Domingo 2 de abril de 2017
Texto Base: Nehemías cap. 4:1-14.
Para entender adecuadamente este pasaje, debemos tener en cuenta que está en un contexto, el que está dado por el retorno de los judíos desde su exilio en Babilonia, que es un gran proceso relatado en los libros de Esdras y Nehemías.
Recordemos que debido a su continua desobediencia y las abominaciones que cometieron delante del Señor, los judíos habían sido llevados cautivos a Babilonia, situación que se prolongó por 70 años. Luego de estos 70 años, el Señor tuvo misericordia de este pueblo rebelde, y despertó el corazón del rey Ciro de Persia para que les permitiera volver del cautiverio y reconstruir la ciudad de Jerusalén y su templo. Este regreso de los judíos desde la cautividad es lo que nos relata el libro de Esdras.
Sin embargo, y luego de un largo y trabajoso viaje, el pueblo de Dios enfrentó diversos obstáculos en la reconstrucción. Los pueblos que vivían en la zona no querían que se reconstruyera Jerusalén ni su templo, por lo que se les opusieron primero con engaños, y luego con violencia. Durante todo el período de reconstrucción de Jerusalén, que se prolongó por varias décadas, los judíos debieron enfrentar una oposición tenaz de parte de sus vecinos, quienes se habían deleitado en la caída de Jerusalén, ya que eran sus enemigos, y desde luego no querían que esta ciudad volviera a levantarse, porque se alegraban en su ruina.
El retorno de los judíos desde su exilio de 70 años en Babilonia, se produjo en varias oleadas, es decir, regresaron en distintos grupos distanciados por varios años entre sí. El decreto del rey Ciro de Persia (imperio que tenía cautivos a los judíos) para que volviera la primera oleada de judíos a Jerusalén, liderada por Josué y Zorobabel, fue en el año 539 a.C. Luego, 80 años más tarde volvería una segunda oleada de judíos, liderados por Esdras. 13 años después, retornó un tercer grupo de judíos, esta vez liderados por Nehemías, con la tarea pendiente de reconstruir el muro alrededor de Jerusalén. En otras palabras, Nehemías volvió a Jerusalén con su grupo, 93 años después de que el rey Ciro de Persia permitiera la reconstrucción de la ciudad.
Nehemías era el copero del rey, es decir, ocupaba un cargo de absoluta confianza, pues estaba a cargo de lo que él bebía y debía probar todo aquello que el rey tomaría para ver si estaba envenenado, poniendo así su vida en peligro por el rey. Estaba en una posición privilegiada para hacer peticiones, y se podría decir que era el confidente del rey. Solo alguien que gozara de esa confianza irrestricta podía ser el encargado de reconstruir los muros de Jerusalén, ya que existía gran peligro de una insurrección. Con esto, vemos la soberanía del Señor, quien usa a sus hijos en lugares estratégicos para llevar a cabo su propósito.
En el libro de Nehemías, resalta el celo de este funcionario del imperio persa por hacer todas las cosas de acuerdo a la ley del Señor. También destaca la obediencia a Dios que sostuvo Nehemías a pesar de todas las numerosas dificultades. Vemos también como idea clave en este libro, la manifiesta oposición que ejercen los enemigos de Dios contra su pueblo, y la manera en que el mismo Señor usa esta oposición para cumplir sus propósitos y hacer bien a su pueblo.
La labor de Nehemías se centró principalmente en reconstruir los muros de la ciudad. Una ciudad sin muros era una ciudad completamente desprotegida, que estaba a merced de todos los peligros posibles, principalmente: animales salvajes, saqueos e invasiones enemigas. Una ciudad sin muros era como un cuerpo humano sin sistema inmunológico. Se encuentra sin defensas y su caída es sólo cuestión de tiempo. Por eso, era una vergüenza para un pueblo el que fuera incapaz de proteger su propia ciudad. Eso explica que se diga en este libro que Jerusalén estaba en oprobio, es decir, estaba en humillación, y explica también la urgencia y el profundo dolor de Nehemías, lo que lo llevó a pedir permiso al rey para poder volver a liderar la reconstrucción.
En los capítulos anteriores, se habla del comienzo de esta obra de reconstrucción de los muros y las puertas de la ciudad de Jerusalén, y aquí debemos considerar que la ciudad estuvo casi un siglo y medio sin muros. Hoy nos concentraremos en las burlas, la desmoralización, la intimidación y el desánimo que debieron enfrentar los judíos de parte de sus vecinos, a poco andar en su obra de reconstrucción.
La verdadera guerra espiritual
Es imposible entender el pasaje que estamos revisando, si no comprendemos que estamos involucrados en una lucha espiritual con consecuencias eternas. No podemos verlo simplemente como una rivalidad entre seres humanos. Y lo mismo ocurre en nuestra vida, no podemos entender la oposición que enfrentamos en nuestra vida cristiana, como algo meramente terrenal, o tan solo como una diferencia de opiniones humanas.
No debemos perder de vista que toda la creación se puede dividir en dos reinos: el Reino de Dios y el reino de las tinieblas. En Col. 1:13 dice que Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo». Esto nos da a entender que o estamos bajo un reino o bajo el otro, pero no podemos estar en ambos, o en ninguno. Estos reinos están en pugna, pero no es una lucha entre dos fuerzas iguales, sino entre el Dios Soberano y Todopoderoso y aquellos que persisten en rebelarse contra su voluntad, y cuya destrucción y condenación son seguras y ciertas.
No hay punto medio, o eres de Dios o estás bajo el maligno, y tu posición en uno u otro reino quedará en evidenica con tu reacción ante la verdad. Jesús lo dijo: «Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. 43 ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. 44 Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira» (Jn. 8:42-44).
En relación con esto, debemos aclarar que todos nosotros también fuimos en otro tiempo enemigos de Dios y lo aborrecíamos. Esto es lo que dicen las Escrituras (Tit. 3:3-6): «Porque nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros. 4 Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y Su amor hacia la humanidad, 5 Él nos salvó, no por las obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a Su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, 6 que El derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador».
Aquí vemos que nadie puede decir que nació cristiano, o que es cristiano desde que tiene uso de razón. Todos nacemos siendo enemigos y aborrecedores de Dios, rebeldes por naturaleza. Si tú estás aquí y has creído verdaderamente en el Señor Jesucristo, no es porque hayas sido más sabio que otros que no lo han hecho. Es porque Dios tuvo misericordia y quiso cambiar tu corazón, haciendo que pasara de muerte a vida. Solo el Espíritu Santo puede hacer que un corazón que nació aborrecedor y enemigo de Dios, pase a ser un hijo de Dios, alguien que puede profesar amor genuino a su Padre Celestial.
Entonces, concluimos que todo aquél que no haya creído en Cristo, que no haya creído en la Verdad que Dios ha revelado en su Palabra ni haya sometido su vida a ella, es enemigo y aborrecedor de Dios. Por extensión, tal persona aborrece al pueblo de Dios tanto como aborrecen al Dios de ese pueblo. Ellos podrían incluso profesarnos alta estima, pero siempre que no les hablemos de la verdad de Dios. Podrían incluso desear nuestra compañía y anhelar que seamos uno de ellos, pero siempre que callemos y nos guardemos el Evangelio y al Dios que amamos.
En todo esto debemos recordar que, como nos explica el Apóstol Pablo, «… nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Ef. 6:12 NVI). Esos poderes y potestades mencionadas gobiernan a las personas que están bajo su dominio, pero estas personas de todas maneras son responsables de lo que hagan contra Dios y su pueblo. En esta lucha podemos tener a seres queridos que se conviertan en enemigos (“los enemigos del hombre serán los de su misma casa” Mt. 10:36).
A las personas en general no les molesta la espiritualidad. Ni siquiera son tan hostiles a la religión en sí misma. Lo que les molesta es un Dios soberano que imponga su reinado sobre todas las áreas de la vida del hombre, y que se revele estableciendo su Palabra como la única verdad. Y les molesta que haya un pueblo de Dios que viva obediente a su Señor, y que alce el estandarte de la verdad. Como no pueden golpear a Dios, demostrarán su odio contra la Iglesia cada vez que tengan oportunidad.
Desde luego al mundo no le molesta aquella “iglesia” que ha dejado de cumplir este deber. No les resulta desagradable ese inmenso grupo de gente que se llama a sí misma “cristiana”, pero que vive según las costumbres del mundo, y no según la Palabra de Dios. Esta pseudo-iglesia es parte de ellos, no se diferencia en nada de los enemigos de Dios, porque ella misma es enemiga y aborrecedora del Dios vivo y verdadero. Tal como dijo John R. Rice: “El mundo nunca quemó en la hoguera a un “cristiano tranquilo".
Para el mundo, la verdadera Iglesia nunca estará de moda. Aunque por un momento puedan demostrar incluso admiración, no tardarán en demostrar su desagrado. Tal como aborrecieron a Cristo y lo crucificaron, intentarán borrarla y eliminarla, pero no podrán.
Por algo el Apóstol Pablo fue claro en afirmar que «Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución». Este camino implica aflicciones, rechazo, pruebas y dolor, pero lo que nos sostiene es saber que Cristo vive, que se levantó de los muertos, y porque Él vive, nosotros también viviremos. Participar de sus padecimientos es un privilegio. Si nuestro Señor y Maestro, siendo puro y santo, sufrió por los pecados de su pueblo, nosotros, unos simples gusanos rescatados por gracia, debemos con alegría tomar esa cruz, sabiendo que al final del camino nos espera la gloria, y que en el trayecto disfrutamos de la hermosa comunión de los santos, la preciosa Iglesia de Cristo.
La oposición a la obra
Este rechazo del que hablamos es el que manifestaron los enemigos de los judíos (v. 1). Sambalat, Tobías, los árabes y los de Asdod, son los enemigos permanentes de los judíos en el libro de Nehemías. Constantemente intentan destruir al pueblo de Dios y obstaculizar su obra. Sambalat probablemente era moabita, y tenía el cargo de gobernador de Samaria. Tobías era gobernador de la región al este del río Jordán. Los árabes se ubicaban al sur de Jerusalén, y los de Asdod eran de una ciudad filistea cercana a Jerusalén, y eran enemigos históricos de los judíos.
Al ver que el pueblo de Dios ejecuta la obra de Dios, sus enemigos se enfurecen. El pueblo de Dios es la embajada del reino de Dios en la tierra, y por supuesto ellos no quieren que esta embajada se establezca, rechazan que este Rey usurpe el lugar que ellos quieren tomar, porque el hombre quiere ser dios y rey de su propia vida, el capitán de su destino y el dueño de su suerte. No quieren a Dios en el trono, porque quieren ese lugar para ellos mismos, sin percatarse de que son ellos los usurpadores, los rebeldes y criminales que quieren desterrar a Dios de su creación, desconociendo su señorío sobre todas las cosas.
El predicador Leonard Ravenhill dijo: «Si vas a madurar en Dios, todos los enanos a tu alrededor te criticarán y te despreciarán, diciendo: ‘así que estás tratando de ser más santo que todos nosotros, ¿ah?’».
En la historia, los enemigos de Dios han usado muy diversos métodos para oponerse al pueblo de Dios: amenazas, sobornos, engaños, violencia, difamación, bloqueo financiero, aislamiento social, exilio y ejecuciones públicas. En este capítulo 4 los enemigos de Dios usaron un método que puede parecer menos agresivo que los anteriores, pero resulta ser muy destructivo: el desánimo.
Las Escrituras registran lo que dijo Sambalat delante de su ejército (vv. 2-3). El discurso de Sambalat era demoledor. Apuntó directamente al orgullo de los judíos. Evidenció su debilidad, su miseria, se burló de su religión y del trabajo que estaban realizando, enfatizando en lo dificultoso que sería levantar todo de nuevo desde los escombros y las cenizas. Tobías, para rematarlos, afirmó que hasta el peso de un animal tan liviano como una zorra podía echar abajo el muro que habían logrado levantar.
Pensemos en el contexto de estas palabras. La primera oleada de judíos había regresado hace 140 años. Para que nos hagamos una idea, si contamos 140 años hacia atrás desde el 2017, estaríamos hablando de 1877. En todo ese tiempo, no habían sido capaces de reconstruir los muros. El pueblo ahora trabajaba a prisa, pero ¿Qué aseguraba que terminarían la obra? Tanto les había costado, pasaron 140 años, un siglo y medio, ¿Cómo lo lograrían después de tanto tiempo? Los mismos judíos débiles y temerosos, ¿Ahora se lanzarían a reconstruir los muros de su ciudad?
Sin duda palabras como esta podían tumbar el ánimo hasta del más entusiasta. Así es el daño que produce el desánimo. Es un fuego que va consumiendo lentamente nuestro trabajo en la obra de Dios. Hay personas que pasan por altos y bajos muy pronunciados, y que un día pueden estar en la cima, pero al otro están en el fondo del abismo. Otras, en cambio, pasan por ciclos más prolongados, y por momentos muestran gran fervor en la obra de Dios, pero luego se van apagando y caen a un pozo profundo por algún tiempo, siendo muy difícil sacarlos de ahí.
El desánimo va mezclado frecuentemente con la intimidación. Cuando nos sobrecoge el temor y el miedo nos posee, generalmente caemos presa del desánimo. Así, los enemigos de los judíos decían también: «Les caeremos por sorpresa y los mataremos; así haremos que la obra se suspenda» (v. 11).
Sea que el desánimo nos tumbe de inmediato, o que nos consuma de apoco hasta casi apagarnos, es un arma efectiva que utiliza el enemigo para dejarnos fuera de combate. Job, después de perder a todos sus hijos y gran parte de sus propiedades, además de sufrir una terrible enfermedad, debió soportar las duras palabras de sus amigos, quienes lo juzgaron apresuradamente. Los israelitas, antes de entrar a la tierra prometida, recibieron reportes de que ésta se encontraba habitada por gigantes invencibles. Los apóstoles, luego de la muerte de Jesús, estaban encerrados y llenos de espanto. En todos estos casos los hijos de Dios debieron sobreponerse a las circunstancias, que hacían que su entusiasmo se derrumbara.
Incluso, el desánimo puede provenir de nuestras propias filas. Los de la tribu de Judá decían: «Los cargadores desfallecen, pues son muchos los escombros; ¡no vamos a poder reconstruir esta muralla!» (v. 10), y los vecinos de Jerusalén, quienes eran también judíos, afirmaban: «Los van a atacar por todos lados» (v. 12). Frecuentemente, cuando nos rodean dificultades surgen de entre nosotros mismos algunas voces que nos llaman a desistir, o a bajar la marcha. Los desmotivadores internos pueden incluso hacer más daño que los de afuera, y se convierten en células cancerígenas que comienzan a dañar al cuerpo entero con el veneno de su desmotivación. No es casualidad que en muchos ejércitos los soldados que desmotivan a sus compañeros reciben la pena de muerte como castigo.
Por ejemplo, el Código de Justicia Militar de Chile, dispone en su Art. 287. “Será castigado con la pena de presidio militar perpetuo a muerte el militar que … dé voces para introducir el espanto o promover el desorden en la tropa, al principio o en el curso del combate; el que huya durante el combate, provoque la fuga de otros, se desbande, abandone el puesto que le corresponde o no haga en él la debida defensa… El culpable comprendido en alguno de los casos antes expresados, podrá ser muerto en el acto por cualquiera de los presentes, sea superior o inferior”.
Los judíos que asustaban a sus hermanos diciendo estas cosas, eran verdaderos parlantes del enemigo en medio del campamento del pueblo de Dios. En vez de animar a sus hermanos con la Palabra de Dios, llenos de fe en el Señor que prometió guardarlos, repetían las amenazas del enemigo, temían a su poder, y espantaban al pueblo de Dios.
Lo triste es que muchos cristianos desaniman a otros sin siquiera darse cuenta. Un caso típico de esto es ausentarse de los cultos, o mostrar poco compromiso con la iglesia, que no es otra cosa que poco compromiso con el Señor. Lo curioso es que muchos se permiten faltar o ser perezosos precisamente porque se sienten desanimados, desmotivados, sin ganas de asistir. Pero en vez de resistir el desánimo y cuidar su parte del muro, se unen al ejército enemigo y abren un forado en la muralla para que éste se abra paso.
Fijémonos lo que dice uno de los textos más conocidos de aquellos que exhortan a congregarse: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; 25 no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (He. 10:24-25). Uno de los propósitos principales de congregarnos es considerarnos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras. Quienes son negligentes con este deber, no solo dejan de considerar a sus hermanos para animarlos, sino que se permiten desmotivarlos, sumando así más bajas en el pueblo de Dios, y entorpeciendo la obra que es responsabilidad de todos. Créame, varios de los hermanos que asisten, cuando ven los asientos que fueron dejados vacíos por otros que no están, se resienten, y algunos se replantean si vale la pena perseverar.
Si seguimos con la comparación entre el pueblo de Dios y un ejército (cosa que vemos en la Biblia), resulta interesante ver otras conductas sancionadas por el Código de Justicia Militar: “El militar que, en campaña no se halle en una alarma, campo de batalla u otra cualquiera función de armas, con la debida prontitud, sin justificación de causa legítima que se lo haya impedido…” (Art. 293) y “El que en tiempo de guerra, con males supuestos o con cualquier pretexto, se excusare de cumplir sus deberes, o no se conformare con el puesto o servicio a que fuere destinado…” (Art. 294). Aunque nos cueste creerlo, nos encontramos en una guerra mucho más importante y profunda que una guerra entre dos países: nos encontramos en una lucha entre 2 reinos espirituales, y las consecuencias son eternas. ¿Con cuánta mayor seriedad deberíamos tomarnos estas cosas, entonces? ¡Despierta! ¡Estás en una guerra!
La reacción del pueblo de Dios
Pero detengámonos un momento en lo que Sambalat y Tobías dijeron a los israelitas. Ellos hicieron hincapié en su debilidad, en su miseria, en su incapacidad para hacer algo bueno. ¿Estaban equivocados? Increíblemente, la respuesta es no, o no del todo. Lo que pasa es que cuando se trata del desánimo, hay al menos 2 tipos de mentiras que nos intentarán seducir con su engaño:
Mentira N° 1: El “Tú puedes”. Este engaño es muy popular por nuestros días. Su discurso es una completa mentira, pero agrada tanto a nuestro corazón corrompido, que nos suena de lo más agradable. Ante una dificultad, este engañador nos dirá cosas como “tú puedes”, “el secreto está en ti”, “mira en tu interior y encontrarás la respuesta”, “descubre el campeón que hay en ti”, “lo importante es sentirte fuerte”, o frases grandilocuentes como “no hay sueño demasiado grande, sino soñadores muy pequeños”.
Según este engañador, lo importante es amarse a uno mismo, es decir, tener alta “autoestima”. Esa sería la solución a los problemas, y permitiría enfrentar la vida con la disposición correcta. Lo peor es que muchos supuestos predicadores cristianos han adoptado este como su discurso, y por eso muchas personas piensan que esto es cristianismo, pero la verdad es que no tiene nada que ver con el Evangelio, y se distancia completamente de las Palabras de las Escrituras.
Así, está lleno de personas que creen este engaño, y andan por la vida con una sonrisa artificial pero destruidos por dentro, se sienten obligados a ser felices, o ni siquiera eso, a parecer felices, imbatibles, personas capaces de enfrentar todo lo que se les ponga por delante; pero viven una mentira, y se encontrarán una y otra vez con frustraciones, pero lo peor es que estarán solos ante ellas, y como todos a su alrededor también estarán fingiendo una sonrisa, pensarán que son los únicos que no pueden, cuando en realidad ninguno puede en sus propias fuerzas.
Mentira N° 2: El “Nunca podrás”. Este engaño es sutil y muy persuasivo, porque parte diciendo una verdad: Tú no puedes. Es cierto, todos nacemos pecadores, aborrecedores de Dios en nuestra mente, rebeldes a su voluntad y siendo sus enemigos. En palabras de Jesús, nacemos «esclavos del pecado»: no podemos escaparnos por nosotros mismos de sus garras, y que hagamos lo que hagamos, pecaremos, incluso al respirar, porque no lo hacemos para gloria de Dios.
Toda esta naturaleza corrompida, entonces, tiene como consecuencia que de nosotros no puede salir nada bueno a los ojos de Dios, aunque los hombres nos alaben y nos aplaudan por nuestra aparente bondad.
El problema es que este engaño se queda ahí. Solo nos cuenta media verdad, y quien cuenta una media verdad ha contado una mentira completa. Lo triste es que también muchos predicadores se quedan aquí, sin hablar al cristiano de su nueva naturaleza en Cristo.
Pero la verdad es que efectivamente tú no puedes solo, pero con Cristo sí. Esto se refleja plenamente en las Palabras de Cristo:
«Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí. 5 »Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada»
(Jn. 15:4-5).
Separados de él no podemos hacer cosa alguna, pero en Cristo fuimos hechos nueva creación, para obedecer la voluntad de Dios, y ser agradables delante de Él. Si recibimos aliento de vida, es para dedicarnos por entero a agradar a Dios. Todo lo demás es necedad y sin sentido.
La clave, entonces, es reconocer nuestra absoluta incapacidad de hacer lo bueno, pero admirar también la preciosa gracia de Dios, que nos puede capacitar para obedecer, y depender de ella. Jesús dijo a los paralíticos “levántate y anda”. ¿Podían ellos hacerlo? Lázaro había muerto, pero le ordenó “¡sal fuera!” ¿Podía Lázaro revivir y salir fuera? ¿Podía siquiera escuchar la orden? ¡NO! Los paralíticos no podían andar, ni los ciegos ver, ni los sordos oír, ni los muertos revivir, pero Dios con su poder los capacitó para hacerlo, y ellos obedecieron con fe a Jesús, sabiendo que todo dependía de Él. Por eso Jesús les respondía que habían sido salvos por su fe, porque habían creído que Él era poderoso para sanarlos.
Así fue como reaccionó el pueblo de Dios en este cap. 4. Ante todos estos embates del enemigo, respondieron dependiendo completamente del Señor, y dejando todo en sus manos. No devolvieron amenaza por amenaza, ni vieron el tema como un problema simplemente humano o terrenal, sino que se encomendaron a Dios, sabiendo que todo está en sus manos (v. 4-5, 9, 14).
Notemos 3 cosas fundamentales: i) ante la oposición, la oración debe ser nuestra primera respuesta, y la más natural. Esto evidencia que sabemos que todo en último término es espiritual, y que está bajo el control de Dios. Con eso además nos ponemos a sus órdenes, a lo que Él determine; ii) cada oración que vemos en este capítulo, está acompañada de medidas concretas, y de trabajo. Muchos usan la oración como una excusa para no trabajar, cuando está claro lo que debemos hacer; iii) la manera de animarnos, de reenfocarnos, no es pensar en cuán grandes y capaces somos, sino en recordar quién es el Señor (v. 14).
Es curioso que, ante la oposición, o ante la amenaza de dolor o sufrimiento como el del pasaje, muchos cristianos de hoy habrían dicho: “ah, entiendo, esto significa que no es de Dios, no debemos seguir reconstruyendo, porque Dios no quiere que arriesguemos nuestra integridad”. Esa es la mentira que hemos creído hoy, somos cristianos entre algodones, nos acostumbramos a la comodidad y el bienestar. Pero como ya hemos aprendido, el sufrimiento y el dolor no anulan los mandamientos de Dios. Si hemos de sufrir por hacer el bien, enfrentemos el dolor y el sufrimiento con gozo, sabiendo que el Señor y su verdad son infinitamente más importantes que nuestra integridad, y que somos bienaventurados cuando somos perseguimos y sufrimos por Él.
Sin duda el desánimo es un enemigo muy peligroso, y a menudo invisible, que ha cobrado muchas víctimas en la Iglesia. El desánimo, como las termitas, va socavando los cimientos de nuestra fe, y si lo dejamos hacer su trabajo, terminará derrumbándose nuestra casa espiritual, afectando a todos a nuestro alrededor. En este sentido, todos luchamos en mayor o menor medida contra el desánimo, pero si nos dejamos vencer por él, no debemos considerarnos como víctimas, ya que estamos pecando contra Dios y contra su Iglesia. Cuando nos dejamos vencer por el desánimo, es porque ya hemos creído a sus mentiras, y hemos dejado de ver quién es Dios, y cuál es su voluntad para nosotros. En esa condición somos pecadores, no víctimas, aunque el desánimo nos engañará para que pensemos que lo somos.
Una de las mentiras más comunes es hacernos pensar que nuestra obediencia a Dios depende de que tengamos ganas. Se nos dice «si no tienes ganas, no lo hagas. De otra manera serías un hipócrita si lo haces». Pero como cristianos no estamos llamados a vivir de entusiasmos pasajeros, ni de las sensaciones que sintamos en nuestro estómago. Dios es digno de que rindamos todo nuestro ser. Esa es la verdad, Él merece todos nuestros esfuerzos, cada uno de nuestros pensamientos y cada segundo de nuestra vida, tengamos ganas o no. Nunca será mejor dejar de servir a Dios que servirlo. Nunca será mejor estar fuera de la Iglesia que en medio de ella. No vivas por ganas ni por entusiasmos, vive por fe, por la esperanza inquebrantable que tienes en Cristo.
Hay otro caso muy claro: Pedro –como todo ser humano- nunca pudo caminar sobre el mar, pero cuando Cristo se lo ordenó, él se aventuró y pudo dar algunos pasos. ¿Por qué se comenzó a hundir? Porque sacó la vista de Cristo, probablemente porque cayó en la mentira del “Tú puedes”. Luego comenzó a ver las fuertes olas y pasó rápidamente a la mentira del “Tú nunca podrás”. Se olvidó que dependía de Cristo, que él nunca había siquiera dado un paso sobre el mar, y que si pudo hacerlo al menos por un momento no fue por sí mismo, sino por el poder de Cristo. Por eso, cuando lo rescató, Cristo lo reprendió diciendo “¡Hombre de poca fe!”. De eso se trata, ¡De fe! Pero no en mí, sino en Cristo.
Y Cristo mismo debió enfrentar estas mentiras. Por un lado el diablo lo tentó con el “Tú puedes”, cuando lo invitó a lanzarse desde el pináculo del templo, o a convertir las piedras en pan. Por supuesto Jesús es Todopoderoso, y desde luego que Él podía hacer estas cosas, pero la tentación fue a desobedecer a su Padre y desenfocarse de su propósito al hacerse hombre. Luego fue tentado con el “Nunca podrás”, cuando se angustió en extremo en Getsemaní, y luego cuando colgaba de la cruz, y la gente le decía: «sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mt. 27:40).
Él fue tentado en todas estas cosas, pero venció siempre, para poder ayudarnos en nuestra debilidad. La invitación ante el desánimo, entonces, es reconocer nuestra debilidad e incapacidad, pero acto seguido reconocer que Dios es Todopoderoso y que nos ha concedido todas las cosas en su Hijo, sabiendo que, como dijo el Apóstol Pablo, su poder se perfecciona en la debilidad. Y no debemos quedarnos ahí, sino poner nuestras manos a la obra, pero en dependencia de este Dios que nos capacita con su gracia. En Cristo, cuando somos débiles, entonces somos fuertes. Mientras más fuerte te creas, menos fruto llevarás. Mientras más incapaz y desvalido te reconozcas delante de Cristo, más lugar darás a su poder para que obre en ti. ¡Sí, somos débiles, pero Él es Todopoderoso!