Texto base: Juan 15:10-17.
En las predicaciones anteriores hemos revisado la enseñanza de Jesús a sus discípulos en el contexto de su última cena pascual con ellos, en la que les anuncia su partida de este mundo al Padre, revelando hermosas verdades que deben afirmar sus corazones en fe y paz, sabiendo que esa partida no es un cambio de planes, sino todo lo contrario, el cumplimiento de la perfecta voluntad del Padre que desde el principio les había sido enseñada.
En el mensaje pasado, el Señor nos mostró a través de la alegoría de la vid, que Él es la fuente permanente de nuestra vida, y que por tanto sólo podemos vivir y dar fruto si nos mantenemos en continua dependencia de Él. Separados de Él no podemos hacer nada, quien no dé fruto en Él será cortado y echado al fuego, pero quien permanezca en Él y de fruto, disfrutará de la bendición continua de la vida abundante y será limpiado para dar más fruto.
Hoy nos concentraremos en la profundización de esta enseñanza, donde el Señor Jesús nos dice que la forma de permanecer en su amor es guardando sus mandamientos, lo que se manifiesta especialmente en obedecer el mandamiento nuevo que nos ha dado: amarnos unos a otros como Él nos ha amado. Nos enseña además que nos ha escogido para que llevemos un fruto que permanece, y que, si guardamos sus mandamientos, recibimos el maravilloso privilegio de ser llamados sus amigos.
I. El amor supremo de Dios en Cristo (vv. 12-13)
En la predicación anterior, nos detuvimos en una verdad gloriosa: El Padre ama a Cristo con un amor perfecto y eterno, y con ese mismo amor Cristo nos ama a nosotros. Y tal como Él permanece en el amor del Padre por la obediencia a su voluntad, también nosotros permanecemos en el amor de Cristo guardando sus mandamientos. Ya lo dijo Cristo en el cap. 14: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (v. 21).
En esta misma enseñanza de la cena pascual que se arrastra desde el capítulo 13 de este Evangelio, el Señor les había dado un nuevo mandamiento, y ahora lo reitera: que se amen unos a otros como Él los ha amado, y luego lo repite nuevamente (v. 17), lo que nos dice que es una verdad que Él quiere enfatizar, quiere que nosotros como sus discípulos la tengamos muy presente y que la recordemos de manera especial. Si el Señor Jesús ha puesto tanta importancia en esto, nosotros como sus discípulos debemos poner oído atento a lo que Él está recalcando.
Amarnos unos a otros, entonces, es la forma en que Cristo nos está diciendo que permanecemos en su amor y podemos dar fruto que permanece.
Las palabras de Cristo en este pasaje encuentran su espejo en la enseñanza de Juan en su primera carta, cap. 4:
“7 Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. 8 El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. 9 En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. 10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 11 Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”.
Lo que este pasaje nos dice es clave: Dios no sólo tiene o manifiesta amor, sino que Él ES amor. El amor está en la esencia de su Ser, por tanto, todo aquello que llamemos amor, debe reflejar el carácter de Dios. Si no refleja el carácter de Dios, aunque lo llamemos “amor”, no es amor.
¿Y cómo se manifestó el amor? ¿Cómo conocemos el amor? En que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo en propiciación por nuestros pecados, para que vivamos por Él. Entonces, antes que asociar el amor a la imagen de un corazón, debemos asociarlo a una cruz. Todo verdadero amor nace de Dios, lleva impreso su carácter y su imagen.
En la misma línea, Romanos 5:8 dice: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.
En la Biblia, el amor no es un sentimiento ni una pasión desordenada, sino la entrega de nuestro ser por completo para hacer bien, por la pura intención de buscar el bien de otro. Es una voluntad que actúa, un alma que obra, que hace bien, que busca el bien de otro, que entrega, que da.
Entonces, cuando la Escritura dice que “Dios es amor”, implica que es un dador, Él bendice y se goza en bendecir, en dar, en hacer bien, en manifestar su buena voluntad. Dios ama al dador alegre porque Él es el dador alegre por excelencia, el Supremo Dador. Y el buscar el bien está íntimamente relacionado con la santidad. El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en buscar nuestra santidad, en hacernos conforme a la imagen de Cristo, aun cuando eso significó que el propio Jesucristo debió morir.
Y de esto concluimos que lo contrario del amor no es el odio, sino el pecado: Lo contrario de amar, es pecar. Esto lo vemos en la misma ley de Dios. Amar al Señor es obedecer sus mandamientos (Jn. 14:15), amar al prójimo es cumplir la ley de Dios hacia Él, hacer la voluntad de Dios hacia su vida. Pecar contra el Señor es lo contrario de amarlo, y pecar contra el prójimo es lo contrario de amarlo. El amor de Dios hacia nosotros significó entregar a su propio Hijo para deshacer la consecuencia de nuestro pecado.
En resumen, sabemos que Dios es amor, y que nos ha demostrado ese amor enviando a su Hijo Jesucristo a morir en nuestro lugar, pagando el precio de nuestros pecados. Pero el mandamiento nuevo que nos entregó agrega además un “como”, una forma de amar: debemos amarnos ‘como’ Cristo nos ha amado. Y ¿Cómo nos amó Cristo?
Notemos aquí un punto importante: el Señor nos amó cuando éramos aún pecadores. Nos amó cuando le aborrecíamos en nuestra mente. No fue Él quien respondió a nuestro amor, sino que dice que Él nos amó primero. Su amor no fue motivado por nada en nosotros, no fue causado por nada de lo que nosotros éramos, ni por lo que hicimos. No podemos impresionar al Señor, menos siendo pecadores como somos. No podemos comprar ni ganarnos su favor, ni tampoco obligarlo a tener misericordia.
Y eso es lo maravilloso: el Señor nos amó por gracia, no por nuestros méritos. De hecho, nos amó cuando éramos y hacíamos todo lo contrario de merecer su amor, es decir, cuando más lo desmerecíamos, y lo que nos correspondía era en realidad recibir su ira.
Nos amó cuando nosotros nada podíamos ofrecer a cambio. ¿Qué podríamos entregar nosotros al Señor que no le perteneciera ya? Si aun nuestras vidas están en sus manos, Él dice “Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, El mundo y los que en él habitan” (Sal. 24:1), y, por si no quedaba claro: “He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía” (Ez. 18:4).
Además, nos amó sin hacer acepción de personas (Ro. 2:11): amó a ricos y pobres, a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación, a hombres y a mujeres, a niños, ancianos y adultos, a gente educada y a gente rústica, a sanos y enfermos; en fin, su amor no se basó en distinciones humanas, sino en su pura voluntad.
Por otra parte, nos amó hasta el fin: “… como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn. 13:1). Es decir, nos amó por completo, con todo su Santo Ser, y nos amó hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta el punto de dar su vida por nosotros, que no somos los notables y dignos de ser salvados, sino por pecadores y criminales. El Señor Jesús no se entregó por medida, o por partes, sino que fue como cordero al matadero, entregando todo su Ser en sacrificio.
En consecuencia, el Señor es quien nos ha dejado el parámetro, el modelo de cómo amar. Como el Pastor de nuestras almas, Él va delante de nosotros mostrándonos el camino que debemos transitar, y sus pisadas van delante de las nuestras. Él perfectamente puede pedirnos que hagamos algo que Él no ha hecho, pero en este caso Él fue delante de nosotros y nos mostró qué es el amor, cómo debemos amarnos, poniendo su propia vida en nuestro lugar.
Y Él ha declarado: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (v. 13). Con esto, Él estaba anunciando lo que iba a hacer por sus discípulos, y a la vez, estaba mostrándoles la forma suprema de amor. No hay mayor amor que ese. Ese es el amor completo, perfecto, el amor hasta el fin. Es imposible que alguien ame más que esto, y sólo Cristo lo ha hecho de forma plena y perfecta.
II. Amigos del Señor (vv. 14-15)
Y una manifestación de este amor glorioso que el Señor nos ha entregado, es que seamos llamados sus amigos, aquellos por los que Él entregó su vida en sacrificio. El Señor está enfatizando la idea que ya ha dicho desde el cap. 14, pero dándole un nuevo sentido: ya nos ha dicho que, si guardamos sus mandamientos, realmente le amaremos, y seremos amados por el Señor. Si guardamos sus mandamientos, permanecemos en Él y en su amor. Y ahora nos enseña que, si hacemos lo que Él nos manda, somos también llamados sus amigos.
Esto es significativo ya que, ¿Cuál es la condición en que nacemos? La Escritura dice: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col. 1:21-22). También dice: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Ro. 5:10).
Es decir, nuestra condición natural, con la que nacemos, es ser enemigos y aborrecedores de Dios. En palabras de Romanos cap. 3, “No hay justo, ni aun uno; 11 No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios… No hay temor de Dios delante de sus ojos” (Ro. 3:10-11,18). Y como ya hemos visto, nos ganamos esta condición de enemigos de Dios por nuestro propio pecado. La Escritura dice: “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12).
Nosotros somos quienes ofendimos al Señor, nosotros somos quienes escupimos su mano que se extendió con misericordia hacia nosotros. Fuimos nosotros quienes quebrantamos su voluntad perfecta y eterna, y ofendimos al Señor de todas las cosas, a aquel cuya dignidad y majestad están sobre todo, de manera que ni siquiera podemos dimensionar su gloria. Por lo mismo, nuestro crimen es eterno, porque se cometió contra un Dios de eterna dignidad y majestad. Por tanto, no merecíamos ni su amor ni su amistad.
Entonces, debemos valorar como un preciado tesoro estas palabras de Cristo, porque son muestra de una misericordia gigantesca. Por seguir a Cristo seguramente te ganarás muchos enemigos, habrá gente que no querrá tratar contigo, habrá incluso familiares que te despreciarán y hablarán mal de ti, quizá hasta haya quienes te golpeen, pero en todo esto recuerda que Dios ha querido llamarte su amigo. ¿Qué importa tener millares de enemigos si el Señor nos ha llamado amigos? Aunque enfrentemos mucha hostilidad en este mundo, nada puede compararse a ser amigos de Dios.
Esta es además una invitación maravillosa a la oración. El Señor de todas las cosas nos llama amigos, y podemos acercarnos con confianza a su Trono de Gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro (He. 4:16). Podemos arrodillarnos ante su presencia y acercarnos en el Espíritu a Aquél que es Alto y Sublime y habita en luz inaccesible (1 Ti. 6:16), pero que nos llama y nos trata como sus amigos.
También podemos enfrentar las aflicciones y las pruebas confiados, ya que el Señor de todo lo que hay, soberano sobre todo lo que ocurre, quien tiene todas las circunstancias sujetas a su voluntad, nos considera sus amigos, nos rodea de sus misericordias y se deleita en mostrarnos su favor y librarnos del mal.
Pero ten en cuenta algo: aquí no hay lugar para la neutralidad. Seremos llamados sus amigos si hacemos lo que Él nos ha mandado. Es decir, si no vivimos en obediencia a su Palabra, somos sus enemigos, Él mismo lo ha dicho: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mt. 12:30). Si hasta hoy no te has decidido a ser amigo de Cristo, a ser su discípulo, a vivir en obediencia a su voluntad, debes saber que estás viviendo en rebelión, que eres un impío y que eres enemigo del Señor de todas las cosas. No hay lugar para la neutralidad, no hay punto medio.
No puedes al mismo tiempo estar bien con Dios y con el mundo de maldad. Si el pecado y tú están en paz, entonces no te has reconciliado con Dios ni puedes ser llamado su amigo. Pero considera que, si Dios es tu amigo, no importa quién sea tu enemigo, pero si Dios es tu enemigo, no importa quién sea tu amigo, vas camino a la destrucción y necesitas desesperadamente la salvación. Debes dejar de huir de Él, y en lugar de eso huir hacia Él, correr hacia sus pies para disfrutar del perdón y la misericordia que Él ofrece gratuitamente.
Y el Señor no sólo nos dio a su propio Hijo Jesucristo para que diera su vida en nuestro lugar. Con eso ya teníamos razones suficientes para agradecerle y alabarlo por toda la eternidad. Pero además de eso, nos llama amigos por otra razón: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (v. 15).
Es decir, nos llama amigos porque no nos trata como sus esclavos, aunque lo somos, sino que nos da el trato de sus cercanos, Cristo nos da a conocer los misterios de Dios, aquellas cosas que están en lo profundo del Padre, aquellos propósitos y pensamientos que Él nos ha manifestado para que conozcamos quién es Él y cuál es su carácter, para que entendamos lo que nos ha concedido en Cristo y nos preparemos para las cosas que están sucediendo y las que están por suceder.
Por supuesto, tampoco merecíamos que nos diera a conocer su voluntad. El pecado nos había dejado en tinieblas de muerte, ajenos a la antorcha encendida que es la Palabra de Dios, y merecíamos quedarnos en esa oscuridad, pero el Señor en su misericordia ha querido revelarnos aquellos misterios que estaban escondidos en su Ser, y que ni siquiera los ángeles conocían.
Él quiere que entendamos, pues, como ya hemos visto, nos ha dado “el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Co. 2:12), Él quiere que comprendamos y meditemos en lo que Él ha hecho por nosotros, en esa ofrenda de amor eterno que nos ha entregado al darnos a su Hijo. Pero no sólo eso, quiere que encontremos gozo en su voluntad, Él desea que nos alegremos y nos llenemos de felicidad al conocer su propósito para nuestras vidas: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (v. 11).
Tal como dijo “La paz os dejo, mi paz os doy…” (Jn. 14:27), aquí nos habla de su gozo, su dicha, su bienaventuranza, su alegría, su felicidad. No es un gozo hueco y vacío como el del mundo, no es esa mentalidad del “piensa positivo” y de la sonrisa artificial, donde lo único que hay es una presión social por estar feliz, por vivir gozando como en un eterno comercial de Coca-Cola, sino que es un gozo que tiene un fundamento claro: se basa en las cosas que Jesús nos ha hablado, sus promesas y sus enseñanzas.
Y no es cualquier gozo, es ‘su’ gozo, es aquél que viene de Él, desde lo alto, y que el mundo no tiene ni puede tener, porque es fruto del Espíritu Santo (Gá. 5:22) en un corazón que ha sido transformado de muerte a vida. Y esto nos muestra algo muy importante: Dios es un Dios en el que hay gozo, hay felicidad y dicha eterna. A veces relacionamos la santidad con un ceño fruncido y una seriedad amarga, pero la santidad va de la mano con el gozo, el gozo es fruto del Espíritu, es decir, donde está la presencia de Dios hay gozo, ese gozo que viene del mismo Ser de Dios.
Pero no malinterpretemos esto, no es un gozo como el del mundo, no es el de la risa tonta y burlona, no es el de fiestas llenas de excesos y comilonas descontroladas. Es la alegría santa que se encuentra en el carácter de Dios, de modo que Él nos puede mandar que reflejemos ese carácter como sus discípulos: “Estad siempre gozosos” (1 Tes. 5:16). La única forma de estar siempre alegres, es conociendo y meditando en la Palabra de Dios, para eso es que Él la ha entregado a nosotros.
Y dice que nos ha hablado estas cosas para que nuestro gozo sea cumplido, es decir, perfecto, pleno, completo, para que seamos llenos de gozo, para que desbordemos de alegría. Ese es su deseo para nosotros. ¿Lo valoramos? ¿Somos conscientes de la gran misericordia de Dios hacia nosotros? ¿Tomamos este maravilloso regalo que Dios nos entrega en su mano para que lo disfrutemos, o más bien lo despreciamos?
Muchos quisieran encontrar el secreto de la felicidad, el misterio del gozo, pero Cristo aquí lo ha presentado claramente. Si tu Biblia está polvorienta y abandonada, no me digas que tienes un corazón gozoso. Si no meditas en esa Palabra ni oras llevándola en oración a Dios, no me digas que disfrutas de la verdadera felicidad. Si no estás lleno del Espíritu de Dios, si la Palabra no inunda tus pensamientos, si no es ella tu deleite y tu meditación día y noche, no me digas que vives lleno de alegría, porque estarás mintiendo. Y cuidado, porque muchas veces el entretenimiento que el mundo ofrece se vuelve el sustituto diabólico para reemplazar el verdadero gozo. No aceptes “gato por liebre”, no te contentes con el gozo hueco y vacío de este mundo, sino persevera para encontrar la verdadera alegría, esa que se encuentra como un tesoro únicamente en la Palabra de Dios.
III. Nuestra respuesta al amor de Dios: amarnos unos a otros
Entonces, habiendo visto el ejemplo supremo de amor que tenemos en Cristo, y considerando su gran misericordia de llamarnos amigos y de querer que encontremos gozo en su Palabra, debemos meditar en la respuesta que debemos dar ante esta enseñanza.
Debemos amarnos unos a otros como Él nos ha amado, y este amor que nos profesamos unos por otros será la marca, el distintivo, el lenguaje y el emblema nacional de la Iglesia. No nos conocerán por nuestra elocuencia, ni por nuestra inteligencia, ni por nuestra riqueza, ni por nuestros edificios o nuestras multitudes, sino por el amor que nos tengamos unos a otros.
Y esto porque la Iglesia es el único grupo de personas que puede tener amor verdadero entre sí, ya que el único amor verdadero es el que viene de Dios, y como dice la Escritura, “… el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5). Sólo la Iglesia de Cristo tiene el Espíritu Santo, sólo la Iglesia tiene este amor que viene desde la esencia misma de Dios. Por tanto, no digas que no puedes amar a tus hermanos de esta forma, porque has recibido el poder de parte de Dios para hacerlo.
La pregunta es, entonces, ¿Estamos viviendo en ese amor? ¿Estamos haciendo realidad esta enseñanza? ¿Estamos obedeciendo su mandato?
Amar con el amor con que fuimos amados implica entregar, y entregarnos a nosotros mismos: nuestra fuerza, tiempo, dinero, recursos, ofrendarnos como sacrificios vivos; aun cuando nos canse, nos duela, nos cueste. Nuestra sociedad adicta al bienestar, la comodidad y el entretenimiento ha hecho estragos en la iglesia. Ya no estamos dispuestos a sudar, a llorar, a esperar, a gastarnos, a pasar incomodidades e incluso aflicciones. Queremos ser como figuras de colección que permanecen para siempre en el envoltorio.
Pero amar a tus hermanos implicará sacrificios, significará soportar su carga, soportar su carácter, sus pecados en tu contra, implicará gastos de tu físico, tu tiempo, tu dinero, tus fuerzas y muy probablemente tu salud; y todo esto en medio de la oposición de un mundo que odia a Cristo, a su Evangelio y a su Iglesia. Si no quieres hacer esto, no te engañes, tu problema no es con tus hermanos, ni con la Iglesia. Lo que pasa es que no quieres ser discípulo de Cristo con todo lo que implica.
Y el énfasis que el Señor ha dado a esta enseñanza aquí es de un amor sacrificial: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13). El Señor mismo nos dio el ejemplo haciendo vida sus palabras, y así es como nosotros también debemos vivir. Nos está diciendo “este es el estándar, así deben amarse Uds., porque así los amé yo”. No es sólo pasar buenos momentos juntos, no es sólo tener simpatía unos por otros, no es sólo “caernos bien”, saludarnos con una sonrisa y un abrazo, no es sólo entregar una parte de nosotros unas cuantas ocasiones a la semana, sino que Cristo está hablando de poner la vida, entregarse por completo a uno mismo como Él mismo lo hizo.
Y poner la vida por los hermanos no es solamente estar dispuesto a morir si es necesario, sino que implica cada día negarse a uno mismo y entregar la vida en favor de los que aman a Cristo, de nuestros hermanos. Eso es dar la vida por nuestros hermanos. No es una emoción intensa en un hecho puntual, sino una actitud de cada día. Si no estás viviendo cada día por Dios, no pienses que serías capaz de morir por Dios si fueras puesto entre la espada y la pared. De la misma manera, si no estás dando tu vida por tus hermanos cada día, no pienses que lo harías en el momento en que la persecución llegue.
No hay tal cosa como amor abstracto: recordemos que el ejemplo que Cristo nos dejó y que es inmediatamente anterior a esta enseñanza, es el lavado de pies, donde Él, siendo Señor, se vistió como esclavo de sus discípulos, y los sirvió.
“No tenemos más derecho de quebrantar [este mandamiento de Cristo] que cualquiera de los otros dados en el monte Sinaí… Él provee el estándar más alto de amor… no debemos contentarnos con ninguna medida menor a esa. No debemos despreciar ni al más débil, al más bajo, al más ignorante ni al más deficiente, todos deben ser amados con un amor activo, de autonegación y de autosacrificio. Quien no puede hacer esto, o no está dispuesto a intentarlo, está desobedeciendo el mandato de su Señor… en quien no haya un amor como el de Cristo, no hay gracia, ni obra del Espíritu Santo, y no hay una religión genuina” J.C. Ryle.
Eso es, entonces, lo que caracteriza al amor que debemos profesarnos unos a otros: la abnegación, el negarnos a nosotros mismos, el morir a nuestro yo y entregarnos por nuestros hermanos como Cristo lo hizo por nosotros. Quizá en este momento estás mirando hacia el lado y pienses que hay muchos que no son dignos de tu entrega, de tu sacrificio y tu autonegación. Pero recuerda que tú tampoco eras digno de que Cristo muriera por ti, si fuera por esa forma de pensar, Cristo no hubiese dejado la gloria que tenía con el Padre antes de que el mundo fuese, para venir a una cruz sangrienta a derramar su vida en sacrificio, y ninguno de nosotros habría sido salvo.
Para poder amar de esta forma, entonces, debemos primero considerar el amor de Cristo y permanecer en ese amor, esa es la única forma. Y luego, debemos ver a nuestros hermanos no con nuestros ojos humanos y carnales, sino como el Señor los ve. Y el Señor los vio de tal forma, que envió a su Hijo Unigénito a morir por ti y por ellos. Esa es la principal y mayor razón que tenemos para amar a nuestros hermanos, es que Dios los amó y nos amó primero. Si reenfocas tus pensamientos y tu forma de ver las cosas de esta manera, notarás cómo tu visión de la Iglesia es transformada por completo.
Debemos grabarnos algo fundamental en nuestros corazones: no hay Juan 3:16 sin 1 Juan 3:16.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” Jn. 3:16.
“En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” 1 Jn. 3:16.
La consecuencia de haber sido salvados por Jesucristo, quien puso su vida para nuestra salvación, es que nosotros imitaremos ese amor supremo, poniendo también nuestras vidas por nuestros hermanos. Decir otra cosa es rebajar el amor de Cristo y diluir su mandamiento. Tanto es así, que en la Escritura esta es la prueba de fuego para saber si realmente somos salvos o no: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte. 15 Todo aquel que aborrece [no ama] a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él… Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. 8 El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 Jn. 3:14-15; 4:7-8).
La Escritura, entonces, eleva esta enseñanza al nivel de ESENCIAL en nuestra vida cristiana. No hay vida cristiana sin que esto sea una característica en nosotros.
¿Cómo podríamos decir entonces que amamos a nuestros hermanos si nos ausentamos de la comunión? La Escritura dice: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; 25 no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (He. 10:24-25). La condición básica para amar a tus hermanos es estar presente, sólo así puedes conocerlos, saber sus nombres, conocer sus rostros. El Señor nos ordena congregarnos para estimularnos unos a otros al amor y las buenas obras. Si asistes irregularmente, si te caracterizas por llegar tarde o como de mala gana, si sólo pretendes estar en lo mínimo necesario y te restas de instancias de comunión, de servicio y de trabajo, ¿Cómo puedes decir que amas a tus hermanos?
¿Cómo decir que amas a tus hermanos si te basas en sus méritos? Si sólo respondes a los que se acercan a ti, a los que te buscan, a los que te consideran, te llaman o te saludan primero, no estás amando, es más, no has hecho más de lo que haría un incrédulo promedio. Si una vez que alguien cometió una falta contra ti, dejas a esa persona en una lista aparte, o si te reúnes solamente con los que se han “ganado tu cariño”, no estás amando, sino que estás satisfaciendo tu deseo egoísta de compañía y tus necesidades sociales.
¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si haces acepción de personas? Si prefieres a los que son como tú, si te juntas siempre con los mismos, con aquellos de los que te has hecho amigo, o los de tu mismo trasfondo, o con tus mismos gustos, los acomodados con los acomodados, los profesionales con los profesionales, los de clase media con los de clase media y los más pobres con los de su misma condición. Si procedes así, no estás amando, simplemente estás actuando como una persona promedio.
¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si no los sostienes en oración? Si no presentas a tus hermanos ante el Trono de la Gracia, clamando por su bien, rogando por su santidad, para que sean guardados del mal, y peor aún, si no sólo no oras por ellos, o aún peor, si te permites murmurar contra ellos, ¿Cómo moraría el amor de Dios en ti?
¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si das lo mínimo posible de ti? Si quisieras no ser molestado más allá de sentarte y escuchar, si prefieres hacer y dar lo mínimo necesario como para tranquilizar tu consciencia y ser llamado “cristiano”, si consideras que haces un favor viniendo a alguna de las reuniones del domingo, y algunos domingos del mes, si entregas nada más que migajas de tus fuerzas, de tu tiempo y tus recursos para la Iglesia de Cristo, ¿Cómo podrías decir que amas a tus hermanos?
Debemos amarnos unos a otros con el amor con que Cristo nos amó. Las actitudes que he mencionado son todo lo contrario de ese sublime y maravilloso amor, de hecho, son la demostración más triste y lamentable de un torcido y desviado amor a uno mismo.
“¿Por qué me llaman ustedes “Señor, Señor”, y no hacen lo que les digo?” (Lc. 6:46 NVI). Si has sido salvado por Cristo, debes andar como es digno de la preciosa gracia que has recibido. Oye al Maestro, al cual llamas Señor. Presta atención a sus palabras, Él las ha remarcado y enfatizado para que las tengamos muy en cuenta: “Y este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. 13 Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos. 14 Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (NVI).