Caf: Consuelo en medio de la oposición
(Sal. 119:81-88).
Serie: Refugiados en Su Palabra.
Este texto nos recuerda una gran verdad que es comunicada a lo largo de todas las Escrituras, y es que como hijos de Dios debemos enfrentar la oposición de este mundo. Esta porción nos habla de perseguidores (v. 84), soberbios que no viven de acuerdo con la Ley de Dios y que cavan fosas para hacer caer a sus hijos (v. 85), de mentirosos que buscan a través de sus calumnias perseguir a los hijos del Señor (v. 86), en resumen, trata sobre la oposición de este mundo y su odio contra el pueblo de Dios.
Recordemos que este salmo no fue escrito en medio de la bonanza, la prosperidad y la comodidad, sino en medio del dolor, la angustia y la humillación. Es un salmo que para entenderse, debe leerse a través de las lágrimas de la aflicción. En todas sus secciones se deja ver que quien escribe el salmo está pasando por dificultades (v. 71 y 75). Este salmo fue escrito secando las lágrimas de quien está sometido a grandes aflicciones. Y entre estas tribulaciones yace la que surge por la oposición de este mundo.
Cuando hablamos del mundo no quiero que sólo pensemos en los incrédulos. Muchas veces nuestra percepción del mundo se reduce a una muchedumbre iracunda sedienta de la sangre de los escogidos. El mundo, como concepto bíblico, implica incluso nuestra propia carne y al diablo (1 Jn. 2:16; 1 Pe. 5:8). Los deseos de nuestra carne se oponen a los del espíritu (Gá. 5:17), y el diablo y sus demonios nos disparan flechas de fuego que debemos apagar con el escudo de la fe (Ef. 6:16). El mundo como tal, incluye a enemigos mucho más cercanos.
Considerando esto, del texto que hemos leído quiero que podamos meditar en tres grandes asuntos:
Es mi interés también que, en cada uno de estos puntos, podamos ver a nuestro Señor Jesucristo, revelado en Su Palabra, como el cumplimiento perfecto de este precioso salmo.
La actitud correcta que debemos tener en esta lucha contra nuestros enemigos, consiste en esperar en la Palabra del Señor: “Mi alma desfallece esperando tu salvación. En Tu Palabra espero. Mis ojos desfallecen esperando Tu Palabra” (v. 81-82). Debemos enfrentar esta batalla con una espera activa en la Palabra de Dios. No es primera vez que el salmo nos habla de esperar. Dice el v. 49: “Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, En la cual me has hecho esperar”. Otros salmos nos dicen: “¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle…” (Sal. 42:5), y “Encomienda a Jehová tu camino, Y espera en Él; y Él hará” (Sal. 37:5, RVR1909). Esperar en la Palabra es el deber y el consuelo del creyente.
La actitud firme del soldado de Cristo es esperar en todas aquellas preciosas promesas que nos enseña la Palabra, donde obtenemos una victoria eficaz contra todos los enemigos del Señor, los que incluyen a nuestra carne, el diablo y el mundo. Un buen guerrero del Señor desea que la batalla sea ganada. No se ha conocido soldado que no desee alcanzar la victoria. Porque detrás de la victoria también se encuentra el alivio de sus dolores. La guerra es dura y angustiosa. No se puede vivir para siempre así. Se desea que termine y que pronto se alcance la plena victoria. Los creyentes en este sentido no somos masoquistas, no pretendemos que la batalla dure para siempre, sabemos que un día terminará y que podemos gozarnos en esa garantía de victoria final. Ese deseo de ser aliviado de los dolores de esta oposición se puede ver en el v. 82 cuando dice: “Mientras digo: ¿Cuándo me consolarás?”.
Mientras luchamos debemos esperar con paciencia. Santiago dice en su epístola que debemos gozarnos en medio de las pruebas (sobre todo las que enfrentaban sus destinatarios, consistentes en persecución directa), porque éstas producían paciencia (Stgo. 1:2-3). La lucha producirá un fruto de justicia que nos llevará a tener paz en medio de la tormenta. Y en enseñarnos a esperar con paciencia, no hay Maestro más indicado que nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién más que Cristo ha esperado de manera perfecta? A Cristo se le pactó el reino (Lc. 22:29-30), se le prometió un pueblo que el Padre le había dado para llevar sus almas a la gloria (He. 2:10; Jn. 17:9). Estas promesas Jesús no las obtuvo inmediatamente al encarnarse. Él tuvo que vivir más de 30 años como un verdadero hombre, ser humillado hasta la muerte y muerte de cruz (Fil. 2:8), y sólo a través de su ofrenda y resurrección, obtener estas promesas. Cristo esperó y obtuvo para sí y para los suyos, las bendiciones del Padre. Él sabe lo que es esperar y es el más indicado para enseñarte a hacerlo.
Puede que estés luchando contra pecados graves. Faltas permanentes que manchan tu testimonio. Una maleza que cortas y cortas, y vuelve a aparecer. Son pecados que te avergüenzan, te duelen y sinceramente no deseas que persistan en tu ser. Puede que esta semana hayas caído en alguno de ellos. Es una sombra negra que te hace dudar cada domingo de si tomar o no la cena. Es una continua acusación de tu conciencia, un dolor que no cesa, porque amas al Señor pero aquello es una demostración de lo contrario. Amado hermano, la promesa de Cristo es que ¡somos más que vencedores! Hay victoria completa y definitiva contra todo pecado que se alce contra el Señor. No presumas tu derrota, hay promesas certeras de victoria contra todo tu mal. Espera en la Palabra. ¿Crees que el Señor dejará sin respuesta al que se ha acercado a Él por los motivos correctos? Recuerda que si pedimos conforme a su voluntad, Él nos oye (1 Jn. 5:14), y la voluntad de Dios es nuestra santificación (1 Tes. 4:3).
Quizás usted puede decir: “Es que por más que me acerco al Señor, por más que oro, por más que medito en Su Palabra, por más que deseo la santidad, la lucha se vuelve cada vez más difícil, a tal punto que siento que el Señor no me apoya en la batalla, porque vuelvo a caer. ¿No debería ser al revés? ¿No debería serme más fácil enfrentar las tentaciones, siendo que estoy creciendo en santidad y por tanto soy más fuerte? Si piensas así te has equivocado de dirección, ¡el frente de batalla está hacia el otro lado! Todo ejército sabe que la lucha en el frente siempre es más intensa, que lejos del frente. Si te acercas a Dios, tu carne hará una guerra mucho más intensa. Todo soldado sabe que mientras más se acercan a conquistar la capital enemiga, el fuego del combate es cada vez más peligroso. Por lo que si tus luchas se vuelven más difíciles, es porque está más pronta la victoria. Te acercas a presenciar la victoria aplastante y contundente de Cristo sobre todos tus enemigos. Él se encargará de todos ellos (Sof. 3:19), espera en Él.
No seas de aquellos que no pueden soportar el fragor de la batalla. Aquellos que frente a la más mínima oposición se apartan del Señor. Jesús habló de ellos en la parábola del sembrador. Dijo que una semilla cayó en las piedras, no pudo echar raíces y por tanto no pudo dar fruto. En su explicación dijo que estos son los que reciben la Palabra con gozo, pero venida la persecución por causa de la Palabra se apartan (Mt. 13:20-21). Pretendían entrar por una puerta mucho más ancha, pero les duele entrar por una tan angosta. Querían caminar a sus anchas en caminos amplios, pero no puedenEllos no pueden resistir esa oposición. Menos lucharán esperando en la promesa, hasta desfallecer.
No porque las promesas sean ciertas, ello significa que no resultaremos afectados temporalmente por el fragor de la oposición. Se nos dice que podemos llegar a estar profundamente agotados. “Mi alma desfallece por Tu salvación” (v. 81). Podemos llegar a luchar con esa última línea de batería, ese 1% de energías. No sólo nuestra alma puede llegar a ese extremo, nos dice que nuestro cuerpo también resulta afectado: “Mis ojos desfallecen esperando Tu Palabra” (v. 82). El salmo 6:7, el Rey David dice: “Mis ojos están gastados de sufrir; Se han envejecido a causa de todos mis angustiadores”. Todo nuestro ser, cuerpo y alma, resulta comprometido con esta lucha. Incluso podemos llegar a desfallecer a tal punto que podemos estar como dice el salmista: “como odre al humo” (v. 83).
Esto parece ser un dicho de este tiempo que reflejaba el poco ánimo o el desfallecimiento que un hombre podría sentir. Un odre es un recipiente, comúnmente hecho del cuero de las cabras, y que en la antigüedad servía para almacenar líquidos como el agua, el aceite, el vino u otros. Jesús hizo referencia a los odres, cuando dijo que “no se echa vino nuevo en odres viejos, porque los odres se rompen y el vino se derrama” (Mt. 9:17). Los odres principalmente eran para el almacenamiento del vino. Pero aquí se nos añade que se trata de odres al humo o expuestos al humo. Cuando los odres eran dejados al humo se secaban y perdían su calidad y elasticidad, que era precisamente su característica que los hacía útiles. Ser como un odre al humo, es haber perdido el ánimo y las fuerzas para vivir. A ese nivel puede llegar nuestras luchas.
Aún así, aunque podamos llegar al límite de nuestras fuerzas, el salmista dice que no se ha olvidado de los estatutos del Señor (v. 83). Ninguno de sus heridas ha sido tan grande como para que olvide las promesas de su Dios. Nuestra memoria debe estar saturada de las Escrituras. Debemos llenar nuestra mente con toda la Palabra que podamos, porque será nuestra espada rápidamente desenvainada en el día malo (Ef. 6:13, 17).
Esto nos lleva a preguntarnos, ¿cómo esperarás en la Palabra, si no conoces la Palabra? ¿Cómo recordarás los estatutos de Dios, si no conoces los estatutos de Dios? ¿Cómo dependerás de la Palabra de Dios, si Su Palabra no es leída, meditada, orada y parte de tu día a día? Difícilmente tendrás una victoria, si tu armadura es tan mediocre. Si buscas vencer el pecado siguiendo tus propios métodos, fracasarás (y ya has fracasado). ¿Cuántos pecados más debes cometer para darte cuenta que no sirven? ¡Conoce la Palabra! No hagas caso a tu carne, ella no quiere que la leas. Te tentará a hacer cualquier otra cosa. ¡Que se muera esa carne y sus deseos! Sumérgete en la Palabra y espera en ella. Que sea tu más preciado tesoro (v. 72), porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.
En estos versículos se nos explica qué debemos hacer mientras esperamos las promesas del Señor. Las promesas de victoria son ciertas, seguras, no hay duda de que las obtendremos. ¿Pero cómo es que debemos esperarlas? La única manera es mediante la oración. No me refiero a oraciones fingidas y sin corazón. El que tengamos por ciertas las promesas del Señor no es causa para oraciones que sólo cumplan como si fuese un trámite necesario. La oración del salmista es desgarradora: “¡Ayúdame!” (v. 86). Es un grito de auxilio. Si usted está ahogándose en el mar y ve que hay un bote cerca, ¿cómo pediría auxilio? ¿Lo haría con voz baja, dubitativa y desinteresada? ¡Por supuesto que no! Gritaría con todas sus fuerzas si en verdad desea salvar su vida. La fuerza de su plegaria estará determinada por la necesidad que tiene, y grandes aflicciones, generan grandes oraciones.
“¿Cuántos son los días de tu siervo? ¿Cuándo harás juicio contra mis perseguidores?” (v. 84). Son las sentidas palabras de alguien que tiene un alma y un cuerpo que no da para más. Su espera ha sido realmente larga, a tal punto que ve que su vida empieza a pasar y no está viendo esta justicia merecida contra sus opresores. En otras palabras: “Señor, tú sabes que mi vida es corta. ¿Cuándo harás juicio contra aquellos que me hacen el mal?”. Sólo puede decir: “Señor, ¿cuándo?”.
Usted quizás podría decir: ¿cómo se atreve a hablarle así a Dios? ¿quién de nosotros podría recordarle a Dios sus deberes? ¿quién sería tan insolente de decirle “Señor, hasta cuándo”? Sin embargo, en este salmo, el Señor no reprocha al salmista por orar de este modo. Es más, es una forma piadosa de presentar nuestros dolores por causa de la oposición. En el salmo 13, el Rey David dice: “¿Hasta cuándo, Jehová? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí? ¿Hasta cuándo pondré consejos en mi alma, con tristezas en mi corazón cada día? ¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre mí? (Sal. 13:1-2). El Señor no reprochó esta oración.
Esto nos recuerda el famoso “Hasta cuándo” del profeta Habacuc: “¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? ¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia?” (Hab. 1:2-3). Incluso, en el Libro de Apocalipsis, así “(...) los que habían sido muertos por causa de la palabra de Dios y por el testimonio que tenían (...) clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?” (Ap. 6:9-10). El Señor no rechaza este clamor, es una súplica sincera y de acuerdo a Su Palabra.
Esta oración es agradable ante el Señor por dos grandes razones. Primero, porque expresa que nuestra vida ha sido transformada a tal punto que, lo que antes considerábamos bueno, ahora nos horroriza y desagrada: “Horror se apoderó de mí a causa de los inicuos Que dejan tu ley” (v. 53). El pecado de los impíos produce tal nivel de consternación que sólo podemos, como dice el Rey David: “Levántese Dios, sean esparcidos sus enemigos, Y huyan de su presencia los que le aborrecen” (Sal. 68:1). Y una segunda razón, por la que esta es una oración agradable al Señor, es porque lo que pedimos finalmente es el Juicio del Señor contra todos sus enemigos. ¿Y cuándo ocurrirá ello? En la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Es decir, cuando decimos “Ven, Señor Jesús”, estamos pidiendo, no sólo el gozo de nuestra salvación, sino el juicio contra nuestros perseguidores. Anhelamos que ese reloj divino marque la hora final, no sólo por el gozo del cielo, sino también por el juicio del infierno.
Lo glorioso de esta petición, es que nosotros sabemos que nuestros enemigos serán vencidos, porque ya están vencidos. Suena algo difícil de entender, pero es parte de esta superposición de realidades. Por una parte, nuestros enemigos han sido vencidos, pero por otra parte, falta el golpe final. Jesús dijo que ha vencido al mundo (Jn. 16:33), que crucificó al viejo hombre (a nuestra carne) juntamente con Él (Ro. 6), y que deshizo las obras del diablo (1 Jn. 3:8). Todos nuestros enemigos ya firmaron su acta de rendición. ¿Qué mejor estímulo para enfrentar las burlas, los vituperios, las tentaciones, los asedios de satanás, que saber que Cristo ya ha vencido?
Dice el verso 85, “Fosas me cavaron los soberbios, los que no andan de acuerdo con tu ley”. Los incrédulos, en su afán de oponerse a los hijos del Señor, buscan hacerles caer en trampas creadas premeditadamente. Caín invitó a un cálido paseo por el campo a Abel, para finalmente asesinarle. Labán engañó a Jacob para quedarse con parte de su salario. La esposa de Potifar tendió una trampa a José, para encarcelarle por no haber accedido a dormir con ella. David vivió la traición de sus propios hijos impíos, quienes le persiguieron por todo el reino. Jezabel quiso montar trampas para acercar a Elías y apresarle. Cristo mismo, fue muchas veces consultado por judíos, fariseos, escribas y maestros de la ley, sólo con el objeto de atraparle en alguna pregunta capciosa que podría traerle problemas con el pueblo o las autoridades. No olvidemos que nuestro Señor fue traicionado por uno de sus discípulos más confiables, el tesorero del grupo, Judas Iscariote.
Y así el pueblo del Señor ha sido muchas veces sorprendido con trampas impías, socavones que cavan los malvados para atrapar el alma de los hijos del Señor. Como dice el rey David en el salmo 38: “Los que buscan mi vida me tienden lazos; los que procuran mi mal hablan de mi destrucción, y traman traición todo el día” (Sal. 38:12). William Tyndale, el famoso reformador inglés, fue amigo de un hombre llamado Henry Phillips, quien se hizo pasar por cristiano, todo con el objetivo de extraer información para luego llevarle por un camino alejado para ser apresado por la guardia real y finalmente llevado a la horca y a la hoguera. En todo tiempo, los hijos del Señor han sido víctimas de las más intrincadas mentiras y trampas.
Se nos dice que ellos son soberbios, es decir, orgullosos y altaneros. El salmo siempre ha hablado de los soberbios (v. 21, 51, 69, 78, 122). De hecho, la soberbia es el pecado que caracteriza a aquellos que se oponen a la perseverancia y la obediencia de los hijos del Señor, de acuerdo a este salmo. La soberbia es todo lo contrario a la humildad y la obediencia. Los soberbios precisamente no desean arrepentirse ni vivir de acuerdo a los mandatos de Dios, sino vivir de acuerdo a sus propios impulsos. Si usted es un soberbio, endurecido y altanero, usted se parece más a los enemigos de Dios que a los amigos de Dios. Si lo que le caracteriza es el orgullo, usted es más cercano a los perseguidores, que a los perseguidos.
Más adelante dice: “Todos tus mandamientos son fieles, Con mentira me han perseguido, ¡Ayúdame!” (v. 86). Debemos reconocer, aún en medio de la persecución más terrible, que los mandamientos del Señor son fieles. Dice el v. 75: “Yo sé, Señor, que Tus juicios son justos, Y que en Tu fidelidad me has afligido”. Por cuanto el Señor es fiel, nos aflige con todas estas cosas. Dios no ha dejado de ser fiel en sus tratos con su pueblo. Ahora, es importante señalar que la persecución es real cuando se nos persigue injustamente. No podemos decir que nos están persiguiendo si hemos hecho algo malo y estamos recibiendo una justa retribución. Por ejemplo, un famoso obispo evangélico, fue acusado de lavado de activos, y se defendió en la prensa diciendo que ello se trataba de una persecución contra los evangélicos, siendo que estaba implicado en evidentes delitos.
Si nos llaman la atención en el trabajo porque llegamos tarde, si nos corrigen cuando nos equivocamos, si nos salen las cosas mal cuando estamos pecando, si nos exhortan en la iglesia si estamos faltando, eso no es una persecución. Para que sea una persecución, tendrían que estar mintiendo, pero si ellos dicen la verdad, no es persecución. Recordemos las palabras de Jesús: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo” (Mt. 5:11). Si usted está siendo víctima de persecución, rechazo, discriminación, burlas, vituperios, golpes, o cualquier otra clase de oposición, por parte de este mundo, que sea por lo bueno, que sea por la verdad, no sea que en realidad esté recibiendo su merecido.
Pero si está recibiendo persecución desde calumnias y engaños contra usted, sepa que ese grito angustioso pidiendo ayuda, será escuchado. El Señor no desoirá su clamor. Recuerda que la venganza es del Señor. Él ha dicho: Mía es la venganza, yo daré el pago (Ro. 12:19). Él no ha dejado a justo desamparado. Sus clamores serán escuchados.
Estos versos nos muestran que, aún bajo el intenso fragor de esta oposición mundanal, y aunque lleguemos al límite de estar al borde de la destrucción, no debemos apartarnos de la Palabra, sino ser obedientes. El salmista dice que aunque casi lo destruyeron en la tierra (NBLA), él no abandonó los preceptos del Señor. La persecución que estaba viviendo, aunque había llegado al extremo de amenazar su vida, él permanecería en su integridad para con Dios. No abandonó los mandamientos. Nos recuerda a José, quien a pesar de ser vendido como un esclavo y de sufrir en la cárcel, no abandonó al Señor. Nos recuerda a Job, quien fue golpeado con fuerza por el diablo, pero no asignó a Dios un despropósito.
Este es un llamado a que nosotros estemos firmes en medio de las tentaciones y los asedios de este mundo. Muchas veces podríamos sentirnos tan agobiados por las burlas, el rechazo, los conflictos, que se originan a causa de nuestra fe, con familiares, parientes, vecinos, compañeros de trabajo y estudios, que podríamos llegar a considerar que el pecado nos puede aliviar unos momentos. Así es como se cae muchas veces en consolarnos en la pornografía, el adulterio de los ojos, las drogas, el alcoholismo, la glotonería, y muchos otros pecados. Queremos desahogarnos de nuestros dolores, con pecados que traerán aún mayores dolores. El pecado nunca será una salida para el dolor, porque el pecado será la causa de más dolor.
Piensa en Pedro, cómo prefirió negar a Cristo en lugar de sufrir con Él. Prefirió el pecado, antes que el dolor de la oposición del mundo, sin embargo, cuánto dolor finalmente le trajo. Clemente dice que cada vez que escuchaba cantar a un gallo, lloraba amargamente. El pecado de ninguna forma podrá consolarte. Sólo en Dios y Su Palabra podemos verdaderamente consolarnos. Los v. 49 y 50 nos dicen: “Acuérdate de la Palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar. Ella (la Palabra) es mi consuelo en mi aflicción…”. El pecado es un analgésico, cuyos efectos adversos son devastadores.
En estos versos también podemos ver a Cristo y su iglesia, como aquellos a quienes casi destruyen en la tierra. Quién más que Cristo puede decir esto con todas sus palabras: “Casi me destruyen en la tierra, pero yo no abandoné tus preceptos”. Quién más que Cristo puede decir que, aunque fue humillado hasta lo sumo, hasta la muerte y muerte de cruz, no pecó jamás, ni se halló engaño en su boca. Casi destruyen a nuestro Señor en esta tierra. El mundo se esforzó en hacerle caer, destinaron para Él el peor de los dolores, y aunque por tres días, el infierno celebró su muerte, estaba fuera de su presupuesto que Cristo se levantaría con poder de entre los muertos. Pensaron que habían acabado con Él, pero se levantó de la muerte con la frente en alto. La muerte dijo: “Casi lo retuve”, el diablo dijo “Casi lo vencí”, la carne dijo “Casi le gané”, el mundo dijo “Casi lo destruí”. Aquel que traspasó a Jesús, dirá en aquel juicio: “Casi lo maté”. Pero todos ellos sólo se quedaron en el casi.
Y si Cristo fue el que casi destruyeron, la iglesia es el pueblo al que casi destruyeron. Jesús es la cabeza de la Iglesia, y si casi lo vencieron a Él, casi vencieron también a la iglesia. Desde su inicios que los hombres han querido eliminar a los creyentes. Por cierto que la gracia común no ha permitido que toda la naturaleza odiosa de enemistad contra el Señor y su pueblo, brote desde sus corazones, a tal punto que los incrédulos son amables con el pueblo de Dios. Sin embargo, esto es por la gracia de Dios, y no porque no tengan deseos de deshacerse de Dios y de sus hijos. Esta enemistad la vemos desde un inicio, desde la rivalidad de Caín con Abel, la odiosidad de Ismael con Isaac, la violencia de Esaú sobre Jacob. Se ha visto en la violencia contra los santos de todas las épocas (He. 11:36-38). Con toda clase de discriminación, rechazo, cadenas, expropiaciones, golpes, represión, cárcel, torturas y aún la propia muerte, el mundo ha buscado destruir a la Iglesia, y aunque casi lo hicieron, sólo se quedaron en el casi.
El salmo 129 nos dice que desde siempre el pueblo del Señor ha sido magullado con el doloroso arado de la persecución, pero que, aunque los impíos parezcan infringirse dolor desde lo más alto, son como la hierba que crece en el tejado de las casas. Piense un momento, ¿qué fue de Egipto, su faraón endurecido y su pesada esclavitud con que asoló a la Iglesia de los hebreos? Quedaron sólo sus piramides, pero el pueblo de Dios continuó. ¿Qué fue de Babilonia, de su exilio, y los tormentos que aplicaron sobre Judá? Allá en Irak queda una muralla, pero el pueblo de Dios, continuó.
¿Qué fue de los romanos y de sus coliseos donde se entretenían quemando y asesinando cristianos? En Italia son sólo vestigios turísticos, pero la Iglesia prevaleció. ¿Qué fue de la Inquisición Católico Romana y sus torturas crueles e inhumanas? Creo que sólo quedan sus dibujos en algunos libros, pero la Iglesia continuó. ¿Qué fue de los nazis, sus campos de concentración y sus persecuciones abiertas contra los creyentes que refugiaron a judíos? Todos sabemos que pasó con ellos, pero el pueblo del Señor prevaleció. ¿Qué queda de la Unión Soviética, sus gulags, sus torturas a los cristianos? Allá en Moscú queda la plaza roja de la victoria, pero nada más, mientras que los cristianos siguen en pie. Pues en todos estos tiempos la iglesia ha existido, y todos los que pretendieron su destrucción, desaparecieron. ¿No han sido acaso como la hierba que creció en el tejado? Aunque para nosotros podrían ser motivo de temor, para Dios no fueron más que un pequeño hongo que retiró un hombre cuando limpió sus canaletas.
El último verso dice “Vivifícame según tu misericordia, Para que guarde el testimonio de tu boca” (v. 88). Para exhibir esta obediencia en medio de la guerra, que nos requiere nuestro Buen Capitán, necesitamos que el Señor nos vivifique. Nos infunda su vida en abundancia. Si hoy has escuchado la voz del Señor, a unirte a su cantón de reclutamiento, anda confiado, porque las fuerzas que no tienes Él las tiene, porque la vida que te falta, Él te la dará. “Es que he caído antes”, pero Cristo, el que venció, no cayó jamás. Amigo, si aún no ha venido a las plantas del Señor Jesús, con fe y arrepentimiento, ven a Él hoy. Si quieres un camino fácil, este no lo es. Pero si vienes, todo lo que necesitas para luchar y vencer, ha sido asegurado por Cristo Jesús.
En conclusión, ante la oposición de nuestros enemigos, ciñe tus lomos, seca tus lágrimas, ponte de pie, que aún queda mucho más. Aunque hayas llegado al límite de tus fuerzas, aunque ya no puedas más, espera en esas preciosas promesas. Los soldados de la Segunda Gran Guerra guardaban en su bolsillo sus órdenes de marcha. Ahí se les instruía lo que debían hacer y hacia dónde se debían dirigir. Esos soldados no tuvieron algo que tú sí tienes: la certeza de la victoria. Sujétate bien tu orden de marcha. Esta tiene promesas de recompensa sin igual. Entrégate a la Palabra, no podrás esperar en ella si no la conoces, meditas, oras. Ruega en medio de la lucha. Coméntale a tu Señor lo doloroso que es, Él no te reprochará, sino que te consolará. Por último, cree en este Jesús, al que casi destruyeron, pero que venció a la carne, al diablo, al mundo y a la misma muerte con poder.