Tet: Bueno es ser humillado
(Sal. 119:65-72)
Serie: Refugiados en Su Palabra (Sal. 119)
Del texto que hemos leído quiero que podamos meditar en cuatro grandes asuntos. Primero, que podamos entender que Dios es Bueno cuando nos humilla, y luego, en los siguientes tres puntos, ver tres grandes beneficios que Dios obra a causa de la humillación.
Este texto que hemos leído nos recuerda una gran verdad que es comunicada a lo largo de todas las Escrituras: Dios es Bueno, incluso en nuestros momentos más difíciles. Dice la Palabra: “Alabad a Jehová, porque Él es bueno; porque para siempre es su misericordia” (Sal. 118:1; 1 Cr. 16:34; 2 Cr. 5:13). Él siempre ha sido bueno, nunca ha dejado de serlo y siempre lo será. Su bondad es una de sus perfecciones y atributos. Y como Él “es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (He. 13:8), y en Él “no hay mudanza ni sombra de variación” (Stgo. 1:17), Él siempre ha sido bueno, incluyendo aquellos días que consideramos malos.
Él no ha sido más bueno en nuestros días buenos, y no ha sido menos bueno en nuestros días malos. Él no fue más bueno contigo el día inolvidable de tu boda, y tampoco fue menos bueno contigo el día que falleció ese familiar que tanto amabas. Él no ha sido más bueno el día de tu cumpleaños, como tampoco ha sido menos bueno el día que perdiste tu trabajo. Él siempre ha sido bueno, independiente de tus circunstancias. Es importante recalcar esto, porque este salmo precisamente nos presenta esta verdad, que Dios es bueno cuando somos humillados, cuando pasamos aflicciones, tribulaciones, pruebas, angustias y escasez.
La porción inicia diciendo que Dios ha obrado con bien a su siervo (v. 65), y el versículo 68 recalca que Dios es bueno y bienhechor (todo lo que hace es bueno). Hemos leído que el salmista está sometido a humillación y aflicción, sin embargo, esto no es considerado como algo negativo, sino como una bondad de parte de Dios. Es tal como Dios procede “conforme a su Palabra”. El Señor es fiel a Su Palabra: “Conozco, oh Jehová, que tus juicios son justos, Y que conforme a tu fidelidad me afligiste” (Sal. 119:75).
Nos dice el apóstol Pablo: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Ro. 8:28). El Señor siempre obra el bien para con sus hijos, inclusive al afligirles con toda clase de penurias, a fin de concretar su propósito en ellos: “(...) para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo (...)” (v. 29). El propósito de todo lo que el Señor permite en nuestra vida es hacernos más a la estatura del varón perfecto, que es Cristo (Ef. 4:13).
Si el Señor Jesús es el varón de dolores, y seremos conformados a la imagen de Jesús, tenemos que experimentar dolores. Si Él es experimentado en quebrantos, y seremos conformados a Su imagen, tenemos que experimentar dolores. Las humillaciones, aflicciones, dificultades y tristezas que experimentamos, aún siendo fieles al Señor, tienen el propósito de obrar para el bien de nuestra salvación, haciéndonos más como Su Hijo.
Muchas veces nosotros nos extrañamos cuando, aunque estamos andando en santidad y progresando en los medios espirituales, nos vienen toda clase de dificultades. Nos preguntamos por qué nos han sobrevenido tantas penurias si hemos hecho todo lo posible para andar en integridad. Sin embargo, olvidamos que la manera en la que el Señor obra el bien en sus hijos es precisamente afligiéndolos con diferentes dificultades.
Tan sólo mire cómo el Padre sometió a Su Hijo Jesucristo. Nadie ha sido más humillado que Jesucristo. Ninguno fue como el Verbo de Dios que descendió del cielo para encarnarse, añadir una naturaleza humana, someterse a toda clase de rechazo, vituperios y escarnio, tomó forma de siervo “(...) se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8). Nadie se ha humillado más que Cristo. Sin embargo, nadie ha sido más exaltado que Jesucristo. Dios “(...) también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” (Fil. 2:9-10).
Este trato que el Señor tuvo con Su Hijo Unigénito es un modelo que sigue con sus hijos adoptados por gracia. Sabemos que no es el trato exacto, porque nadie ha sido como Cristo y Su obra fue específica para nuestra salvación. Sin embargo, es claro el patrón con el que el Señor ha obrado en los santos de todos los tiempos, primero humillándolos y luego exaltándolos. Como dice el apóstol Pedro: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo” (1 Pe. 5:6).
Podemos mencionar el ejemplo de José. Sabemos que José era un pecador de nacimiento, tal como todos nosotros, sin embargo, la Palabra no nos dice que alguna de sus penurias se hayan debido a algun pecado que él cometió. Él no merecía el castigo injusto que recibió de Potifar, al ser llevado a la cárcel por una violación que él no cometió. Él había obrado con fidelidad, resistió la tentación, y aún así fue grandemente afligido. Sin embargo, sabemos que detrás de sus aflicciones, Dios estaba obrando el bien. Es más, él mismo declaró: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo” (Gn. 50:20). De aquellas humillaciones de José, vino una gran bendición para él y para su familia.
En resumen, la humillación o aflicción que el Señor asigna a cada uno de sus hijos, lejos de considerarse algo malo, es el trato bondadoso con el que les moldea a la imagen de Su Hijo unigénito, para el bien de sus vidas. Dios es bueno cuando somos humillados.
Habiendo dejado en claro que Dios no deja de ser bueno cuando nos aflige, sino por el contrario, es una muestra de su bondad el que pasemos por diversas humillaciones, veamos tres expresiones de la bondad de Dios por medio de la aflicción. Primero, a través de la humillación, el Señor nos enseña de mejor forma.
Los v. 66-68 nos muestran el deseo del salmista de ser enseñado por Dios: “Enséñame buen sentido y sabiduría, Porque tus mandamientos he creído. Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; Mas ahora guardo tu palabra. Bueno eres tú, y bienhechor; Enséñame tus estatutos” (v. 66-68). No es primera vez en el salmo en que se extiende esta petición (v. 12, 26, 33-34, 64, 73). Detrás de ella se revela el poder exclusivo que tiene el Señor de enseñar a sus hijos, y la incapacidad que tenemos de poder aprender por nuestra cuenta.
La humillación es el mejor entrenamiento que tenemos para aprender los mandamientos del Señor. Muchos han escrito que el sufrimiento es el megáfono de Dios. A través de las aflicciones, el Señor nos vuelve más dóciles para aprender Su Palabra. En esto usted puede dar testimonio, de que los días en los que las oraciones son más sentidas, la lectura de la Palabra es más apasionada, los cánticos son más consoladores y la comunión es más deseada, son aquellos días en los que estamos sometidos a toda clase de aflicción.
De esto nos habla la Escritura en Eclesiastés, cuando nos dice que es más provechoso estar en la casa del luto que en una fiesta (Ec. 7:2), dado que en el velorio o funeral nuestros pensamientos son más profundos acerca de la proximidad de la muerte, nuestro estado espiritual y cómo podemos consolar a los deudos, mientras que en una fiesta, nuestros pensamientos y conversaciones son mucho más triviales y superficiales, y, aunque uno que otro pensamiento sea profundo, el balance final es que sólo hubo entretenimiento que pronto se olvidará. Los momentos difíciles son un terreno más fértil para que la semilla de la Palabra eche raíces y dé fruto.
El salmista da su propio testimonio al respecto: “Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; Mas ahora guardo tu palabra” (v. 67). Estas palabras pueden interpretarse de dos maneras maravillosas, aunque no excluyentes entre sí. Primero, podemos entender la humillación como la convicción de pecado que el Espíritu Santo produce cuando somos regenerados. Al nacer de nuevo, el Espíritu de Dios produce en nosotros un pesar por nuestros pecados, que nos conduce a la fe en Cristo y al arrepentimiento. Antes de esa convicción, andábamos descarriados como ovejas (Is. 53:6), pero luego de esa obra sobrenatural, somos capacitados para obedecer sus mandatos. En ese sentido, la convicción de pecado es una forma en la que el Señor humilla al hijo que recién es convertido a Él.
La segunda manera de entenderlo es en medio de la vida cristiana, ya siendo creyentes. Muchas veces nos descarriamos del camino. Nos desviamos de la dirección de Cristo. Deambulamos en nuestra propia opinión, fracasamos y caemos en el pecado. Podemos pasar por temporadas negras. Sin embargo, nuestro Padre asegura nuestra perseverancia final a través de aflicciones y dificultades. Dice la Palabra que “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, Ni desmayes cuando eres reprendido por él; Porque el Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que recibe por hijo” (He. 12:5b-6). El Señor nos disciplina porque nos ama. Nos aflige con grandes tribulaciones para enderezar nuestras sendas. No fue hasta que el hijo pródigo fue completamente humillado (sucio y hambriento en compañía de los cerdos), que volvió en sí y reconoció su pecado. Así la humillación aclara nuestros ojos y nos permite volver en sí.
El Señor nos enseña sus caminos en la mejor escuela que tiene: la escuela de la aflicción. Esta escuela siempre tiene sus matrículas abiertas, pocos son los que se quieren inscribir. La metodología de enseñanza es difícil, muchos le han dicho al Maestro: “Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?” (Jn. 6:60). Sin embargo, es la mejor escuela para producir el fruto apacible de justicia que tanto deseamos dar: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (He. 12:11).
No olvidemos que nuestro Señor es un Maestro Bueno, y no un profesor sádico. Él no nos hará sufrir de gusto. Él es sabio en asignarnos cada una de nuestras aflicciones. Él sabe las dolencias por las que hacerte pasar, sabe las aflicciones que soportas y sabe hasta dónde puede llevarte: “no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Co. 10:13). Él es sabio al asignarnos las angustias, tribulaciones y aflicciones que estamos pasando.
Muchas veces deambulamos entre dos extremos que nos hacen cuestionar la sabiduría de Dios al asignarnos aflicciones. Por una parte el masoquismo. Pensamos que nuestras aflicciones son muy livianas, y que deberíamos ser golpeados y azotados con más intensidad. Subestimamos la disciplina del Señor y creemos que no es suficiente. Por otra parte tenemos el victimismo, en el que pensamos que las aflicciones siempre son extremadamente difíciles, y solemos exagerar las situaciones, cayendo en grandes ansiedades. Hermanos, ni lo uno ni lo otro. Debemos saber que la aflicción que pasamos es la más adecuada para el santo propósito de Dios al enseñarnos sus mandatos.
Al ser humillados el Señor nos enseña sus mandatos y también nos distingue de los incrédulos. Nos distingue del mundo y de los falsos creyentes. El Señor precisamente utiliza la oposición del mundo para destacarnos como sus hijos en medio de este. A nosotros nos gusta ser destacados con aplausos, títulos y reconocimiento, pero nuestro Padre nos ha reservado ser destacados mediante la humillación. Por cierto que esto no es de agrado para nadie, pero es la manera más certera de identificarnos como verdaderos hijos del Señor, porque ¿quién más que ellos están dispuestos a perseverar a pesar de todas las aflicciones?
El v. 69 se asimila mucho al v. 51:
“Los soberbios se burlaron de mí, Mas no me he apartado de tu ley” (v.51)
“Contra mí forjaron mentira los soberbios, Mas yo guardaré de todo corazón tus mandamientos” (v. 69).
Los soberbios, los hombres impíos que andan en el orgullo de su corazón, agitan mentiras y burlas contra los hijos del Señor. Nos recuerda al rey David diciendo: “De todos mis enemigos soy objeto de oprobio, Y de mis vecinos mucho más, y el horror de mis conocidos; Los que me ven fuera huyen de mí. He sido olvidado de su corazón como un muerto; He venido a ser como un vaso quebrado. Porque oigo la calumnia de muchos; El miedo me asalta por todas partes, Mientras consultan juntos contra mí E idean quitarme la vida” (Sal. 31:11-13). Los soberbios al no poder objetar a los hijos del Señor alguno de los pecados que ellos cometen, proceden con mentiras y calumnias. Sin embargo, como dijo nuestro Señor: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo” (Mt. 5:11).
Nos dice que “el corazón de ellos se engrosó como sebo”. Su corazón se endureció entre capas de grasa. El pecado endureció su corazón. A los incrédulos, en su odio contra Cristo y Su Iglesia, no se permiten tener piedad o compasión. Miren lo que hicieron con nuestro Señor, miren lo que podrían llegar a hacer con nosotros. Sin embargo, mientras el corazón de los soberbios se engrosa en pecado, el corazón de los hijos del Señor guarda su Ley y se regocija en ella.
Muchas veces experimentaremos rechazo, burlas, discriminación, oposición por parte de colegas, vecinos, compañeros de estudio y/o familiares, sin embargo, ante toda esa oposición nuestra única respuesta debe ser la obediencia. Debemos ser como nuestro Señor, que nos dice Hebreos, que por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio (He. 12:2).
Estos tratos injustos y humillantes precisamente sirven para distinguirnos del mundo como verdaderos hijos del Señor. En Hebreos 12:7-8 se nos dice que lo que nos distingue como hijos es precisamente la disciplina. Si se nos deja sin disciplina no somos hijos, sino bastardos. Por lo que tenga cuidado cuando usted se entregue al pecado, y ello no estar siendo amonestado por el Señor. Tenga cuidado cuando usted simplemente no ore, no medite la Palabra, no sienta deseos de estar en la presencia del Señor, y aún así vivir tranquilo y cómodo. Esa prosperidad, esa quietud, esa paz, no es una bendición. Si usted desea andar en el pecado y aún así le empieza a ir bien, usted no está siendo bendecido por Dios, sino maldito.
Tenga cuidado si sus pecados no son amonestados por Dios, porque esa quietud es una maldición. Arrepiéntase de sus pecados, vuélvase a Cristo y espere que el Señor trate con usted como un verdadero hijo, en la “universidad de la aflicción”.
El salmista, casi como un suspiro dice: “Bueno me es haber sido humillado”. “Fue bueno haber pasado por todo esto, antes estaba descarriado, ahora vivo en obediencia. Antes no sabía los mandatos de Dios, y ahora Él me los ha enseñado a través de las pruebas”. El salmista no ve con malos ojos el haber pasado por todas las dificultades, sino con gratitud. El balance final que le deja el haber pasado por todas esas penurias es que ahora estima en mayor medida la Palabra del Señor: “Mejor me es la ley de tu boca que millares de oro y de plata”.
¿Podemos decir con toda propiedad: “Señor, prefiero tu Palabra que ser un millonario”? Para el salmista no es problema, porque Él ama la ley de Jehová: “Y me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado. Alzaré asimismo mis manos a tus mandamientos que amé (...)” (Sal. 119:47-48). El salmista ama la Palabra y ésta le es más deseable que las riquezas de este mundo. Estas humillaciones hicieron que en su corazón la Palabra del Señor haya sido más valiosa que antes.
Usted podría jactarse de ser el que más ha sufrido de todos en la iglesia. Ha estado enfermo de todas las enfermedades posibles. Ha quedado sólo como nadie. Ha pasado la peor pobreza y escasez. Si se hiciera un ranking de quienes más han sufrido, usted ocuparía uno de los primeros lugares. Pero la pregunta que debe hacerse es, ¿esos sufrimientos te han llevado a apreciar más la Palabra de Dios? ¿Puedes decir que amas, estudias, meditas, más la Palabra de Dios ahora que antes de ser humillado? ¿Estas humillaciones te han llevado a amar con mayor pasión las Escrituras?
Porque recuerde que hay dos clases de tristeza, una tristeza según el mundo y una tristeza según Dios. La tristeza según el mundo no tiene sentido, es un sufrimiento sin propósito, produce muerte. Mientras que la tristeza según Dios, produce arrepentimiento para vida (2 Co. 7:10). ¿Tus dolencias te han conducido a amar más a Dios y Su Palabra? ¿Has sido más convencido de tu necesidad de conocer más la Palabra a través de todos esos sufrimientos? Porque de otro modo, ¿de qué ha servido sufrir tanto?
Examínate si tus dolores te estás haciendo apreciar de mejor forma la Palabra del Señor. Y de no ser así, arrepiéntete de estar sufriendo en vano.
Finalmente, podemos ilustrar las humillaciones y aflicciones que el Señor nos asigna como esos perros ovejeros que mantienen a las ovejas bien alineadas. Les ladran y les muerden, con el propósito que ninguna de ellas se aparte de la manada y sean conjuntamente conducidas hacia la dirección que les quiere dar el pastor. Por cierto que nos dolerán sus mordidas y ladridos, pero nos mantendrán alineados a nuestro Buen Pastor.
Recuerda que Dios es bueno cuando te asigna estas aflicciones, no ha dejado de ser bueno nunca, y obra el bien al hacerte pasar por toda clase de dificultades. Él te ama y es sabio en darte la carga adecuada. Cuando pensabas que no podrías más, Dios te ha dicho “No, es lo justo para ti”. Él no te ha dejado sólo en esas asignaciones. No te da más carga de la que puedes sobrellevar y te da las fuerzas para poder empujarlas.
Esos dolores son los adecuados para enseñarte los estatutos de Dios. No has aprendido de mejor manera que en la aflicción. Sé agradecido cuando vengan estas dificultades, porque son el mejor entrenamiento que puedas tener. Recuerda las palabras del apóstol Pablo:
“Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co. 12:7-10).