Domingo 8 de mayo de 2016

Texto base: Juan 3:22-36.

En el mensaje anterior terminamos de revisar la conversación entre Jesús y Nicodemo, en la que el Señor dejó claro que, para poder ver el reino de Dios, es decir, para poder ser salvo, y para poder conocerlo verdaderamente, era necesario nacer de nuevo.

Este nacer de nuevo implica ser regenerado, ser hecho una nueva creación, ser hecho de nuevo desde el Cielo, recibir una obra sobrenatural del Espíritu Santo que nos haga pasar de muerte a vida. Es una resurrección espiritual, ya que sin Cristo estamos muertos en nuestros delitos y pecados, nuestros ojos naturales no pueden ver la gloria de Dios, nuestros oídos naturales no pueden escuchar realmente las Palabras de Vida eterna, nuestra mente no puede discernir el Evangelio de Dios, y nuestro corazón natural no puede amar ni adorar a Dios.

Necesitamos una obra sobrenatural del Espíritu que nos dé ojos para ver, oídos para oír, la mente de Cristo para comprender y un nuevo corazón para amar al Señor y rendir nuestra vida a Él. Eso es el nuevo nacimiento.

En la misma conversación con Nicodemo, el Señor habló del plan de salvación que había sido revelado desde el Antiguo Testamento, pero que ahora con la venida de Cristo debía consumarse. Tal como en tiempos de Moisés se levantó la serpiente de bronce para librar a quienes iban a morirnos el veneno de las serpientes que los habían mordido, ahora Cristo debía ser levantado para salvación de quienes están condenados por su pecado, pero que ponen su esperanza y su fe en Él.

Vimos un triste contraste, ya que mientras se dice que Dios “de tal manera” amó al mundo que dio a su Hijo unigénito, dice por otra parte que los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Quien cree en el Hijo de Dios tiene la vida, pero quien rechaza creer en Él ya ha sido condenado.

Hoy nos concentraremos en el último testimonio que fue registrado de Juan el Bautista sobre Jesucristo. Es un testimonio íntimo, lo que es característico de este Evangelio, que registra bastantes conversaciones que se dan en un plano más privado, y nos permite conocer más de cerca a Jesucristo y a sus discípulos. En este testimonio de Juan el Bautista, habla sobre cómo se veía a sí mismo, a su ministerio y al Señor a quien servía. En él encontramos un muy buen ejemplo de cómo debe ser nuestra actitud y nuestra motivación al servir donde el Señor nos ha llamado.

En este pasaje encontramos enseñanzas centrales que van de acuerdo con lo dicho en el resto del libro, y con los objetivos del Apóstol Juan al escribir este Evangelio: aclarar que Juan el Bautista no es el Cristo, sino un enviado delante de Él; y declarar que Cristo es Señor y Dios, que viene del Cielo y es sobre todas las cosas.

      I.         Celos en los discípulos de Juan el Bautista (vv. 22-26)

Luego de su conversación con Nicodemo, aunque no sabemos exactamente cuánto tiempo después, Jesús se interna junto con sus discípulos hacia las áreas más rurales o campestres de Judea, donde estuvo un tiempo desarrollando su ministerio con quienes ya lo seguían, y ese ministerio incluía también bautizar.

En este momento, el ministerio de Jesús se empezó a topar con el de Juan, estaban ejerciendo al mismo tiempo cada uno su ministerio, y ambos estaban bautizando en ese lugar llamado “Enón”, que significa “fuentes” o “manantiales”, y el mismo texto nos dice que allí había muchas aguas, que eran necesarias para bautizar a toda la gente que se acercaba. Esto nos indica que Juan y Jesús estaban atrayendo multitudes que acudían a ser bautizados, y ellos habían escogido estratégicamente ese lugar porque contaban con el agua necesaria para tantas personas.

Entonces, los discípulos de Juan el Bautista comenzaron a discutir con un judío sobre la purificación. Recordemos que para los judíos el bautismo no era algo desconocido. Muchos de ellos eran estrictos con los ritos de purificación y lavamiento del cuerpo, y relacionaban esto con lo espiritual. Entonces, su limpieza y pureza corporal tenía que ver con su relación con Dios. Ellos, entonces, seguramente veían el bautismo de Juan como uno de estos ritos de lavamiento y purificación.

Recordemos que, como vimos en el capítulo 1 al comenzar el ministerio de Juan el Bautista, una de las principales preocupaciones de los fariseos sobre él era por qué bautizaba (1:25). Ellos eran muy cuidadosos y estrictos con esto, no cualquiera podía establecer ritos de purificación o lavamiento. Juan el Bautista debía mostrar sus credenciales y explicar por qué él estaba bautizando si no era sacerdote o levita. Además, estos ritos eran parte de la vida cotidiana. Recordemos que en las bodas de Caná, las tinajas que estaban llenas de agua (que después Jesús transformó en vino), estaban allí para los ritos de purificación (2:6).

Entonces, dado que este era un tema cotidiano e importante para los judíos, era esperable que los discípulos de Juan el Bautista se encontraran discutiendo sobre esto con un judío. No sabemos exactamente sobre qué detalles estaban conversando, pero lo que está claro es que los discípulos de Juan el Bautista quedaron inquietos. Quizá algo de lo que les dijo el judío los dejó pensando que su maestro Juan sería reemplazado, o que sería superado por Jesús.

Los discípulos de Juan el Bautista se acercaron a él para conversar sobre esta preocupación (v. 26). En sus palabras se puede apreciar un tono de reproche. ¿Cómo es posible que Juan diera tanta importancia a Jesús? ¿Acaso no pensó que sus discípulos y la gente pudieran comenzar a cambiarse de bando e irse tras Jesús? ¿Acaso no le importaba que se le fugara gente y se fuera tras el nuevo? Incluso evitan nombrar a Jesús, se refieren a Él como “el que estaba contigo al otro lado del Jordán”. Su inquietud llega al máximo cuando le dicen a Juan el Bautista: “[Jesús] bautiza, y todos vienen a él”.

Es decir, podemos imaginar lo que estaba pasando por sus mentes: “¡Jesús se está llevando a toda la gente! ¡Juan, maestro, despierta, te vas a quedar sin seguidores! ¡No queremos ser del lado perdedor!”. Ellos sintieron la urgencia, entonces, de hablar con Juan el Bautista y hacerle ver su preocupación.

Sobre este pasaje, J.C. Ryle comenta: "Nunca faltan los profesantes a quienes les importa mucho más el crecimiento de su propio partido que el crecimiento de la verdadera cristiandad, y que no pueden regocijarse en la expansión de la religión, si ella se extiende en cualquier lugar excepto al interior de su propia denominación. Hay una generación que no puede ver que se haga bien alguno, a menos que se haga en el contexto de sus propias congregaciones, y que parecen estar listos para cerrar las puertas del Cielo a los hombres, si ellos no entran allí bajo su estandarte".

El partidismo, los celos denominacionales y el sectarismo no son más que una manifestación de orgullo. No tenemos que esforzarnos para que se manifiesten, son naturales en nosotros y son un gran peligro para la Iglesia. Cuando se hacen presentes en una congregación o en una denominación, aunque la gente tenga apariencia de piedad y sean muy estrictos en sus costumbres y hábitos, podemos estar seguros de que allí ha aflorado la carnalidad en su faceta más hedionda y podrida.

Decíamos que el partidismo es manifestación de orgullo, porque implica ver a la Iglesia de Cristo como algo que se trata de mí. Para el partidista, el grupo, la congregación, la denominación, no son más que una proyección de su persona. Se trata de lo que su grupo logra, de lo que conquista, de lo que avanza, de cómo su grupo se ve ante los demás, de cómo es mejor que el resto, de cómo tiene más gente, es más excelente, tiene una mejor presentación, mejores edificios, mejor organización, una interpretación de la Biblia más consistente, una teología mejor trabajada, etc. Pero finalmente la denominación o su partido se trata de él, de cómo él es mejor que otros y puede jactarse de eso.

Aunque suene increíble, hay quienes exteriormente están sirviendo a Cristo, pero quisieran la popularidad para ellos y su partido. Hay quienes se pudieran molestar por que Cristo reciba todo el honor, porque la gente lo siga a Él y no a su grupo. Hay quienes están en la Iglesia, pero quisieran tener ellos toda la popularidad, recibir los aplausos, ser destacados, tener un nombre conocido o ser seguidores de una corriente o un partido que tenga prestigio, para poder jactarse de eso o enrostrárselo a otros.

Esto del partidismo se vio en el Antiguo Testamento, cuando se dividió el reino en dos: Israel en el Norte y Judá en el Sur. Al interior del judaísmo, poco antes de la venida de Cristo ya podían encontrarse los esenios, los fariseos y los saduceos. Pero hay registro de esto también en la Iglesia, y muy tempranamente:

Así que yo, hermanos, no pude hablarles como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. 2 Les di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podían recibirlo. En verdad, ni aun ahora pueden, 3 porque todavía son carnales. Pues habiendo celos y discusiones entre ustedes, ¿no son carnales y andan como hombres del mundo? 4 Porque cuando uno dice: “Yo soy de Pablo,” y otro: “Yo soy de Apolos,” ¿no son como hombres del mundo?” 1 Co. 3:1-4.

Hay pocas cosas que destruyen tanto a la Iglesia por dentro como el partidismo, y esto puede pasar en congregaciones locales como en la Iglesia en general. Y hay pocas cosas que opacan tanto el testimonio de la Iglesia hacia ante los no creyentes, como el mismo partidismo. Es destructivo en todos los sentidos, e implica no reconocer a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sino que verla como una simple iniciativa humana donde podemos aplicar nuestros propios criterios.

La innumerable cantidad de denominaciones dentro de la Iglesia sin duda es una tristeza y una vergüenza, sobre todo cuando se ven altaneramente unas a otras, cada una creyendo ser la mejor. Esto también ha obstaculizado el trabajo enormemente, ya que es muy complejo reunir a los cristianos para hacer un frente común ante una sociedad que desprecia al Señor.

Por lo mismo debemos velar y orar para no caer en este mal tan terrible que es el partidismo. ¿Te sientes mejor por pertenecer a esta denominación? ¿Te sientes un cristiano de nivel superior por leer los autores que lees y poder ganar discusiones ante otros? ¿Te sientes orgulloso de llevar la etiqueta de reformado u otra similar? Y dentro de la congregación, ¿Prefieres a unos hermanos más que a otros? ¿Te identificas con la postura o la forma de enseñar o de relacionarse de ciertos hermanos y los comparas con otros, a los que vez como otro grupo dentro de la misma iglesia? Si puedes identificarte con alguna de estas preguntas, debes cuidarte y orar, porque puedes estar cayendo en partidismo.

La Iglesia es de Cristo, somos compañeros de todos aquellos que han puesto su fe en Él para salvación, y que no confían en sí mismos ni en lo que ellos pueden hacer ante Dios, sino que confían completamente en Cristo como Dios, Señor y Salvador, y aman su Palabra sobre todo. Por eso dice la Escritura: “Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz” (Ef. 4:3).

     II.         La humildad de Juan el Bautista (vv. 27-30)

La preocupación de sus discípulos era una verdadera tentación que fue puesta delante de Juan el Bautista. Fue tentado en su orgullo, para mirar su ministerio como algo a lo que debía aferrarse para seguir alcanzando notoriedad y ser conocido, o para ser exaltado por sus seguidores. Si hubiera estado volando bajo, podría haberse desenfocado de lo que debía hacer, y todo esto motivado por sus propios discípulos.

Sin embargo, la respuesta de Juan el Bautista se destaca por su humildad: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (v. 27). Él es un simple mortal, sólo un hombre que ha recibido una misión de parte de Dios y ha sido capacitado para cumplirla por el mismo Dios. No es más que eso, un peón en el tablero de Dios, y Él está feliz de ser siquiera considerado para desempeñar esa función. Su ministerio es simplemente el que Dios le dio. No tiene más esfera de acción que esa, no tiene más pretensiones que esas, no tiene más aspiraciones o deseos que cumplir ese ministerio, obedecer ese llamado que le hizo el Señor.

No tenemos derechos en la iglesia, no tenemos derecho a reclamar a Dios para que nos entregue un lugar que Él no nos ha querido entregar. Juan el Bautista asume su lugar como un simple servidor, un esclavo del Señor que hará lo que Él le mande hacer, porque sabía que ser esclavo del Señor es infinitamente mejor que ser un rey sin Él.

Él sabe además que es completamente dependiente del Señor. Su respuesta es categórica, si Él tiene algún lugar siquiera, si puede hacer alguna cosa, si tiene una misión que cumplir, es porque Dios se la entregó, es porque Dios lo llamó y Dios lo capacitó. Con eso está poniendo también a sus discípulos en su lugar. Ellos lo están siguiendo y están escuchando sus enseñanzas porque el Señor los llamó y les dio ese ministerio. Si su maestro está reconociendo esto, ellos que son los discípulos con mayor razón deben asumir su lugar.

Él no es el Cristo, sino el que es enviado delante de Él. Su función es preparar el camino, allanar la senda, anunciar la llegada del Mesías como el heraldo anuncia la llegada del rey. Pero él no es el Cristo, y el autor de este Evangelio, el Apóstol Juan, lo ha aclarado desde el comienzo varias veces, porque al parecer al momento de escribir el Evangelio, varias décadas después de la muerte de Cristo, todavía había quienes daban a Juan el Bautista un lugar más importante, ya sea igual o superior a Cristo.

Pero lo que interesa a Juan el Bautista no es ser reconocido y popular, sino cumplir su ministerio fielmente, y se alegra de que sea Cristo quien se lleve la gloria. Él ejemplifica esto con una figura: la del novio y su amigo. Él dice que Cristo es el novio que tiene a la esposa, que es el pueblo de Dios, y él se identifica como el amigo del novio. En las bodas judías, como ocurre en países como Estados Unidos, hay un amigo del novio que se encarga de organizar y preparar la boda, y en la cultura judía e incluso de las naciones vecinas, estaba terminantemente prohibido que este amigo del novio se terminara casando con la novia.

Con esa figura se identifica Juan el Bautista, y así deja claro a sus discípulos que él no puede quedarse con la gente que acude a bautizarse, porque todos ellos son la novia que debe unirse al novio, que es Cristo. Es Él el dueño de la Iglesia, es Él quien debe recibir toda la gloria, es a Él a quien deben seguir y entregar sus vidas, y si esto no ocurre en nuestra congregación y en el servicio que realizamos para el Señor, estamos llevando mal nuestro ministerio. Esto lo sabía Juan el Bautista, quien simplemente preparaba esta boda entre Jesús y su novia.

Es más, la alegría de Juan el Bautista, su felicidad, es que esto ocurra así. Su ministerio se estaba cumpliendo, toda la razón de su llamado era esa: que la gente siguiera a Cristo, que fueran a Él, que lo reconocieran como su Mesías y su Rey, su Señor y Redentor. Eso lo hacía feliz, como el amigo del novio se regocija al ver su felicidad al unirse con la novia. Es como cuando el Apóstol Juan dice: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad” (3 Jn. 1:4); no en su opinión personal, no en su enseñanza humana, sino en la verdad de Dios.

Esto llega a su punto máximo cuando dice: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (v. 30). No sólo es conveniente, no sólo parece ser bueno, “es necesario”. Debe ser así, es la voluntad del Señor que lo llamó, Cristo iba a seguir creciendo más y más públicamente hasta llenarlo todo, y Juan iba a seguir menguando hasta desaparecer, como la estrella desaparece ante la salida del sol (Ryle). Una vez que ya llegó el Rey, el heraldo, quien lo anuncia, ya no tiene más que hacer allí. Por lo mismo, una vez que Cristo toma el lugar que le corresponde como Mesías, como Rey, como el Novio de su pueblo, la misión de Juan el Bautista ya fue completada y cumplida.

Esta humildad que podemos ver en Juan el Bautista agrada y honra al Señor, porque confiesa lo mismo que su Palabra. Implica reconocer nuestra posición de transgresores que estábamos condenados, pero que hemos recibido amor, gracia y perdón; por lo que no podemos ser orgullosos, altivos o jactanciosos, sino que debemos estar llenos de humildad. Por eso dice la Escritura:

Revístanse todos de humildad en su trato mutuo, porque «Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes»” 1 P. 5:5.

Ahora, consideremos esta actitud sabiendo que cada uno de nosotros tiene un ministerio, es decir, cada uno está llamado a servir a sus hermanos y ha recibido para esto al menos un don de parte del Señor:

“… a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho” (1 Co. 12:7).

Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 P. 4:10).

Es cierto que Juan el Bautista recibió una misión única, pero tal como él, cada uno de nosotros recibió un ministerio, un servicio que entregar, un don que cultivar, desarrollar y poner a disposición de los hermanos. ¿Estás contento con el ministerio que el Señor te entregó, o quisieras tener funciones más visibles o con más notoriedad? ¿Sabes siquiera cuál(es) es(son) tu(s) don(es)? ¿Con qué actitud estás sirviendo? ¿Eres consciente de que si algo recibiste, fue porque el Señor te lo concedió, y que todo lo que hagas debe honrarle sin esperar aplausos, reconocimiento o popularidad?

Prácticamente cualquier área de nuestra vida podemos usarla para destacar y buscar reconocimiento. Por eso Spurgeon decía que allí donde tienes un talento, tienes también una debilidad, ya que puedes usarla para gloria propia y búsqueda de aplausos de la gente.

Sin embargo, en Juan el Bautista vemos la disposición correcta. Él estaba lleno del Espíritu Santo, y quien está lleno del Espíritu siempre dará la gloria a Cristo, siempre exaltará su nombre, siempre será humilde y no buscará que su propio nombre sea reconocido, sino que llevará todo a los pies de Cristo y buscará que Él se lleve toda la gloria. El Espíritu Santo que llenaba a Juan buscaba glorificar a Cristo, porque como el mismo Jesús enseñó, “Él me glorificará porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Jn. 16:13-14).

Esta disposición de glorificar a Cristo en todo y de exaltar su nombre, poniéndose a uno mismo en segundo plano, debe estar en todo creyente. Quien está lleno del Espíritu, también estará dispuesto a responder al llamado de Dios y cumplir la misión que Él le ha entregado.

Nuestra identidad no debe estar en nuestro ministerio, ni en nuestros títulos, ni en nuestros logros o pergaminos, sino en Cristo. Todo nuestro ser no se debe definir porque seamos pastor, profesor, padre de familia, músico o cualquier otra cosa distinta de ser cristianos, ser esclavos de Cristo.

   III.         La autoridad de Cristo (vv. 31-36)

Y la humildad de Juan el Bautista estaba directamente relacionada con el alto concepto que tenía de Cristo. La humildad no se trata de odiarnos y vivir amargados y llenos de frustración por no poder ser perfectos. Esto sigue siendo orgullo, porque se trata de alguien que quisiera lograr la perfección por sí mismo y no puede. El solo hecho de pensar bajo de nosotros mismos no nos hace realmente humildes. Para una verdadera humildad, debemos tener un alto concepto de Cristo, un concepto supremo de nuestro Salvador, y si creemos y pensamos así, por consecuencia natural nos miraremos ante Él y veremos que somos sus siervos.

Y Juan el Bautista aclara desde un comienzo que Cristo viene de arriba, del Cielo, usando la misma Palabra que ocupó Jesús para decir que tenemos que nacer de nuevo, del Cielo. Es decir, tenemos que ser nacidos de arriba, del mismo lugar que Cristo dejó para venir a la tierra y morir por nosotros. Que Cristo haya venido de arriba significaba claramente que vino de Dios, que salió de Dios, que es de Dios, que es Dios; por eso dice que por venir del Cielo es sobre todos, eso sólo puede decirse de Dios.

Él asume su lugar sin problemas y lleno de gozo. Él es de la tierra, él nació aquí, no vino del Cielo, aunque se le dio una misión llena de gloria, la de anunciar al que viene del Cielo. Él está diciendo que no puede compararse con Cristo, tan lejos como está el Cielo de la tierra, así es más alto Cristo que él.

El testimonio de Cristo, es lo que Él vio y oyó directamente en presencia de su Padre en la eternidad. Ese es el mensaje glorioso que nos vino a anunciar, tan lleno de gloria que no podemos dimensionarlo, es Palabra viva y eterna, llena de poder, llena de gracia, llena del Señor. Tanto así que el mismo Cristo es esa Palabra hecha hombre.

Pero es tanta la oscuridad en el corazón de los hombres, que nadie recibía su testimonio. Podría esperarse que masas y masas de gente de todo el mundo se rindieran a sus pies con su sola venida, ya que la Palabra viva de Dios venía a este mundo de muerte para liberarlo y salvarlo, pero la humanidad lo rechazó y terminó matándolo en una cruz. Esto ya lo ha dicho el Apóstol Juan en su Evangelio varias veces: “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (1:11); “la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (3:19).

Pero rechazar a Cristo es grave. Él es Dios hecho hombre, es la Palabra viva de Dios que habitó entre nosotros, y nos dio un testimonio fiel y preciso de todo lo que vio y oyó en presencia de su Padre. Todo, absolutamente todo en Cristo está lleno de la divinidad, Él es Dios y Señor. Él no recibió el Espíritu por medida, es decir, a diferencia de Juan el Bautista, Cristo no recibió solo una unción del Espíritu para una misión especial, Él está completamente lleno del Espíritu, “en él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad” (Col. 2:9); “El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es” (He. 1:3).

Por tanto, quien rechaza su testimonio, está diciendo que Dios es mentiroso. Por eso dice aquí: “El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz” (v. 33); y en 1 Juan 5:10 dice lo mismo con otras palabras: “el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo”. Entonces, quien no recibe el testimonio de Cristo no es neutral: al rechazar a Cristo y su Palabra está diciendo que Dios es mentiroso, está insultando e injuriando el carácter y los atributos de Dios. Quien no crea en Cristo, recibirá justo castigo por haber vivido su vida diciendo que Dios es mentiroso.

Juan el Bautista, aunque se encuentra en una etapa inicial del ministerio de Cristo, tiene un conocimiento muy profundo de su persona. Condensó en unas pocas palabras una sencilla, pero a la vez completa y profunda declaración de fe sobre Jesús, lo que implica que tenía una espiritualidad muy rica y un verdadero conocimiento de la Escritura.

Un escriba como Nicodemo, experto en interpretar la ley y preparado como pocos, no podía entender quién era Cristo ni podía comprender sus enseñanzas. Sin embargo, Juan el Bautista, quien estaba vestido con pelos de camello y comía langostas y miel silvestre, había conocido realmente quién era este Cristo, y ese conocimiento se había posesionado de lo más profundo de su ser. Era el Espíritu Santo quien había capacitado a Juan el Bautista para su misión de anunciar al Cristo, ya que no podía anunciarlo sin conocerlo. Y esa era la gran diferencia con Nicodemo, Juan el Bautista había recibido ojos para ver y oídos para oír, y un corazón lleno del Espíritu para recibir verdaderamente a este Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Luego nos dice que el Padre ama al Hijo con un amor eterno, perfecto y completo; y entregó todas las cosas en su mano. Por eso dice también la Escritura: “Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad conforme al buen propósito que de antemano estableció en Cristo, 10 para llevarlo a cabo cuando se cumpliera el tiempo: reunir en él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra” (Ef. 1:9-10), y también el mismo Cristo dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mt. 28:18).

El Evangelio está directamente relacionado con la relación de amor perfecto que hay entre el Padre y el Hijo, y el Espíritu revelando a ambos. Nuestra salvación fue posible porque el Padre ama al Hijo, y el Hijo ama al Padre con amor perfecto y eterno, y porque Dios nos amó primero con ese mismo amor perfecto y eterno. ¿Puedes creerlo? Por eso nada puede separarnos de su amor, porque su amor no cambia, y Él nos amó primero, nos amó desde la eternidad, y nos amó hasta el fin (Jn. 13:1).

Nunca podemos ver a Cristo demasiado alto. Podemos pensar de manera extravagante y demasiado alta de la Iglesia, el ministerio y los sacramentos, pero nunca podremos tener pensamientos demasiado altos sobre Cristo, nunca podremos amarlo demasiado, confiar en Él demasiado incondicionalmente, echar demasiada de nuestra carga sobre Él, o alabarlo demasiado. Él es digno de todo el honor que podamos darle. Él será todo en el Cielo: que sea también todo en nuestros corazones aquí en la tierra” J.C. Ryle.

Entonces, el que cree en el Hijo tiene la vida, porque recibe el testimonio verdadero de Dios, recibe a Cristo que es la vida misma que desciende del Cielo para darnos vida en abundancia. Pero quien no cree, confiesa que Dios es mentiroso injuriando su carácter, rechaza la verdad, rechaza la vida, por tanto la ira de Dios está sobre él, nunca verá la vida mientras permanezca en incredulidad.

Si el Cielo está muy cerca de los creyentes, quienes ya tienen vida eterna, el infierno está también muy cerca de quienes no creen, y si persisten en su incredulidad dice la Escritura que ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Mientras más amplia es la gracia ofrecida por el Señor en Cristo, más grande es la culpa de quienes la rechazan (Ryle).

Conclusión

Vemos que todos los males comienzan cuando tenemos un concepto de nosotros mismos más alto que el que debemos tener, cuando perdemos de vista que somos simples vasijas de barro en las manos del alfarero soberano, cuando queremos usurpar la gloria de Dios y el reconocimiento que sólo corresponde a Él, cuando queremos tener prestigio y honor por lo que hacemos, y no nos damos cuenta que todo, absolutamente todo en nuestra vida se trata de Cristo y solo de Cristo.

Si los discípulos de Juan el Bautista no creían en Cristo, no habían entendido nada sobre la función de este profeta. No habían entendido su mensaje. Todo el ministerio y el mensaje de Juan el Bautista eran sobre dar a conocer a Cristo, anunciar sus virtudes, su gloria, su majestad, su excelencia por sobre todo.

Así lo reconoció el mismo Juan el Bautista, y así también debemos vernos nosotros. Todo lo que hacemos, ya sea dentro o fuera de la iglesia, toda nuestra vida, debe ser un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Al igual que Juan, somos simples esclavos de este Señor eterno y lleno de bondad, y no hay mejor lugar para nosotros que este. Para el mundo puede ser un insulto ser esclavos del Señor, pero nosotros sabemos que es el más alto privilegio al que podemos aspirar, porque en cuanto al servicio somos esclavos, pero Él nos ha hecho sus hijos, herederos juntamente con Cristo.

El Padre ama al Hijo eternamente, y puso todas las cosas en su mano. Fuimos adoptados como hijos y hechos herederos juntamente con Él, por eso dice: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” (Ro. 8:32).

Entonces, el más alto lugar que podemos tener en este mundo y en el venidero, es a los pies de Cristo, reconociendo su majestad y su gloria, creyendo en Él. Quienes creen en Él y en su testimonio, ya tienen vida eterna, pueden disfrutar desde ahora de la vida en abundancia y del favor de Dios en Cristo. Ya hoy podemos caminar según lo nuevo, anticipando ese momento en que Cristo vuelva y extirpe el pecado de su creación como se quita un cáncer, ese momento en que vista a toda su creación de gloria, esa gloria que Él mismo tiene.

Pero quienes no crean, tienen a la ira de Dios sobre sus cabezas. Tal como los cristianos pueden anticipar la gloria que vendrá, los incrédulos caminan en condenación, sólo una telaraña los separa del fuego eterno que nadie podrá apagar. El cristiano ya puede respirar en vida nueva, en su interior está la semilla de la redención, pero en el incrédulo está la oscuridad de la condenación, y en cualquier momento morirá, pasando de este mundo a las celdas eternas.

Una vez más hago la pregunta: ¿Has creído en el hijo de Dios? ¿Has venido a la luz para ser alumbrado, has creído para tener vida? No te engañes, no puedes ser neutral. Cada día que pospones creer, cada día que postergas creer en Cristo y consagrar tu vida a Él, la ira de Dios está sobre ti, ya que estás confesando con tu vida que Dios es mentiroso, que Cristo es un falso.

Es el momento de venir a Cristo, ese momento es ahora. Cree en este Hijo de Dios que recibió todas las cosas en su mano, rinde tu vida completa a Él, acepta su testimonio, porque es fiel y verdadero.