testigos para testificar a favor del Señor en el juicio ante el Sanedrín, siendo que Pedro y Juan se encontraban en el mismo palacio, pero por temor a los hombres y la autoconservación no levantaron la voz.
- El pecado lleva a más pecado: Después de su primera negación, Pedro tuvo tiempo para recapacitar, y vemos que incluso intentó huir. Eso nos dice que las dos negaciones siguientes ya fueron más conscientes y deliberadas que la primera. Pedro fue descendiendo, hundiéndose en el pecado.
“Al principio, la falta no será muy grande, luego, se transforma en habitual, y a la larga, después de que la consciencia ha sido adormecida, aquel que se ha acostumbrado a rechazar a Dios no pensará nada malo de sí mismo, sino que se atreverá a cometer las mayores impiedades… estemos en guardia, que todo aquel que es tentado por satanás, mientras aún no se corrompe, no se permita ni la menor licencia” (Juan Calvino).
Tengamos cuidado, no pensemos que podemos “administrar” el pecado, que podemos tenerlo bajo control, porque en ese momento es precisamente cuando estamos siendo más controlados por él. Un pecado lleva a otro, es una espiral descendente. Pedro comenzó negando algo sorprendido, y terminó negando con juramento y maldición.
III. El misericordioso Jesús
Sin duda, la caída de Pedro fue estrepitosa y grave. El sufrimiento de Cristo se vio agravado por la conducta perversa de Pedro. Mientras el Salvador se encontraba atado adentro del palacio, afirmando la verdad con valentía, Pedro se encontraba en el patio, negándolo con cobardía.
Jesús había dicho en su oración al Padre, que Pedro escuchó: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3). Sin embargo, Pedro aquí afirmaba una y otra vez: “no le conozco”. Con esto, negaba lo más esencial de la fe cristiana, conocer a Cristo, que es aquello que nos da vida eterna y salvación, algo que el Apóstol Pablo describe en Fil. 3 como la meta suprema de nuestra vida.
Y ciertamente, no estamos libres de negar a Cristo como lo hizo el Apóstol Pedro. Cuando preferimos callar en el momento en que deberíamos hablar, cuando nos avergüenza que en nuestro trabajo sepan que somos cristianos, o que nuestros vecinos o familiares se enteren de nuestra fe, estamos negando al Señor. Cuando permanentemente nos restamos de dar a conocer el Evangelio, porque pueden pensar que somos ridículos, tontos o fanáticos, estamos negando a Cristo.
A veces nos excusamos diciendo “es que todavía estoy esperando el momento”, “es que yo hablo con mi conducta”, “es que prefiero no espantarlos, sino que vean mi testimonio”, pero esas justificaciones no se sostienen ante la Palabra. Lo que ocurre es que no queremos ser apuntados, no queremos que nos señalen, no queremos quedar aislados ni ser los distintos del grupo. Tal como Pedro, nos acercamos al fogón del mundo, junto con los impíos, intentando pasar como uno de ellos. Quienes perseveran en este pecado, pueden llegar a cometer impiedades e inmundicias, con tal de que no piensen que son cristianos fanáticos.
Y también debes saber una cosa: cada vez que pecas conscientemente, cada vez que cruzas la línea que el Señor ha marcado y que sabes que no debes traspasar, y cada vez que sabiendo hacer lo bueno no lo haces, y sabiendo que debes enmendar algo en tu vida lo sigues dejando pendiente; allí estás diciendo con tus actos: “no le conozco, no soy su discípulo”.
Pero ¿Por qué la Palabra revela esta caída de Pedro? No es para humillarlo y dejarlo quebrado en el suelo, sino para demostrar que en todo momento nuestro Señor estuvo en control de lo que ocurrió, que sus profecías se cumplieron, y que, a pesar de ser abandonado, traicionado y negado por sus discípulos, Él siguió adelante y obedeció a su Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, para darnos vida.
Volvamos a la mirada de Jesús a Pedro. En esa mirada debió haber reproche, pero también mucha tristeza. Con esa mirada le dijo: “Simón, Simón, te anuncié que esto ocurriría, te dije que te prepararas, que velaras, que estuvieras alerta, pero no lo hiciste, te creíste fuerte y aquí estás, has caído, me has negado en el momento en que más debías mostrar fidelidad”. Pero, estoy seguro de que no hubo solo exhortación y tristeza. Cristo, ya habiendo sido golpeado, atado y humillado, también debió mirarlo con compasión, con amor, demostrándole que estaba por ir a la cruz por él, que, a pesar de la cobardía de Pedro, Él iba a sostener valientemente su propósito de salvarlo.
El amor de Jesús no dependía de que Pedro lo amara de regreso: “… sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn. 13:1). Él nos amó primero (1 Jn. 4:19). Él quiso amarnos, cuando nosotros aún éramos débiles, y murió por los impíos, no por los perfectos. Sabía que Pedro había caído, pero que era realmente su discípulo. Sabía que su fe era débil y falible, pero era verdadera fe. Con su mirada le dijo “Pedro, me has fallado, pero te amo, y daré mi vida por ti”.
Ciertamente debemos lamentarnos hondamente por nuestro pecado, pero también debemos saber una cosa: Dios nos ama igualmente en nuestros días buenos como en nuestros días malos. Si has creído en Cristo, no hay día tan malo como para alejarte definitivamente de su gracia y de su amor. Y es que su amor no depende de lo que hagamos por Él, ¿Cómo podríamos ganarnos su favor siendo pecadores? Su amor depende de sí mismo, no porque vio algo en nosotros, sino simplemente porque quiso amarnos, y por eso podemos confiar en que su amor es invariable y eterno, porque no depende de nosotros sino de Él, de su fidelidad.
El mismo Jesús, una vez que resucitó, aunque era Él el ofendido, fue a buscar a Pedro, quien se desanimó hasta perder el Norte. Lo restauró, y tal como lo negó tres veces, el Señor le dio la oportunidad de decir que lo amaba tres veces. Luego de ser restaurado y de recibir el Espíritu Santo, vemos un milagro: Pedro, en Hechos cap. 4, aparece testificando ante el mismo consejo de ancianos y gobernantes que juzgó a Jesús, incluso Anás y Caifás, aquel mismo consejo que lo aterrorizó antes, pero ahora dice ante ellos con valentía: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”, y luego agregó, cuando lo amenazaron para que se callara: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:12, 19-20).
“Sin duda, Pedro calló vergonzosamente, y se levantó de nuevo únicamente después de un arrepentimiento de corazón y lágrimas amargas. Pero se levantó de nuevo. No fue dejado a las consecuencias de su pecado, ni rechazado para siempre. La misma mano compasiva que lo salvó de ahogarse, cuando su fe le falló en las aguas, una vez más se estiró para levantarlo cuando calló en el patio del sumo sacerdote” (J.C. Ryle).
¡Gloria a Dios! En Cristo no sólo hay salvación, sino también restauración cuando hemos caído. No niegues a este glorioso Salvador. Que esto te llene de amor a Cristo, y de valentía para proclamar su Santo Nombre.