Otoniel: El Juez Esperado (Jue.3:7-11)
En el vasto y complejo escenario de la independencia latinoamericana, Simón Bolívar emerge como una figura de innegable impacto, con una trayectoria de más de 100 batallas contra el Imperio Español y una ambición de unir un continente. Fue aclamado como “El Libertador” y ha sido celebrado como un héroe nacional ideal, perfecto, e incluso deificado en varios países. Su nombre evoca para muchos ideales de justicia, libertad e igualdad. Sin embargo, al profundizar en su vida y obra, descubrimos una compleja realidad donde sus propios ideales fracasan y se contradicen. Esta realidad revela una verdad más profunda: por más capacidades que tenga un supuesto libertador la liberación verdadera no proviene de esfuerzos humanos, sino del redentor divino. El esfuerzo redentor no es humano, es divino. Esto es justamente lo que contemplaremos hoy en la historia de Otoniel.
Recordemos que en el capítulo uno del libro de los Jueces vimos la continuación de la Conquista ante la muerte de Josué. Los Israelitas no logran expulsar completamente a los habitantes cananeos y en lugar de expulsarlos terminan siendo sometidos o conviviendo con ellos. Esta incapacidad sienta las bases para los conflictos futuros que enfrentará Israel. En el capítulo 2 el Ángel del Señor reprende a los Israelitas por su desobediencia y se nos describe el ciclo en espiral descendente y el periodo de prueba que experimentarán.
Olvidar a Dios es hacer “lo malo” (v.7). Olvidarle no significa que hemos sufrido una amnesia sobre lo que conocemos de él, sino que lo que sabemos en nuestra mente NO ES REAL en nuestros corazones. Podemos reconocer e identificar que algo es verdad acerca de Dios, pero esa verdad no nos atrapa, no penetra nuestra alma ni nos cautiva. Olvidar a Dios SIEMPRE está en el núcleo de todos nuestros pecados, todos nuestros fracasos se pueden describir como fallas en recordar a Dios. La raíz de toda desobediencia es, en esencia, dejar de recordar quién es Él y la obra que ha hecho en nosotros. Cuando olvidamos a Dios según 2 Pe.1:9 sufrimos miopía espiritual, nos volvemos “cortos de vista” olvidando la purificación de nuestros pecados pasados. El remedio del Apóstol Pedro es el siguiente: “siempre estaré listo para RECORDAROS estas cosas, por más que la sepan y esten afianzados en la verdad que ahora tienen” (2 Pe.1:12). Sus palabras NO son para nuevos creyentes sino para todo tipo de cristianos, para ministros y miembros de una Iglesia, cualquiera sea su estado de madurez espiritual, son para los que llevan días conociendo a Jesús y los que llevan décadas. Todos somos llamados a recordar una y otra vez aquella verdad en la cual estamos firmes y en la cual tenemos esperanza (Ro.5:2).
Todos luchamos con nuestra supina y torpe tendencia de olvidar a Dios. Podríamos preguntarnos “¿Qué tan terrible mal podría traer olvidar?” En nuestra propia vida cotidiana sabemos que olvidar ciertas cosas puede traer inmensos perjuicios. Por ejemplo, olvidar pagar el alquiler de nuestro hogar, una hora importante al médico, nuestras pertenencias (billetera) o una de las más terribles: “olvidar una fecha de cumpleaños o aniversario”. Pero olvidar a Dios es el peor olvido de todos. El Sal.106:13-14 hablando de Israel dice: “bien pronto olvidaron a Dios… y tuvieron apetitos desordenados en el desierto”. Cada vez que olvidamos a Dios le reemplazamos, cambiamos el maná del cielo por la comida de Egipto. En nuestra vida olvidamos a Dios cuando nos quejamos de nuestras circunstancias, cuando murmuramos contra Dios y los demás, cuando buscas la soledad para satisfacer ese deseo vergonzoso y nauseabundo, cuando buscamos solucionar nuestros problemas sin considerar sus preciosos consejos.
Como lo señala el texto, olvidar a Dios no es un pecado que vaya por una vereda y los demás van en otra, olvidar a Dios SIEMPRE nos lleva a la idolatría (v.7). Por lo tanto, olvidarle SIEMPRE es un pecado doble. Ante esta amnesia espiritual, Dios vende a Israel a Cusán-risataim (v.8), rey de Mesopotamia; cuyo nombre lleva por significado: doble maldad, como un recordatorio del doble pecado que ha cometido Israel: olvidarle y servir a otros dioses. Resuenan en nuestro corazón las palabras del Señor a través del profeta Jeremías: “Porque dos males ha hecho mi pueblo: me han abandonado a mí, fuente de aguas vivas, y han cavado para sí cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua” (Jr.2:13). Siempre que olvidamos a Dios cavamos nuestra propia tumba, nos autodestruimos.
Para los israelitas las verdades y maravillas del Éxodo y la Conquista habían dejado de ser vibrantes y reales. Y lo mismo puede suceder con nosotros. Podemos escuchar el evangelio domingo a domingo, oír verdades profundas como las que hemos explorado en el Sermón del Monte, pero ya no nos emocionan ni cautivan porque el pecado, al igual que con Faraón, ha ido endureciendo nuestra sensibilidad a la maravillosa gracia de Dios. Por eso es que una y otra vez debemos rogar al Señor: ¡Abre mis ojos, para que vea las maravillas de tu ley¡ (Sal.119:18). ¡Quita la miopía espiritual de mi alma y hazme contemplarte de gloria en gloria!
Debemos luchar contra la dureza natural de nuestras almas al olvidar a Dios. Nuestros corazones son como baldes de agua en invierno, que poco a poco, capa a capa se empieza a congelar (endurecer) a menos que con frecuencia rompamos aquella dureza fría y venenosa que se está formando. El remedio para lidiar con el frío del olvido es autopredicarnos el evangelio. El Salmista proclama: “Bendice alma mía al Señor y NO TE OLVIDES de ninguno de sus beneficios” (Sal.103:2). Y el núcleo de esta autopredicación se encuentra en las siguientes razones: “porque él es quien te perdona tus iniquidades…. sana tus enfermedades… rescata del hoyo tu vida” (Sal.103:3-4). Recordar quien es Dios y que ha hecho por y en nosotros es lo que conservara nuestros corazones encendidos de amor por él. Entonces, es preciso que continuamente traigamos las verdades del evangelio a nuestras almas. En nuestras meditaciones cotidianas, en nuestros devocionales personales, en el culto familiar y en nuestra comunión en el día del Señor, donde todo lo que hacemos en el culto nos recuerda a Jesús. En este día de forma visible le recordamos en la Cena a través del pan y del vino y el Señor mismo nos dice: “hagan esto en memoria de mí” (1 Co.11:24-25). Sabemos que la Cena es un medio de gracia donde somos bendecidos a través del alimento espiritual que es Cristo, pero sin duda es un PODEROSO RECORDATORIO de lo que Cristo hizo por nosotros: Es su vida y muerte redentora, su resurrección, su ascensión, su promesa de que SIEMPRE estará con nosotros, que volverá a buscarnos y un día nunca más le olvidaremos porque eternamente estará con nosotros. Al mirar los elementos del pan y el vino, los cuales siempre están frescos, como su amor por nosotros, es que nuestros corazones deben encenderse en acciones de gracias y un profundo recogimiento por lo que Cristo hizo y significa para nosotros.
Atesora las palabras de Pablo a Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio” (2 Ti.2:8). Acuérdate día a día de Jesucristo, quien vive y reina. No son los reyes, jeques ni presidentes los terratenientes de este mundo, sino aquel que gobierna todo el universo para Su propia Gloria y el bien de Su Iglesia. Medita en el profundo deseo de tu Padre Celestial: “Acuérdate de estas cosas, oh Jacob, e Israel, porque mi siervo eres. Yo te formé, siervo mío eres tú; Israel no me olvides. Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí” (Is.44:21-22).
Israel se vendió a los ídolos incumpliendo el pacto y esto no podía quedar impune, Dios no podía premiar su desobediencia, por lo que despliega su disciplina redentora vendiéndolos en manos de Cusán-risataim. Dios deja que un nuevo propietario transitorio haga lo que le plazca con su pueblo. No es que él haya abandonado Su pacto. Él había prometido darles esa tierra, pero también había prometida dársela a un pueblo obediente. Así que siendo fiel a Su pacto, Dios cumple las sanciones sobre Israel y deja que sufran las espinas, lazos y trampas de su propia maldad (Jue.2:3). En la tierra que fluye leche y miel ocurre una terrible tragedia: Israel vuelve a ser esclavo. El texto dice: “los hijos de Israel sirvieron a Cusán-risataim por ocho años” (v.8). Nuevamente se hacen presentes las palabras proféticas de Josué: “ustedes no podrán servir a Dios” (Jos.24:19). Paradójicamente, detrás de la cortina de esclavitud, Dios estaba actuando en favor de su pueblo, ya que SIN SU DISCIPLINA jamás se habrían percatado de lo pernicioso de su pecado y del juicio al que podían estar expuestos si no se arrepentían. El Señor envía a Cusán-risataim no para pagarles con la misma moneda, sino para salvarlos. El Apóstol Pablo nos explica esto en 1 Co.11:32: “el Señor nos disciplina para que no seamos condenados con el mundo”. Por lo tanto, SIEMPRE su disciplina es un acto redentor, donde él nos dice que está en nuestro favor. Lo peor que nos puede pasar al olvidar a Dios es que “nos vaya bien”, ese éxito va a endurecer nuestro corazón. La ausencia de disciplina significa que Dios NO ES nuestro Padre ni Cristo nuestro Redentor.
Ante la tragedia, Israel clama, realizando la única acción sensata para su rescate y Dios responde. Él envió el problema (Cusán- Risataim), pero ahora envía la solución mediante el liderazgo espiritual de Otoniel. Ya sabemos algo de él por lo narrado en el capítulo uno. Él, junto a su esposa Acsa eran en miniatura todo lo que Israel debía ser, un remanente que vive por fe. Su presentación como Juez es ideal, contiene todas las etapas descritas en Jue.2:11-19, el ciclo de las cuatro erres: rebelión, retribución, rescate y reposo. La vida de Otoniel se presenta sin imperfecciones, es el prototipo de Juez que debía servir a Dios: es el libertador anhelado y esperado por Israel. Dios lo envía como Su “libertador” (v.9). Esto es profundamente significativo porque Dios le otorga uno de sus títulos. Los Salmos una y otra vez identifican a Dios como el libertador de su pueblo: “El SEÑOR es mi roca, mi baluarte y mi libertador” (Sal.18:2); “Tú eres mi socorro y mi libertador” (Sal.40:17). Es verdad que Otoniel es un libertador, pero lo es por causa de Dios, porque él es quien en la historia de la redención libero a Israel una y otra vez cuando se colocaba a sí mismo en problemas.
Para esta época Otoniel no es el mismo que tomo la ciudad de Quiriat Séfer para casarse con Acsa (Jue.1:12), han pasado años. Otoniel ya era un hombre maduro. Su disposición ante la opresión de los enemigos no fue: “que otro se haga cargo” o “que la nueva generación haga su trabajo yo ya hice el mío”. Otoniel nuevamente se dispone a servir. Dios llamó a Abraham a los 99 años (Gn.17:11), a Moisés a los 80 años (Ex.7:7); queridos jóvenes, escuchen, Josías a los 8 años subió al trono y a los 16 años anduvo en los mandamientos del Señor (2 Cr.34:2). La nueva generación de Dios no es aquella que es más joven, sino aquella que SIEMPRE escucha la voz de Dios y obedece a Su llamado. Otoniel encarna perfectamente la misiva de Josué: “Yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos.24:15). Nunca es tarde ni temprano para servir a Dios, siempre es una necesidad urgente y un precioso privilegio.
Otoniel no juzgó a Israel por sí mismo, no es por fuerza sino por Su Espíritu (Zac.4:6). El texto dice: “vino sobre él el Espíritu del SEÑOR, y juzgó a Israel” (v.10). Esta fórmula sobre el Espíritu Santo no significa regeneración espiritual, sino que es una dispensación especial de poder y autoridad de parte del Señor concedida al Juez. Dios faculta temporalmente al Juez para realizar hazañas extraordinarias de liberación. Es claro que la obra del Espíritu Santo en la era del Nuevo Pacto es mucho más intensa y extensa que la que vemos en el Antiguo Testamento. La redención obtenida por Cristo está marcada por el ministerio del Espíritu en una medida que sobrepasa a lo visto en el Antiguo Pacto. No en vano Pablo llama a la redención el “ministerio del Espíritu” (2 Co. 3:8). Con esto cobra más sentido las profecías de Ez.36 y Jo. 2 donde se señala que el Espíritu Santo estaría EN LOS CREYENTES y se derramaría abundantemente.
Las actividades del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento son paralelas a sus actividades en el Nuevo. La obra Espíritu Santo en el Antiguo Pacto es, en un sentido, un anticipo del ministerio en la redención del Nuevo Pacto. Sus obras en el Antiguo Testamento son como sombras de la realidad del Nuevo Pacto. En el Antiguo Pacto el Espíritu Santo da vida y la sustenta (Job.33:4; Sal.104:29-30; Is.42:5) capacita a su pueblo con sabiduría e inteligencia (Ex.31:2-4), revela, informa y capacita a los profetas para profetizar (Neh.9:30). Pero en el nuevo pacto la vida impartida por el Espíritu Santo en lo creyentes es EL NUEVO NACIMIENTO, Jesús dijo: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn. 3:6) y “el Espíritu es el que da vida” (Jn. 6:63). Pero esta nueva vida que imparte no solo es un contacto inicial que el Espíritu hace con el creyente, sino que incluye una permanente presencia en su interior. Es por eso que somos llamados el templo del Espíritu (1 Co. 6:19).
Nuestro texto nos dice que: “por la obra del Espíritu Santo Otoniel salió a la guerra…. y su poder prevaleció” (v.10). Entonces está actividad del Espíritu Santo en Otoniel también tiene su paralelo para nosotros. Al igual que Otoniel batallamos contra el pecado, en términos del Apóstol Pablo, estamos en una lucha constante contra los deseos de la carne. Pero a diferencia de Otoniel, la obra del Espíritu en nosotros no es esporádica como si fuese una especie de inyección de adrenalina espiritual. Su obra en nosotros es permanente. ¿Por qué? Por el cumplimiento del Nuevo Pacto gracias a la obra de Cristo: “os daré un corazón nuevo y pondré dentro de vosotros mi espíritu y haré que andéis en mis estatutos, y que cumpláis cuidadosamente mis ordenanzas” (Ez.36:26-27). La vida del Espíritu se describe en el Nuevo Pacto como un “andar”; “andad en amor” (Ef.5:2); “como hijos de luz” (Gá.5:8); “por el Espíritu” (Gá.5:16); “en Él” (Col.2:6). Es un estilo de vida donde se nos pone libertad para hacer aquel bien que antes no podíamos hacer. Somos dirigidos por el Espíritu, ya no estamos bajo la ley, es decir, bajo la derrota, esclavitud e impotencia espiritual que la ley ejercía (Gá.3:11-13). El Espíritu Santo ahora nos dirige y capacita más y más para vencer el poder del pecado con el cual aún convivimos. Él viene a ser el principio contralor de nuestras vidas y nos llevará sanos y santos hasta la gloria final. Así como Otoniel prevaleció contra Cusán Risataim, nosotros somos y seremos una y otra vez capacitados para prevalecer y vencer los deseos de la carne (Gá.5:16). En el nuevo nacimiento Dios nos hace andar en sus estatutos (Ez.36:26), pero sobre nosotros ahora recae la responsabilidad de inclinarnos a los deseos del Espíritu, los cuales SE OPONEN a los de la carne (Gá.5:17). En tu vida no pueden crecer ambos deseos, porque cuando uno de esos deseos crece el otro disminuye y viceversa. Uno prevalecerá contra el otro. Buscamos satisfacer los deseos de nuestro cónyuge o nuestros hijos, pero muchos de ellos no los cumplimos porque no son buenos. De la misma manera, hazte esta pregunta ¿Hay algún deseo del Espíritu que podamos decir que no nos conviene? Y ¿Hay algún deseo de la carne que traiga sobre tu vida algo bueno? ¿Cuáles son los deseos que están alimentando y obedeciendo? Cuidado de camuflar tus deseos pecaminosos con los deseos del Espíritu de Gracia, cuidado con tergiversar los mandamientos del Señor con “tus propios mandamientos”. Si tu vida ha ido en retroceso, si has olvidado la purificación de tus pecados, arrepiéntete, crucifica los deseos de la carne, vive y anda en la senda del Espíritu.
El v.11 dice que Otoniel trajo cuarenta años de reposo a Israel y murió, pero lastimosamente el v.12 vuelve a confirmarnos el inicio de un nuevo ciclo pecaminoso: volvieron los hijos de Israel a hacer lo malo (v.12). Israel dependía de un liderazgo presente, en ausencia de un Juez volvían a olvidar al Dios del Pacto. Nosotros podemos caer en el mismo vicio degradante de inmadurez, requerir de una supervigilancia en nuestras vidas para obedecer. Pablo advierte de esto a la Iglesia en Corinto, les dice que no es necesario que él vaya para amonestarlos (2 Co.10:2). No debemos obedecer a Dios solo cuando somos supervisados por un pastor o hermano, sino que nuestra “obediencia ausente” debe hacerse presente, pues habla más claramente del amor y temor reverente que profesamos a nuestro Padre Celestial (Jer.32:40).
Otoniel se muestra como un Juez perfecto, pero ¿por qué no fue capaz de llevar a Israel a una obediencia perpetua? Si bien él es un prototipo ideal de Libertador, también era un pecador sujeto a la muerte incapaz de conservar la obediencia de Israel. El Libertador Otoniel necesitaba un Libertador. Su vida apunta a un Libertador futuro y definitivo: Nuestro Señor Jesucristo. Tanto Otoniel como Jesús son de la tribu de Judá, Otoniel fue capacitado por el Espíritu para liberar a Israel, pero el Espíritu de Dios estuvo plenamente sobre Jesús “fue ungido por el Espíritu Santo proclamar libertad a los cautivos (del pecado)” (Is.61:1), Otoniel venció sobre un enemigo que Israel no podía vencer, el rey de doble maldad: Cusán Risataim, Jesús venció a un enemigo que nosotros no podíamos vencer, el pecado, Otoniel murió, pero Jesús es el libertador que NO MUERE y prometió a sus discípulos: “yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt.28:20); Otoniel significa León de Dios, pero Jesús es el León de la Tribu de Judá (Ap.5:5). Él es el Libertador que necesitaba Otoniel, Israel y nosotros: “El Libertador vendrá de Sión, apartará la impiedad de Jacob” (Ro.11:26). Otoniel no podía liberar del pecado porque él era esclavo del pecado, solo es libre aquel que está libre de pecado y solo Aquel que no tiene pecado puede liberar a los que están bajo la esclavitud del pecado: “Si el Hijo os libertare series verdaderamente libres” (Jn.8:36).
¿Cuál ha sido, es y seguirá siendo el estándar del cielo? Perfección. Dios llamó a Abraham y le dijo: anda delante de mí y sé perfecto (Gn.17:1). El Sal. 24:3-4 dice: “¿Quién subirá al monte del SEÑOR? ¿Y quién podrá estar en su lugar santo? El de manos limpias y corazón puro”. Estamos seguros que Cristo cumple con estas exigencias, ¿Pero qué hay de nosotros? ¿Cómo tenemos acceso entrada al Trono Celestial si no somos perfectos? Aquí es donde la obra de Cristo se muestra superabundantemente superior a la de Otoniel, porque él fue incapaz transferir perfección a Israel, pero de Jesús se nos dice lo siguiente: “Porque por una ofrenda Él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados” (Heb.10:4). Al igual que Otoniel, los sacrificios del Antiguo Pacto eran insuficientes, la ley fracasaba a causa del pecado (Ro.8:3-4). Pero gracias a la obra de Cristo se ha acabado la terrible frustración de estar ahogados bajo la opresión de la culpa, de la cual los sacrificios levíticos eran impotentes para librarnos. La ineficacia, la temporalidad y la superficialidad desaparecen y, en su lugar, asoma un sacrificio eficaz, definitivo y perfecto.
El texto declara que somos justificados, somos perfectos para siempre, desde el momento en que creemos. Nuestra posición delante de Dios es perfecta porque nosotros tenemos la vida justa de nuestro Otoniel en nuestro favor. Es la bendita sustitución de la Cruz la cual permite este inmenso regalo de gracia: “Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en El” (2 Co.5:21). Los que están en Cristo están unidos a él y el Padre te ve rociado por la sangre de Su Hijo, él te ve purificado y santificado. No hay nada que podamos añadir a la justificación eterna que hemos obtenido en Cristo; pero, en cuanto a tu de vida cristiana sigue añadiendo a tu fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor (2 Pe. 1:5–7). Sigue cultivando la vida del Espíritu a la cual has sido llamado: si has sido nacido por el Espíritu Santo, ahora anda, camina por el Espíritu (Gál.5:25)